A continuación publicamos, una selección de textos seleccionados por Salvador López Arnal que giran sobre el compromiso político de Albert Einstein y textos complementarios.
Los textos son los siguientes:
– Conferencia impartida el 28 de junio de 2006 en el Acto de Clausura de Curso de la Academia Malagueña de Ciencias.
Anexo 1: Einstein sobre el socialismo (2005).
Anexo 2: Para la presentación del Einstein en Málaga (2005)
Anexo 3: Prólogo de Albert Einstein. Ciencia y conciencia (2005).
Anexo 4: Para En lucha. Albert Einstein, ciencia con conciencia (2005).
Anexo 5: Albert Einstein sobre hechos y valores (escrito no fechado)
Anexo 6: ¿Hay que dejar la ciencia en manos de los científicos? (2007)
Anexo 7: Vivir sin Dios. Una conversación con el Lama Jinpa Gyamtso y el profesor Francisco Fernández Buey (2008).
Albert Einstein [1]
I. Albert Einstein (1879-1955) dejó una profunda huella en el pensamiento del siglo pasado y esta huella es aún perceptible en el pensamiento actual. Se comprende que en 1999 hubiera, como hubo, un acuerdo tan amplio, entre científicos y pensadores, literatos y publicistas, al considerar a Einstein como el personaje más influyente de un siglo, el siglo XX, que, por otra parte, conoció tantas manifestaciones bárbaras que él denunció. Pues si ha habido un pensador del siglo XX cuya obra invita a establecer un diálogo fructífero entre la cultura científica y la cultura humanística ese pensador fue precisamente Einstein.
La obra de Einstein ha fascinado a físicos, filósofos de la ciencia, dramaturgos, poetas, narradores, pedagogos y moralistas del todo el mundo, y durante décadas. Esta fascinación se debe no sólo a sus intuiciones en el ámbito de la física teórica, a su reflexión sobre el proceder de la ciencia y a su aportación a la comunicación de descubrimientos científicos esenciales, sino también a sus ideas sobre la relación entre ciencia y religión, a sus opiniones sobre la paz y la guerra, a sus propuestas sobre la educación de los adolescentes y hasta a su forma de estar en un mundo que le admiró pero en el que, por lo general, él se sentía solo y extraño.
La fascinación por las teorías, las ideas y las opiniones de Einstein, tanto en el ámbito propiamente científico como en lo tocante a los asuntos públicos más controvertidos, es algo que se puede observar en personajes muy distintos del siglo XX que fueron contemporáneos suyos.
Y lo que es más notable: se puede observar en personajes y personas que, por formación y convicciones, estuvieron muy alejadas entre sí en el espectro ideológico del siglo. Brecht y Popper, Max Brod y Moritz Schlick, Lawrence Durrell (en El cuarteto de Alejandría) y Arthur Eddington, Friedrich Durrenmatt (en Los físicos) y Bertrand Russell, Romain Rolland y Cassirer, Freud y la reina Elisabeth de Bélgica, pasando por Born, Bohr, Heisenberg, Infeld, Fok, Piotr Kapitsa, Hans Reichenbach, Gödel, Ortega y Gasset, Otto Juliusburger, Paul Feyerabend, Jacques Hadamard o Mario Bunge, han dejado testimonio de la atracción que sintieron por tal o cual aspecto de la obra de Einstein.
La lista anterior podría ser más larga[2], desde luego, pero la que propongo aquí resultará lo suficientemente ilustrativa para cualquier persona culta que tenga noticia de las diferencias ideológicas existentes entre los autores mencionados. Para precisar un poco más lo que estoy sugiriendo se podría que añadir que esto que digo no significa que todos los mentados hayan compartido necesariamente las ideas y opiniones de Einstein; significa sólo (y ya es mucho) que todos ellos experimentaron la necesidad de medirse con su pensamiento.
Dialogando con Einstein aprende, desde luego, el físico y el ingeniero. Pero aprenden también el filósofo y el dramaturgo, el poeta y el narrador. Tal vez también el estadista, si quisiera aprender. Con razón y conciencia de lo que el hombre había representado, Russell escribió sobre él: «Einstein no sólo era el científico más grande de su generación sino también un hombre sabio, cosa bastante diferente. Si los estadistas le hubiesen escuchado, el curso de los acontecimientos humanos habría sido menos desastroso».
Entre 1905 y 1917 Einstein elaboró la teoría de la relatividad especial y general, uno de los logros más altos del pensamiento científico del siglo XX. La teoría de la relatividad cambió la concepción que los humanos tenían del universo. Muchas de las cosas que hoy se enseñan en institutos y universidades sobre el cosmos, sobre la relación entre materia y energía, sobre el movimiento de las partículas elementales y sobre las leyes generales que rigen la astrofísica son herencia de las intuiciones seminales de Einstein.
Lo que él nos legó, en el ámbito de la física, de la cosmología y de la filosofía de la naturaleza, sólo es comparable a lo que aportaron Copérnico, Galileo y Newton, los grandes de la época heroica de la ciencia. La ecuación einsteniana que relaciona la energía con la masa y la velocidad de la luz se puede comparar al célebre binomio de Newton, del que el poeta Pessoa dejó dicho que fue una de las creaciones más hermosas de la inteligencia humana. Al decir eso Pessoa añadía: «¡Lástima que tan pocos puedan entenderlo!».
Pero Einstein también hizo mucho para que pudiera aumentar el número de las personas capacitadas para entender las principales teorías de la física: las suyas y las de los que le precedieron. Hay en su obra al menos dos piezas excelentes de lo que luego se llamaría comunicación científica. En 1917 publicó una exposición de la teoría de la relatividad (especial y general) que prescindía en lo esencial del aparato matemático; una exposición que estaba pensada para un público con estudios secundarios y con intereses científicos o filosóficos, aunque, eso sí, dispuesto a tener mucha paciencia a la hora de leer, imaginar y seguir la ilación deductiva[3]. Dice entonces sacrificar, en aras de la comunicación, la elegancia a la claridad, y cita expresamente una frase del teórico Ludwig Boltzmann (1844-1906), cuya obra él mismo había estudiado años antes: «La elegancia es cosa de sastres y zapateros».
En 1938, Einstein escribió The evolution of physic[4] y en aquellas páginas lograba, con la ayuda de Infeld, un equilibrio expositivo realmente memorable, tan memorable como el rigor lógico-deductivo con que está escrito el libro. Eso es algo que sólo se consigue cuando el científico se toma en serio la reflexión metodológica sobre el proceder de su ciencia y la reflexión filosófica sobre las consecuencias más generales de las conjeturas e hipótesis que propone.
Einstein fue muy consciente de esto. Por una parte, escribió: «En tiempos como el presente, cuando la experiencia nos impulsa a buscar una nueva y más sólida fundamentación, el físico no puede entregar simplemente al filósofo la contemplación critica de los fundamentos teóricos, porque nadie mejor que él puede explicar con acierto dónde le aprieta el zapato». Y, por otra, llamó la atención sobre la importancia de atender a las prácticas: «Si se quiere averiguar algo acerca de los métodos que usan los físicos teóricos hay que atenerse al principio siguiente: no hacer caso de sus palabras, sino fijar la atención en sus actos».
A veces se ha querido ver en esas afirmaciones lecciones contradictorias. Pero no necesariamente lo son. A poco que se piense en lo que Einstein dice, y en los contextos en que lo dice, se llega a la conclusión de que el llamamiento a que el físico filosofe sobre cómo procede al hacer ciencia y el toque de atención sobre la necesidad de no quedarse en sus palabras y atender a sus actos, a sus prácticas, si queremos averiguar algo sobre sus métodos, son complementarias.
La visión del mundo y la concepción de las leyes de la naturaleza que tenía Einstein no encajan bien en ninguna de las grandes corrientes filosóficas del siglo XX. En distintos momentos de su vida, criticó los excesos del positivismo, del empirismo lógico, de los idealismos (kantiano y hegeliano), de los marxismos y de los irracionalismos en ascenso.
No tuvo una filosofía sistemática ni aspiraba a tenerla; pero su filosofar (su reflexión sobre la naturaleza, sobre las leyes que los hombres inventamos para entender lo que la naturaleza es y sobre el proceder científico) influyó mucho en la evolución de la mayoría de los representantes de las corrientes filosóficas del siglo XX.
Sin Einstein no se puede entender la evolución del Círculo de Viena y del Círculo de Berlín; sin Einstein no se puede entender la evolución de Russell y de Popper. Einstein está presente en la obra de Cassirer y en la obra de Feyerabend[5], en la obra de la mayoría de los científicos que filosofan, como Kapitsa, y en los historiadores que saben de física, como Holton.
Einstein se enfrentó a los misterios del universo con la modestia de talante y la ambición de miras de los hombres grandes. Siempre pensó que, como aquellos otros grandes pensadores de la historia de la humanidad, él era sólo un continuador de la obra de los científicos que le precedieron: alguien que caminaba a hombros de gigantes.
Pero al mismo tiempo, en las controversias teóricas de la primera mitad del siglo XX sobre el comportamiento de los cuantos, sobre determinismo y probabilidad estadística, aquel hombre que se presentaba a sí mismo como alguien que camina a hombros de gigantes parecía estar en diálogo permanente con una divinidad imaginada, como si él mismo hubiera sido testigo de la creación.
Este diálogo sobre las leyes de la naturaleza con una divinidad imaginada fue una constante fue llamativa en la exposición de sus ideas científicas, algo que sorprendió a la mayoría de sus colegas y contemporáneos. Lo encontramos ya cuando estaba elaborando la teoría de la relatividad: a propósito de la idea de que la masa es una medida directa de la energía que contiene un cuerpo y la equivalencia, por tanto de masa y energía, Einstein escribía: «La idea me atrae y me divierte, pero no puedo saber si el Señor me está tomando el pelo y divirtiéndose».
Volvemos a encontrarlo en su crítica a la idea del «arrastre de éter» (Michelson): «El Señor[6] es sutil pero no artero […] La naturaleza esconde su secreto porque es sublime, no por astucia». Y en sus discusiones sobre mecánica cuántica: «La mecánica cuántica es muy impresionante. Pero una vez interior me dice que no es todavía la verdad. La teoría da mucho, pero difícilmente nos acerca más al secreto del Viejo. En todo caso, estoy convencido de que Él no juega a los dados». Incluso cuando argumenta a favor de la propia teoría de campos: «Los molinos del Buen Dios se ponen por fin a moler […] Pero no sé si el bello castillo en el aire tiene algo que ver con la obra del Creador. ¿Vas a preguntarme: ¿te ha cuchicheado Dios todo eso a la oreja?» (en carta a Besso).
También de esto han dejado testimonio, entre la atracción y la sorpresa, varios de sus colegas contemporáneos. Es como si se hubiera fundido en una sola persona la humildad del científico que sabe de qué está hablando (y huye de la retórica) con la conciencia de las limitaciones del conocimiento humano y con el sutil recurso, entre serio y humorístico, al diálogo con una divinidad a la que considera propicia.
II. Humildad, conciencia, sentido del humor, diálogo irónico con la divinidad del científico escéptico («soy un no-creyente profundamente religioso»): tal podría ser el fundamento de la responsabilidad moral, cívica, del científico en la época en que el ser humano, como decía Max Weber, ha probado ya al menos por dos veces el fruto del árbol de la ciencia[7].
Einstein estaba convencido de que el choque histórico entre ciencia y religión[8], aquel choque que desde el siglo XVII había llevado a las iglesias a desautorizar a Copérnico, a Galileo, a Darwin y a tantos otros, fue un error.
Un error debido, en su opinión, a la confusión de campos, a la invasión por parte de las religiones institucionales de un ámbito que no era propiamente el suyo.
Además de medir, calcular e imaginar las leyes que dan cuenta de lo que acostumbramos a llamar realidad, Einstein apreciaba ese otro tipo de conocimiento, sapiencial, que hay en los textos fundacionales de las grandes religiones; y, sin ser creyente, consideraba que las motivaciones últimas del científico no son distintas de las que inspiraron a quienes escribieron aquellos textos fundacionales de las religiones. Ironizaba sobre la fe del carbonero, pero decía de sí mismo que era religioso en el sentido más auténtico de la palabra «religación», en el sentido spinoziano. Veía la relación entre la divinidad y el universo con los mismos ojos con que la vio Spinoza, el filósofo judío expulsado de la sinagoga.
Esto último es importante no sólo para entender la obra de Einstein en su conjunto sino también para explicar su concepto de la responsabilidad cívica del científico. Pues la conciencia de ser judío fue precisamente el impulso primero, en su caso, para la fundamentación de esa responsabilidad.
Einstein ha dicho, con cierta contundencia, que descubrió por primera vez que era judío al regresar a Alemania, desde Suiza, en 1914; y que lo descubrió, como suele ocurrir en tantos casos, por la presión y las imposiciones de los otros.
En los años veinte hizo todo lo que estaba en sus manos por ayudar a la causa de los judíos en los comités internacionales de los que formó parte, viajando a los Estados Unidos de Norteamérica y a Inglaterra para apoyar a uno de los principales representantes del pueblo judío, Chiam Weizmann, que con el tiempo sería el primer presidente del estado de Israel.
En 1929 Einstein se declaraba firme defensor de la idea sionista y consideraba que el objetivo de establecer un centro judío en Palestina era digno de todos los esfuerzos. Pero cuando tenía que hablar entre los suyos, con los que él llamaba en ocasiones la tribu, Einstein hacía siempre un esfuerzo por limpiar la causa sionista de «los sedimentos del nacionalismo». Ponía el acento en que la suya no fue nunca una comunidad política, en que el objetivo del sionismo no es político sino social y cultural, en la voluntad de no ser considerados ciudadanos diferenciados de los del país en que habitan, en que la emancipación y la autodeterminación no tienen que negar los derechos de ciudadanía y, desde luego, en el entendimiento con los árabes en la cuestión de Palestina: «La nuestra jamás ha sido una comunidad política y jamás deberá serlo. Esto constituye la única y continuada fuente de donde se pueden extraer nuevas energías y el único ámbito dentro del cual se puede justificar la existencia de nuestra comunidad».
Einstein ha considerado el judaísmo como una tradición cuyos ideales habrían sido la búsqueda del saber, el amor a la justicia, la solidaridad y la independencia personal; ha pensado que estos ideales crearon un tipo de individuo que, en sus manifestaciones extremas, se caracteriza por la inestabilidad moral.
Cuando le preguntaron, en 1934, si existía una concepción del mundo judía contestó que, desde un punto de vista filosófico, no se puede hablar de tal cosa. Y que el judaísmo tampoco es un credo. Ni siquiera admitía que se pudiera hablar del judaísmo como una religión, al menos en el sentido corriente de la palabra, que vincula la religión a la transcendencia. Lo que Einstein veía en el judaísmo era alegría y asombro desbordantes ante la belleza y la grandeza de este mundo, así como una particular percepción del carácter sagrado de la vida que, en cierta ocasión, ejemplificó con un dicho atribuido a Walther Rathenau: «Si un judío dice que va a cazar para divertirse, está mintiendo».
En 1938, en un artículo solicitado por una revista neoyorquina, Einstein ampliaba esta noción del judaísmo como tradición subrayando que, más allá de la fe religiosa, lo que ha unido al colectivo de los judíos a lo largo de la historia ha sido el ideal de la justicia social conjugado con el ideal de ayuda mutua y tolerancia entre los hombres. La preocupación por la justicia social estaría ya en la introducción de un día semanal de descanso, algo que la humanidad tiene que considerar como una auténtica bendición.
Esta preocupación por lo social habría sido, en opinión de Einstein, el hilo de unión entre Moisés, Spinoza y Marx. La tradición judía estaría sostenida por el aprecio al quehacer intelectual, a la búsqueda, a la investigación, y por un fuerte espíritu crítico que se opone a la ciega obediencia a cualquier autoridad terrenal.
Como es comprensible, aquel sentimiento de pertenencia a la tribu o de enraizamiento se le acentuó a Einstein con el triunfo del nacional-socialismo en Alemania y con el conocimiento de las primeras agresiones a los judíos que le siguieron. Pero incluso en esta fase de acentuación del sentimiento de pertenencia mantuvo en lo esencial sus ideas sobre el judaísmo como tradición. Cuando en 1937-1938 empezaron a intensificarse en Palestina las hostilidades entre los colonos judíos y parte de la población árabe, durante un discurso que pronunció en la ciudad de Nueva York, en el que denunciaba el antisemitismo, Einstein reiteró su convicción de que la comunidad judía tenía que llegar a un acuerdo razonable y pacífico con los árabes y expresaba su opinión (aclarando que estaba hablando, en ese momento, a título personal) de que este acuerdo sería preferible a la creación de un estado judío con fronteras, ejército y poder político. Es más: en aquel discurso adelantaba ya Einstein su temor ante el peligro de que, a partir de aquella situación, y por reaccionar en términos precisamente de estado-nación, acabara desarrollándose un nacionalismo estrecho en las propias filas del judaísmo: «Ya no somos los judíos de los tiempos de los macabeos. Volver a ser una nación en el sentido político de la palabra equivaldría a desviarnos de la espiritualización de nuestra comunidad, de aquel legado del genio de nuestros profetas».
Mantuvo esta misma posición equilibrada hasta el final de su vida. En 1946 Einstein seguía protestando cuando se calificaba al movimiento sionista de «nacionalista». Justificaba el camino recorrido en su tiempo por Theodor Herzl, desde el cosmopolitismo al sionismo, por razones estrictamente defensivas: porque desde el affaire Dreyfus hasta la catástrofe en la Alemania nazi, y a pesar de la progresiva integración de los judíos en los diferentes países europeos, se les persiguió y asesinó no en tanto que alemanes, franceses o ingleses sino precisamente por ser judíos. Muchos, como él mismo, habrían descubierto o redescubierto sus raíces a través de la persecución. En esa polémica volvía repetir que el sionismo no habría sido, por tanto, un nacionalismo en sentido propio sino un movimiento de resistencia, un movimiento para la supervivencia.
Cuando, al acabar la segunda guerra mundial, la opinión pública conoció en detalle el sufrimiento de los judíos en los campos de exterminio, Einstein volvió a denunciar los crímenes del régimen nazi. En octubre de 1947 intervino en Nueva York en un acto conmemorativo de la resistencia de los judíos del gueto de Varsovia. Allí dijo estas palabras, no exentas de melancolía: «La solemne reunión de hoy tiene un profundo significado. Pocos años nos separan del más horrible crimen de masas que la historia moderna tiene que relatar; un crimen cometido no por una masa de fanáticos, sino por un frío cálculo del gobierno de una nación poderosa. El destino de las víctimas que han sobrevivido de la persecución alemana es el testimonio del grado en que se ha debilitado la conciencia moral de la humanidad».
Incluso conociendo, como conocía, la dimensión de la ofensa y el horror sufrido por su pueblo, Einstein siguió conservando la distancia crítica respecto de las actuaciones del estado de Israel cuando consideró que éstas chocaban con lo que dictaba su conciencia.
En una situación del todo excepcional, cuando, en noviembre de 1952, después de la muerte de Weizmann, el primer presidente del estado de Israel, Ben Gurion le hizo una oferta para que fuera él quien le sucediera en el cargo, rechazó la propuesta. Adujo entonces dos motivos. Primero contestó en tono oficial agradeciendo el honor que se le hacía y reiterando que la relación con el pueblo judío había sido siempre su lazo humano más fuerte, pero comunicando que, precisamente por su formación como científico, no se creía con experiencia ni aptitudes para desempeñar funciones públicas de ese rango. Pero a continuación declaró a un periódico judío que en su decisión, al rechazar el ofrecimiento, había contado también otra reflexión, a saber: la eventualidad de que el gobierno o el parlamento del estado de Israel pudieran tomar decisiones que fueran contra su propia conciencia. Como en otros muchos casos, Einstein anteponía en éste la conciencia individual a la razón de estado o a la utilización de su imagen pública incluso en favor de una causa que compartía, con la consideración ahora de que «el que uno no pueda influir realmente en el curso de los acontecimientos no le exime de responsabilidad moral».
Ya casi al final de su vida, en enero de 1955, Einstein reiteraba que el aspecto más importante de la política judía, aquel que debía estar siempre presente, era el deseo de instaurar una completa igualdad para los ciudadanos árabes con los que había que convivir.
III. Tal vez lo que más impresiona de Einstein a estas alturas del siglo XXI es que, habiendo sido sobre todo un físico y un matemático generalmente absorbido por los problemas teóricos de la ciencia, de lo que en la época se llamaba la ciencia «pura», nos haya legado tantas ideas sugestivas y tantas opiniones lúcidas sobre el mundo «impuro» de aquí abajo.
Pues además de físico innovador e imaginativo, Einstein fue un humanista; y desde 1914, cuando todavía no era la leyenda que llegaría a ser, intervino frecuentemente, para decir lo que pensaba, sobre la mayoría de los problemas sociales y controversias políticas que agobiaban a los contemporáneos.
Aunque en ocasiones lo niegue, Einstein no tenía un alto concepto de la especie de la que formaba parte. Varias veces a lo largo de su vida, y no sólo en los períodos bélicos, describió a la especie humana como «manicomial». Frecuentemente empleó la palabra «locura» para referirse a los comportamientos colectivos de los humanos, sobre todo de sus dirigentes políticos, de la autoridad, de los que mandan, de los que ven el mundo desde arriba.
Combinó el espíritu crítico con un acentuado sentido del humor, en ocasiones negro. Criticó con dureza el patriotismo prusiano y el antisemitismo, las instituciones militares y la burocracia administrativa, la barbarie que trajo al mundo el nacional-socialismo, la represión despiadada ejercida por el estalinismo y la reaparición del «poder desnudo» que representó el macartismo. Denunció la militarización y la mercantilización de la ciencia, las armas atómicas y el horror de la guerra en todas sus fases.
A veces se ha dicho que en los asuntos humanos, en lo tocante a los problemas sociales y políticos, Einstein era un ingenuo inveterado que se dejó arrastrar por «las malas compañías». No es así. Si su obra científica estuvo siempre inspirada por el realismo y por lo que se podría llamar un racionalismo atemperado[9], su filosofar sobre los asuntos públicos está recorrida por un idealismo moral que casi siempre acaba aliándose con la ironía. Él sabía que ser idealista cuando uno cree vivir en Babia no tiene mérito, pero que lo tiene, y grande, seguir siéndolo cuando se ha conocido el hedor del mundo en que se vive.
Einstein no fue sólo crítico de ese mundo al que, desde la primera guerra mundial, solía comparar como un manicomio. También escribió en forma positiva sobre lo que podría ser un mundo mejor.
Fue pacifista y supo matizar su pacifismo radical a tenor de las circunstancias que le tocó vivir. Defendió la objeción de conciencia y la desobediencia civil frente al militarismo y el autoritarismo, pero supo decir que eso no bastaba para hacer frente a la barbarie nazi. Defendió el valor de la democracia ante las distintas tiranías de su época, pero supo decir, antes y después de la segunda guerra mundial, que no todo lo que navega con el nombre de democracia en nuestro mundo merece llamarse así.
Apoyó al socialismo en Alemania al acabar la primera guerra mundial, cuando era todavía joven, y volvió a apoyarlo, ya viejo, en EE.UU. Y en 1949, en Monthly Review, supo argumentar, mejor que muchos otros filósofos sociales, por qué el socialismo (frente a la anarquía capitalista) y qué socialismo (frente a la mera socialización de los medios de producción)[10].
Había en el pacifismo[11] y en el socialismo de Einstein un fondo libertario: «La conciencia», escribía en 1954, «está por encima de la autoridad del Estado».
Hay otros muchos ejemplos del compromiso cívico de Einstein como científico. Acabaré con uno que me parece particularmente relevante.
Casi al final ya de su vida, Albert Einstein se carteaba con el filósofo contemporáneo al que más apreció: Bertrand Russell. De este carteo saldría su última intervención importante en los asuntos públicos. En efecto: el 11 de febrero de 1955 Russell, profundamente inquieto por la dimensión que estaba tomado la carrera armamentística, le proponía al científico encabezar una declaración solemne contra las armas nucleares para evitar la guerra.
Unos días después Einstein daba su acuerdo, sugería que había que hacer una declaración pública firmada por personalidades científicas de prestigio y de diferentes ideologías y avanzaba varios nombres para contactar, señaladamente Niels Bohr[12] y Leopold Infeld. Él mismo se ofreció para la gestión, cosa que hizo al menos con Bohr. En una nueva carta a Russell, el 4 de marzo, Einstein hacía otra sugerencia: unir al grupo de los firmantes a Albert Schweitzer.
Unos días antes de morir aún tuvo tiempo de conocer el texto redactado por Russell[13], de dar su firma y de manifestar su acuerdo con la lista de los firmantes. Einstein murió, a consecuencia de la rotura del aneurisma aórtico, el 18 de abril de 1955.
Se puede decir, por tanto, que su testamento ha sido este llamamiento a la responsabilidad cívica, ético-política, del científico en activo. Aquella llamada de atención a la humanidad, además de denunciar la carrera armamentista, subrayaba algo en lo que Einstein venía insistiendo desde años atrás: la necesidad de una nueva forma de pensar en la época de las armas de destrucción masiva.
La declaración solemne, que decía Russell, se suele conocer hoy con el nombre de Manifiesto Russell-Einstein. Y aunque este título, como suele ocurrir en tantos casos, tal vez no haga justicia a la labor de otros científicos firmantes del mismo, algunos de los cuales habían dedicado muchas horas de sus vidas a denunciar el riesgo de las armas atómicas y a proponer una nueva forma de abordar los problemas internacionales de la época, está en el origen de varias de las asociaciones internacionales de científicos responsables que han existido en la segunda mitad del siglo XX.
Mucho se ha escrito sobre la ambivalencia del genio científico, precisamente a propósito de Einstein (Holton). Pero ambivalencia no quiere decir, en su caso, ambigüedad. Escribiendo a propósito de Arnold Berliner, uno de los físicos que más había hecho a favor de la comunicación científica, Einstein recordaba un acertijo que tal vez se le puede aplicar a él mismo: «¿Qué es un autor científico? Respuesta: un cruce de mimosa y puercoespín»[14].
Y, desde luego, también en Einstein hay ambivalencias y contradicciones. Es sabido que en su consideración de las mujeres fue un antiguo (un pre-copernicano en esto, si se me permite la broma). Su defensa del socialismo democrático fue a veces acompañada por la exaltación de un aristocraticismo de la inteligencia que otras personas que se decían socialistas, aunque más inclinadas a alabar a las masas en abstracto, no llegaron a comprender bien. Y su rectificación del antimilitarismo radical cuando los nazis llegaron al poder, para rectificar de nuevo después de Hiroshima y Nagasaki y asumir las ideas de Gandhi, ha producido no pocas incomprensiones entre los pacifistas.
Esta ambivalencia es parte de la fascinación que produce un hombre que pasó mucho tiempo de su vida criticando a la autoridad y a quien, como él mismo apuntó con gracia, el destino condenó a ser autoridad.
Entender lo que Einstein quería decir cuando escribía sobre relatividad o cuando aducía la autoridad de una divinidad que no juega a los dados fue un reto para el pensamiento científico y filosófico del siglo XX. Dialogar con lo que Einstein tenía que decirnos sobre los asuntos humanos, incluso con sus ambivalencias y contradicciones, es todavía una tarea pendiente para quienes, como él, además de amar la ciencia, se sienten demócratas, socialistas, pacifistas o libertarios en el siglo XXI.
Querría terminar reproduciendo aquí las palabras de un amigo poeta, Vicente Luis Mora, que ha captado muy bien lo que puede dar de sí ese diálogo entre el científico y el humanista. Las tomo de un poema-homenaje, titulado «Bendito seas, Albert», que está incluido en el poemario Nova (Pre-textos, 2003), cuyo espíritu comparto:
Cualquier espacio es un espacio curvo
si suficiente masa lo deforma,
cualquier distancia es sólo un espejismo
y el tiempo es estirable por los lados
en esta relatividad funesta
parece no haber orden ni verdad
pero sucede justo lo contrario
la escritura de un libro es movimiento
un incesante viaje por la lengua
si el movimiento es rápido –si es bueno
y se aproxima al propio de la luz
el tiempo se retrasa y se comprime
visiblemente el cuerpo en traslación
no menosprecies estas conclusiones
moverse es dirigirse siempre al este
ganarle tiempo al tiempo cuando escribes
literatura es postergar la muerte
por un albur genial –bendito seas
A.E- aquel que más ha escrito,
el que ha viajado más y por más tiempo,
aquel que nunca quiso regresar
es el más joven.
Anexo 1: Einstein sobre el socialismo.
Publicado en Revista de Economía Crítica, n.º 4, julio de 2005, pp. 143-146.
Albert Einstein publicó el artículo «¿Por qué el socialismo?» en el primer número de Monthly Review, que vio la luz, en Nueva York, en mayo de 1949. En este número inaugural de la revista el físico estaba bien acompañado: Paul M. Sweezy, Otto Nathan y Leo Huberman escribían, respectivamente, sobre la evolución reciente del capitalismo en América, la transición al socialismo en Polonia y el movimiento socialista en EE.UU. Sweezy y Huberman fueron miembros fundadores de Monthly Review; Nathan fue la persona que hizo las gestiones para obtener la colaboración de Einstein.
Otto Nathan (1893-1987), economista de la universidad de Nueva York, mantenía una estrecha relación con Einstein por lo menos desde 1934, fecha en la que habían colaborado en la campaña mundial a favor de la concesión del Premio Nobel de la Paz al pacifista Carl von Ossietzky. De ideas inequívocamente socialistas y antimilitaristas, como se puede comprobar por las notas que puso a su edición de los escritos de Einstein sobre la paz, Nathan iba a ser, con Helene Dukas, albacea testamentario del físico. En 1949 era ya el más íntimo de los amigos de Einstein (en http://specialcollections.vassar.edu/einstein/correspondence.html se puede ver la correspondencia cruzada entre los dos), de manera que podemos suponer que le costó poco trabajo convencerle para que escribiera en Monthly Review, revista a la que él mismo se consideraba vinculado, a pesar de que el físico amigo sólo había dedicado antes algunos párrafos ocasionales al asunto que había de tratar: el socialismo, así en general.
La aparición de Monthly Review, que se presentaba como publicación socialista independiente, provocó enseguida una investigación del FBI[15]. En un informe secreto redactado unos meses después de que saliera aquel primer número, el FBI consideraba la revista como un órgano de expresión del comunismo organizado y a sus colaboradores, agentes del partido comunista norteamericano. El mismo Einstein estaba siendo investigado prácticamente desde su llegada a los EE.UU. por sus ideas libertarias y socialistas. Un poco antes de que apareciera su artículo sobre el socialismo, la revista Life, en la entrega del 4 de abril de 1949, se había hecho eco de las sospechas de la policía. Así que no es extraño que a partir de la aparición de «¿Por qué el socialismo?» el FBI multiplicara las investigaciones y los informes sobre el científico. De hecho, el Departamento de Estado norteamericano parece haber visto en el artículo de Einstein algo así como la confirmación de las sospechas del FBI.
Leído ahora, o sea, ateniéndose sólo al contenido del ensayo de Einstein, todo eso suena a paranoia. Y no hay duda de que investigaciones y sospechas son parte de la paranoia de aquella fase de la «guerra fría» que culminaría en la caza de brujas de la época del macartismo (a Nathan, por ejemplo, acabarían retirándole el pasaporte norteamericano). Pero «socialismo» en la paranoia de la época significaba casi exclusivamente prosovietismo. Y cuando se preparaba el primer número de Monthly Review la administración norteamericana estaba obsesionada con la posibilidad de que el gobierno de la URSS consiguiera hacerse con el secreto de la bomba atómica, lo que implicaba poner bajo sospecha a todo físico o amigo de físicos que hubiera hecho declaraciones a favor del socialismo.
Al reeditar, en el año 2000, aquel célebre artículo de Einstein, la redacción de Monthly Review lo ha acompañado con una nota en la que además de recordar esa historia de sospechas paranoicas, que hoy es bien conocida por la descalificación de los papeles del FBI, llama la atención acerca de algo que conviene tener en cuenta, a saber: que incluso después de que la revista Time, en 1999, proclamara a Einstein «personaje del siglo» aún se sigue tratando de ocultar o tergiversar las simpatías socialistas del científico. En unos casos, los menos, por el procedimiento de airear como verdad las sospechas paranoicas de los servicios secretos sobre el vínculo de Einstein con la Unión Soviética estalinista; y en otros casos, lo más, sugiriendo que en los asuntos socio-políticos Einstein era un ingenuo, sin pensamiento propio, que se dejó arrastrar por las «malas compañías» (entre ellas la de los editores de Monthly Review).
***
A todo eso, al presentar ahora «¿Por qué el socialismo?», habría que añadir algo que no debe pasar desapercibido: en la mayoría de las reediciones del artículo de Einstein, desde los años cincuenta del siglo pasado y en todas las traducciones que conozco, ha desaparecido su párrafo final, que era precisamente una manifestación de confianza en el papel de servicio público que, según Einstein, estaba llamada a jugar Monthly Review en 1949. Ese párrafo decía así: «Clarity about the aims and problems of socialism is of greatest significance in our age of transition. Since, under present circumstances, free and unhindered discussion of these problems has come under a powerful taboo, I consider the foundation of this magazine to be an important public service»[16].
Hay unas cuantas cosas que un economista crítico apreciará hoy al leer o releer el texto de Albert Einstein «¿Por qué el socialismo?».
La primera es su prudencia sobre lo que la ciencia económica puede decir acerca del socialismo. Esta prudencia no es sólo captatio benevolentiae de un físico que empieza preguntando si alguien que, como él mismo, no es experto en cuestiones económicas y sociales puede opinar con conocimiento de causa sobre la necesidad del socialismo; y que sabe, además, que está dirigiéndose a lectores que tendrán mayormente formación económica. Es algo más que eso: es prudencia de un hombre que sabe lo que es el proceder científico propiamente dicho, como se ve enseguida cuando, al contestar afirmativamente a aquella pregunta, argumenta sobre las diferencias metodológicas entre las ciencias de la naturaleza y la economía.
El segundo aspecto apreciable para un economista crítico, y para todo aquel que aprecie lo que en un tiempo se llamó «economía política», es la claridad con que Einstein expresa el fondo moral o ético que mueve la aspiración al socialismo, y que, por tanto, argumentar a favor del mismo no es sólo cosa de la ciencia o del análisis económico. Ahí Einstein refuerza la prudencia metodológica anterior: la ciencia no puede establecer fines sino sólo aportar medios para lograr fines socio-éticos. Razón por la cual hay que escapar a la infatuación científica y asumir que los especialistas no son los únicos con derecho a expresarse sobre cuestiones que atañen a la organización social. Afirmación que, viniendo de quien viene, y en tiempos en los que dominaba el positivismo, tiene doble mérito.
La tercera cosa que creo que hay que subrayar en «¿Por qué el socialismo?» es la orientación filosófico-antropológica de la argumentación, muy en consonancia con el talante ético de la aspiración al socialismo: la convicción de que el ser humano es a la vez un ser solitario y un ser social, que tiene que luchar permanente entre las pulsiones (egoísta y altruista) que de ahí se derivan, pero cuyas actitudes no están directamente determinadas sin más ni por la biología ni por el ambiente. Cierto: hay condiciones que no podemos modificar (y en esto la ciencia tendrá cosas que decir), pero no estamos condenados por la biología, ni tampoco por la anarquía económica que el capitalismo crea, a aceptar la competición permanente, la lógica del beneficio privado y el triunfo de las pulsiones egoístas.
Aún hay un último apunte en este artículo seguramente apreciable para todos, economistas críticos y personas sensibles. Es la sencillez con que Einstein, juntando la idea marxista clásica del valor-trabajo con el institucionalismo de Thorstein Veblen (el autor por quien más simpatía sintió en esa época[17]), expone la necesidad del socialismo para salir de la crisis cultural o de civilización a la que el capitalismo ha conducido a la humanidad. Una sencillez que va unida a la claridad con que el físico distingue lo que puede ser el socialismo de lo que, a pesar de navegar con ese nombre, todavía no lo era.
De esas cuatro cosas, la última, la que responde al título del artículo, es hoy la más problemática. Y lo es, paradójicamente, por lo que ahora nos parece más obvio: porque no siempre se ha distinguido con la sencillez y claridad de Einstein entre lo transformable y las condiciones que no podemos modificar los humanos, y entre lo que puede ser el socialismo y lo que no es.
Einstein entiende aquí por socialismo una sociedad en la que se han socializado los medios de producción, con una economía planificada que ajusta la producción a las necesidades de la comunidad, redistribuye el trabajo para garantizar el sustento de todos y educa a los ciudadanos para promover sus capacidades naturales y sus responsabilidades cívicas. En sustancia: socialismo es lo que pensaron los clásicos del socialismo y lo que ha pensado que tiene que ser el socialismo la mayoría de la gente que aspira a ello. Pero Einstein, que ya había criticado con anterioridad el estalinismo y el sistema soviético, advierte a sus lectores que una economía planificada no es todavía socialismo, que una economía planificada puede ir acompañada de la completa esclavitud del individuo. Por eso termina su artículo con preguntas, tan serias como simples, sobre la forma de evitar la burocratización, garantizar los derechos individuales y potenciar los contrapesos democráticos.
Tal vez no sea esto (prudencia metodológica, afirmación de la finalidad del socialismo como intención ética, atención a la antropología y distinción clara y sencilla entre lo que puede ser y lo que no puede ser) lo que espera el ideólogo del socialismo del discurso del científico. Pero una cosa me parece segura: cuando vuelva a hablarse de socialismo en serio mejor será partir de la punta libertaria que hay en Einstein que volver a hacer de la necesidad virtud para, en unos casos, perder la virtud y convertir en otros casos la necesidad en autoritarismo.
Anexo 2: Para la presentación del Einstein en Málaga.
No fechado. Probablemente, otoño de 2005.
I. Hace unos pocos meses, en abril, se cumplían los 50 años de la muerte de Einstein. No han pasado en balde, pero la leyenda que Einstein fue en vida se ha consolidado durante estos cincuenta años. Si uno consulta ahora a san Google, buscando a Einstein, encontrará 12.900.000 entradas[18].
Pues bien, lo que ahora nos reúne aquí, en la librería Prometeo, gracias a la iniciativa de Ana Jorge y a la hospitalidad de Paco Puche[19], es una de esas 12.900.000 cosas escritas sobre Einstein. De modo que, vista la cosa así, es como para bajar los humos a cualquier autor que pretendiera presentar su obra como original.
Para escribir Einstein: ciencia y conciencia no he leído, por supuesto, esos doce millones y pico de entradas sobre Einstein. Así que podréis decir, con razón, según los humores de cada cual, que no lo sé todo sobre Einstein o que este retrato publicado por El viejo topo es una motita en la galaxia einsteiniana.
En cambio sí que he leído una de las últimas noticias periodísticas de san Google a la que querría hacer referencia aquí porque me parece relevante. Es una noticia de la agencia EFE, que cita al diario Jerusalem Post. Dice así: «La Universidad Hebrea de Jerusalén, que es heredera de los escritos y otros bienes de Albert Einstein, informa que recibirá de la Corporación Walt Disney dos millones seiscientos mil dólares durante 50 años por utilizar el nombre del autor de la teoría de la relatividad para una línea de juguetes educativos, ‘Baby Einstein’. El juguete llevará además la impresión del logotipo de la Universidad. La Corporación Walt Disney empleará el nombre de Einstein en un libro con páginas de material plástico para que los niños pequeños puedan jugar con él en la bañera, y en un juguete musical que, al ser activado, les dice a los niños: Tienes que ser Einstein para saber cómo apagarlo».
Hasta la fecha, las autoridades universitarias habían rechazado tres ofrecimientos, uno de ellos por el derecho a emplear la imagen del sabio en un concierto de la cantante Madonna; el segundo de una firma que pretendía utilizar su imagen para promover la venta de vodka; y el tercero, del Departamento de Defensa de los EE.UU., para impulsar uno de sus programa. Comentado su acuerdo con la Walt Disney, la susodicha Universidad ha declarado a los medios de comunicación de Jerusalén que «Einstein estaría encantado al conocer la noticia».
II. Osease: que cincuenta años después de la muerte de Einstein, al menos en esto de la manipulación de la imagen del científico, estamos donde estábamos. Pero es casi seguro que si se hubiera enterado de una cosa como ésta el viejo Einstein habría reaccionado recurriendo al humor. Muy probablemente con buen humor. Y no porque apreciara lo que Walt Disney representa, sino por los niños, porque a Einstein le gustaba dialogar con los niños, explicarles cómo se apagan y cómo se encienden los utensilios que se apagan y se encienden y algunas otras cosas a las que daba más importancia que a esa trivialidad. Cosas como: cómo educarse para la paz, cómo aprender música con provecho, cómo aprender matemáticas sin ser un genio o cómo salirse de un rebaño de ovejas cuando la autoridad de turno quiere convertirnos en ovejas…
En varias de biografías que he leído para escribir este retrato que presentamos ahora se dice que, además de ser un genio científico, Einstein tenía un carácter infantil. Y a veces se añade que cuando trataba de asuntos no científicos, o sea, de asuntos públicos controvertidos, socio-políticos o ético-políticos, Einstein no sólo era infantil sino de un ingenuo incorregible. Sintomáticamente, esas cosas se suelen decir de Einstein, en algunas de las biografías, al enjuiciar su pacifismo y su antinacionalismo durante los años de la primera guerra mundial, o su aproximación a los consejistas anarco-comunistas durante la revolución alemana[20], o la radicalización de sus preocupaciones sociales en la Europa de entreguerras; o al comentar su carta al presidente Roosevelt en 1939, su oposición a la carrera armamentista al acabar la segunda guerra mundial, su reiterada propuesta de un gobierno mundial para hacer frente al peligro de guerra atómica, su defensa de la desobediencia civil en la época del macartismo, su toma de partido a favor del socialismo en la Monthly Review o la reafirmación del gandhismo y la no-violencia en los últimos años de su vida.
De crear a algunos de estos biógrafos, Einstein habría sido una especie de vizconde demediado que alcanzaba las más altas cumbres de la inteligencia humana cuando se ponía a hacer cálculos matemáticos sobre la estructura del universo y luego metía la pata una y otra vez, por infantilismo (o por «las malas compañías», como sugiere algún que otro biógrafo), al ocuparse de los asuntos públicos de este mundo terrenal.
Ha sido la insistencia de algunos biógrafos en este Einstein demediado, genio-infantil, el principal impulso que me ha llevado a escribir este retrato para El viejo topo. Y no –tengo que confesarlo– porque crea yo en la imposibilidad material del genio científico infantil o del científico inapto (e incluso inepto) para los asuntos públicos, que ha habido casos así a lo largo de la historia y en el presente, sino porque tal interpretación no me cuadraba con la lectura que iba haciendo precisamente de aquellos escritos en los que Einstein aborda algunos de los principales problemas socio-políticos de la época en que le tocó vivir.
III. Me preguntaba yo qué tiene de ingenuo o de infantil un hombre que escribe, en su juventud, que «el hambre y el amor son y seguirán siendo instintos tan importantes de la vida que, si se olvidan otros hilos conductores, casi todo se puede explicar por ellos»; o que «ser idealista cuando se vive en Babia no tiene ningún mérito pero lo tiene, en cambio, el seguir siéndolo cuando se ha conocido el hedor de este mundo».
¿Puede realmente llamarse ingenuo o infantil a hombre que ha escrito, en su vejez, que «la supremacía de los tontos es insuperable y está garantizada para siempre», para añadir a renglón seguido que «por suerte, la falta de coherencia de estos mismos tontos alivia el terror de su despotismo»; o que «los contrastes y contradicciones que pueden pervivir permanente en un cráneo hacen ilusorios todos los sistemas de los optimistas y de los pesimistas políticos»?
Era yo consciente de que, aun teniendo esto en cuenta, se puede contestar a la pregunta anterior diciendo que sí, que, efectivamente, hay en la obra de Einstein muchos aforismos y pensamientos de ese tenor y que, en cierto modo, atendiendo a ellos, habría que llegar a la conclusión de que Einstein no fue sólo un físico matemático sino también un filósofo de la naturaleza y un pensador humanista, pero que no obstante –y ahora no sólo como físico sino como pensador– en sus intervenciones públicas siguió comportándose como un niño, ingenuamente. Pues, al fin y al cabo, también ha habido y hay pensadores (e incluso filósofos de profesión) que no se enteran de lo que vale un peine cuando pasan de la teoría a la acción en los asuntos públicos de este mundo nuestro.
Pues bien: creo que si algún mérito tiene este retrato mío es que, además de mostrar con cierto detalle que la obra de Einstein no es sólo interesante desde el punto de vista de la historia de la ciencia sino también desde la perspectiva de la historia de las ideas en general, pone de manifiesto, o al menos así me lo parece, que también las razones que Einstein adujo para defender las causas que defendió (la del pueblo judío, la del pacifismo, la del socialismo democrático, la del gandhismo…) eran sólidas, nada ingenuas y menos aún infantiles.
Tal vez se pueda decir que en la obra no propiamente científica de Einstein hay mucho «pensamiento crudo» (en el sentido en que Bertolt Brecht empleaba esta expresión) y mucho pensamiento dialógico, no sistemático, pero muy poca ingenuidad. Prueba esto último la importancia recurrente que tienen en su obra las palabras extrañeza (referida a él mismo), locura (en referencia a la especie de la que es parte) y misterio (en referencia al universo y a lo que se es).
Como ha señalado Holton, hay, sí, una gran ambivalencia en Einstein, una ambivalencia no exenta de contradicciones. Pero incluso esa ambivalencia, que hace difícil meterlo en uno de los cajones establecidos por la filosofía en general, por la filosofía de la ciencia en particular o por la filosofía moral y política, es fructífera.
Lo fue ya en vida del propio Einstein: sin él no se puede explicar el desarrollo de la filosofía de la ciencia entre 1930 y 1960. Y lo es más aún 50 años después de su muerte, pues incluso en el ámbito en que cosechó mayores críticas -el del pensamiento ético-político– lo que dijo y escribió nos parece ahora, por comparación con lo que dijeron y escribieron otros muchos grandes contemporáneos suyos, prudente y sabio, discreto en su rebeldía frente al absolutismo y el poder desnudo y digno en sus relaciones (que las tuvo) con los de arriba, con los poderosos.
Basta con releer su correspondencia con Freud, fijarse bien en los argumentos de «Qué es socialismo?» o volver sobre sus escritos acerca de la paz y la responsabilidad del científico en la época de las armas de destrucción masiva para darse cuenta de que, también en estas cosas, Einstein estaba elaborando un pensamiento, una nueva forma de pensar, que nos toca directamente. Si se me permite la broma, diría que, para estas cosas de las que estoy hablando, la fórmula E=mc2 se podría traducir así: la Emancipación (de la humanidad) será igual a la multitud (activa) con conciencia al cuadrado…
Y en cuanto a las contradicciones, ¿quién nos las tiene? Lo ingenuo, lo de verdad infantil, es pretender no haberlas tenido. No lo es, en cambio, saber que hay que hay que cargar dignamente, y con humor, con esa cruz a la que llamamos contradicción. Y Einstein lo sabía. Por lo menos al final de su vida. Dijo a este respecto: «Para castigarme por mi desprecio de la autoridad, el destino me convirtió a mí mismo en una autoridad».
Anexo 3. Prólogo de Albert Einstein. Ciencia y conciencia.
Se cumplen ahora cien años de la publicación, en Annalen der Physik, de los artículos en que Einstein dejó formulada la teoría de la relatividad especial. Y se cumplen también cincuenta años de la muerte del físico que fue unas cuantas cosas más. En los cincuenta años que transcurrieron desde la publicación, en 1905, de aquellos artículos pioneros que cambiaron el curso de la física hasta la muerte de Einstein, en 1955, éste se había convertido en una leyenda en vida. Y, en los siguientes cincuenta años transcurridos desde que nos dejó hasta la fecha en que escribo, esta leyenda no ha dejado de crecer.
Se trata de un caso insólito en la historia de la ciencia, que de todas las historia de la historia era la menos amiga de las leyendas. Pero al mismo tiempo es un caso que dice mucho sobre un siglo que ha elevado a la ciencia a las más altas cumbres y ha convertido el pensamiento científico no sólo en compañero inseparable del pensamiento filosófico sino, hasta cierto punto, en parte sustancial de lo que se podría llamar sentido común ilustrado de la humanidad.
Muy pocos personajes del siglo XX, incluidos aquellos políticos o humanistas que en vida fueron adorados por el gran público, habrán tenido el honor de ser honrados hasta tal punto por sus contemporáneos. Cuando Einstein abandonó Alemania, huyendo del nazismo, para instalarse en los Estados Unidos de Norteamérica era ya una leyenda. Su nombre aparecía en los principales medios de comunicación de todo el mundo con una frecuencia rara tratándose de un científico. La cultura norteamericana contribuyó aún más a hacer de él una leyenda fuera de los departamentos universitarios y de los laboratorios dedicados a investigar las leyes de la naturaleza.
En los últimos años de su vida, desde el término de la segunda guerra mundial, Einstein recibía más cartas y consultas que la mayoría de los personajes mediáticos de la época (incluidos políticos y humanistas). Le escribían físicos y estudiantes de secundaria; matemáticos y pedagogos; pacifistas y reinas; cónsules y filósofos; objetores de conciencia y abridores de ojos. Y lo que es más llamativo: le escribían y consultaban muchas personas de la calle que nunca le trataron personalmente ni le conocían apenas de nada. Algunas de esas personas le levantaron monumentos en sus pueblos y otras le preguntaban o le pedían consejo sobre los asuntos más variopintos: qué pensaba sobre la estado de la educación en la época; cómo se ve el mundo desde las alturas de la teoría de la relatividad; qué hay que hacer para convertirse en un buen matemático; qué relación hay entre ciencia y religión; cómo construir una cultura de la paz; por dónde empezar para lograr el establecimiento de un gobierno mundial en un mundo dividido; qué piensa un físico de la música; qué quería decir cuando decía que Dios no juega a los dados; o cómo veía un científico el socialismo (el «realmente existente» y el otro, aquel que algún día tendría que existir).
Lo notable es que Einstein, que solía contestar con paciencia y dedicación la mayoría de las cartas que recibía y la mayoría de las preguntas que se le hacían (incluso aquéllas que cualquier otro hubiera considerado intempestivas), siempre pensó que era un misterio indescifrable la causa por la que se le honraba tanto, se le consultaba tanto y se le solicitaba tanto. Cuando afirmaba que eso, en su caso, era un misterio no lo decía por posar o por coquetería intelectual. Lo creía realmente así. Esta creencia tiene que ver con la modestia, con la humildad del científico. Y es aún más notable que el que contestara cartas intempestivas de remitentes a veces desconocidos. Le parecía una paradoja el que un individuo como él, que se consideraba un raro, un extraño, un viajero solitario, un constructor de ecuaciones cuyo significado sólo entendía una minoría de los científicos contemporáneos, pudiera estar convirtiéndose en eso que ahora llamamos un personaje mediático.
Que, al acabar la centuria y hacer repaso de los grandes hombres que en el mundo han sido, la revista Time diera a Einstein el título póstumo de mente del siglo XX, entre tantos grandes nominados, se debe sin duda a su contribución, como físico, a la formulación de la teoría especial y general de la relatividad; teoría que, efectivamente, como se ha dicho tantas veces, cambió nuestra concepción del universo. Pero se puede pensar que este título, sobre cuya justicia parecen coincidir por una vez Agamenón y su porquero, no se ha debido sólo a que Einstein haya sido un científico genial sino también a lo que él mismo aludía, modestamente, con la palabra misterio y que ahora sabemos que no era tal.
Se puede pensar, pues, que este nuevo reconocimiento, al acabar el siglo XX, se debe a que Einstein fue un científico clásico de los que ya no quedan (o apenas quedan), es decir, un científico-filósofo que sabe pensar en los problemas sustantivos de su ciencia, en las cuestiones de método y en las derivaciones más generales de las teorías que inventa, y a que ha sido, a la vez, un pensador que sabe que la ciencia es también una pieza cultural y que, sabiéndolo, anticipa (sobre todo en sus últimos años, justamente cuando se siente solo o en minoría) lo que podríamos llamar la primera autocrítica de la ciencia en un mundo en el que ésta, la ciencia misma, está mostrando ya su lado malo, su peor cara: la de la infatuación.
Además de físico grande, Einstein ha sido también un científico particularmente sensible ante los problemas socio-políticos de su época y un librepensador humanista. No escribió de forma sistemática sobre los asuntos que suelen ocupar a los filósofos licenciados, pero al contestar a preguntas y solicitudes de tantas personas distintas (entre ellas no pocos filósofos) legó a la humanidad pensante y sufriente un corpus de ideas y opiniones cuyo interés y pregnancia ha puesto de manifiesto el paso del tiempo. Este otro aspecto de la vida y de la obra de Einstein, el de librepensador, no siempre se ha subrayado como conviene. Pero al cabo del tiempo, cuando se hace el esfuerzo de reconstruir con calma lo que fueron sus ideas y opiniones sobre la guerra y la paz, sobre la condición humana, sobre la ciencia en su historia, sobre la responsabilidad del científico en la época de las armas de destrucción masiva, sobre la educación, sobre la religión, sobre el judaísmo y sobre el socialismo, se entiende mejor aquella atracción que el hombre Einstein producía y que él consideró siempre un misterio.
***
Empecé a trabajar sobre la obra de Einstein hace veinte años mientras enseñaba metodología de las ciencias sociales en la Universidad de Valladolid. Me interesaban entonces dos cosas: su consideración teórica de la ciencia y la ambivalencia de su pacifismo. Eran aquéllos años en los que, por una parte, la filosofía de la ciencia se separaba inequívocamente del positivismo y del neopositivismo y, por otra, sentíamos la posibilidad de una guerra librada con armas nucleares como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Me parecía entonces que la concepción einsteniana de la ciencia y el pacifismo de Einstein constituían una excelente brújula para orientarse en tiempos de perplejidades ideológicas y de tinieblas.
Publiqué los resultados de aquella reflexión en la revista mientras tanto y luego, en italiano, en un volumen titulado Albert Einstein filosofo della pace (Gangemi Editori, Roma, 1989). Casi simultáneamente hice de Einstein tema principal para una memoria académica que pretendía moverse entra la filosofía de la ciencia en acto y la preocupación ético-política. Pero por entonces empezaron a editarse los primeros volúmenes de The Collected Papers of Albert Einstein, con documentación nueva e inédita, e interrumpí aquella reflexión a sabiendas de que la investigación en curso en la Universidad hebrea de Jerusalén y en la Universidad de Princeton iba a proporcionar una visión mucho más amplia, detallada y completa del hombre Einstein que la que habíamos tenido hasta entonces. Así que agradezco ahora a Miguel Riera la oportunidad que me ha dado de volver, en este año Einstein y además en una colección de biografías, sobre aquel misterio que me sigue pareciendo fascinante para toda persona que se interese por la historia de las ideas. Lo que sigue en este libro sobre ciencia y conciencia es un primer resultado de esa fascinación que también yo siento.
Cuando en 1984 empecé a trabajar en este ensayo sobre Einstein pensaba dedicárselo a Manuel Sacristán[21] para celebrar sus sesenta años. Siendo yo un joven estudiante de filosofía, Sacristán me hizo ver la importancia de Einstein no sólo como científico sino también como pensador influyente en el filosofar no-licenciado del siglo XX. Por desgracia, fui muy lento en la redacción del texto, o tal vez quise mirar demasiado el diente del caballo antes de regalarlo, como aconseja Juan Ramón Jiménez, y Sacristán murió antes de lo que esperábamos quienes le queríamos. Ahora, mejorado el texto, o al menos eso espero, lo dedico a su memoria.
Anexo 4. Para En lucha. Albert Einstein: ciencia con conciencia
Texto no fechado. En lucha es (o era) el órgano de expresión de la UCE (Unificación Comunista de España). Además de ilustrar la enorme capacidad didáctica del autor, un ejemplo más de la ausencia de sectarismo en su comportamiento político-intelectual.
Albert Einstein dejó una profunda huella en el pensamiento del siglo XX. Se comprende que en 1999 hubiera un acuerdo muy amplio entre científicos y pensadores en considerarle el personaje más influyente de un siglo que, por otra parte, conoció tantas manifestaciones bárbaras que él denunció.
Entre 1905 y 1917 Einstein elaboró la teoría de la relatividad especial y general, uno de los logros más altos del pensamiento científico. Con ella cambió la concepción que los humanos tenemos del universo. Muchas de las cosas que hoy sabemos sobre el cosmos, sobre la relación entre materia y energía, sobre el movimiento de las partículas elementales y sobre las leyes que rigen la astrofísica es herencia de las intuiciones seminales de Einstein. Lo que él nos legó en el ámbito de la física y de la filosofía de la naturaleza sólo es comparable a lo que aportaron Copérnico, Galileo y Newton, los grandes de la época heroica de la ciencia. Su idea de que la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado se puede comparar al célebre binomio de Newton, del que el poeta Pessoa dejó dicho que fue una de las creaciones más hermosas de la inteligencia humana.
Einstein se enfrentó a los misterios del universo con la modestia de talante y la ambición de miras de los hombres grandes. Siempre pensó que, como aquellos otros grandes pensadores de la historia de la humanidad, él era un continuador de la obra de científicos que le precedieron: alguien que caminaba a hombros de gigantes. Pero al mismo tiempo, en las controversias teóricas del siglo XX sobre el comportamiento de los quantos, sobre determinismo y probabilidad estadística, Einstein parecía estar en diálogo permanente con una divinidad imaginada. Unió la humildad del científico que sabe de qué hablando y huye de la retórica con la conciencia de las limitaciones de nuestros conocimientos y con el recurso, entre serio y humorístico, al diálogo con una divinidad propicia.
Tal vez por esto Einstein estaba convencido de que el choque histórico entre ciencia y religión, aquel choque que desde el siglo XVII había llevado a las iglesias a desautorizar a Copérnico, a Galileo a Darwin y a tantos otros, fue un error. Un error debido a la confusión de campos, a la invasión por parte de las religiones institucionales de un ámbito que no era propiamente el suyo. Einstein apreciaba el conocimiento sapiencial que había en los textos fundacionales de las grandes religiones y, sin ser creyente, consideraba que las motivaciones últimas del científico no son distintas de las que tuvieron quienes escribieron aquellos textos fundacionales de las religiones. Se consideraba religioso en el sentido spinoziano; veía la relación entre la divinidad y el universo con los ojos de Spinoza.
Su visión del mundo y su concepción de las leyes de la naturaleza no encajan en ninguna de las grandes corrientes filosóficas del siglo XX. En distintos momentos de su vida Einstein criticó los excesos del positivismo, del empirismo lógico, de los idealismos (kantiano y hegeliano), de los marxismos y de los irracionalismos en ascenso. No tuvo una filosofía sistemática; pero su filosofar, su reflexión sobre la naturaleza, sobre las leyes que los hombres inventamos para entender lo que la naturaleza es y sobre el proceder científico, influyó mucho en la evolución de la mayoría de los representantes de aquellas corrientes. Sin Einstein no se puede entender la evolución del Círculo de Viena y del Círculo de Berlín; sin Einstein no se puede entender la evolución de Russell y de Popper. Einstein está presente en la obra de Cassirer y en la obra de Feyerabend, en científicos que filosofan como Kapitsa y en historiadores que saben de física como Holton.
Pero tal vez lo que más impresiona de Einstein a estas alturas del siglo XXI es que habiendo sido un físico y un matemático absorbido por los problemas teóricos de la ciencia, de lo que en la época se llamaba la ciencia «pura», nos haya legado tantas ideas sugestivas y tantas opiniones lúcidas sobre el mundo «impuro» de aquí abajo. Pues además de físico grande, Einstein fue un humanista; y desde 1914, cuando todavía no era la leyenda que llegaría a ser, intervino frecuentemente en la mayoría de los problemas sociales y controversias políticas que agobiaban a los contemporáneos.
Einstein no tenía un alto concepto de la especie de la que formaba parte. Varias veces a lo largo de su vida describió a la especie humana como «manicomial». Frecuentemente empleó la palabra «locura» para referirse a los comportamientos colectivos de los humanos, sobre todo de los dirigentes políticos, de los de arriba. Combinó el espíritu crítico con un acentuado sentido del humor, en ocasiones negro. Criticó duramente el patriotismo prusiano y el antisemitismo, las instituciones militares y la burocracia administrativa, la barbarie del nacional-socialismo y la represión estalinista, el «poder desnudo» representado por el macartismo. Criticó la militarización de la ciencia, las armas atómicas y la guerra en todas sus fases.
A veces se ha dicho que en los asuntos humanos, en lo que hace a los problemas sociales y políticos, Einstein era un ingenuo. No es así. Si su obra científica estuvo siempre inspirada por el realismo, por un racionalismo atemperado, su filosofar sobre los asuntos públicos está recorrida por un idealismo moral que tiene como aliada a la ironía. Él sabía que ser idealista cuando se vive en Babia no tiene mérito, pero que lo tiene seguir siéndolo cuando se conoce el hedor del mundo en que se vive. No fue sólo crítico de ese mundo que a veces comparaba como un manicomio. También escribió en positivo sobre lo que podría ser un mundo mejor.
Einstein fue pacifista y supo matizar su pacifismo a tenor de los acontecimientos del mundo. Defendió la objeción de conciencia y la desobediencia civil frente al militarismo pero supo decir que eso no bastaba frente a la barbarie nazi. Defendió el valor de la democracia ante las distintas tiranías de la época, pero supo decir, antes y después de la segunda guerra mundial, que no todo lo que navega con ese nombre en nuestro mundo merece llamarse así. Apoyó al socialismo en Alemania cuando era todavía joven y volvió a apoyarlo, ya viejo, en EE.UU. Y en 1949 supo argumentar, mejor que muchos otros filósofos sociales, por qué el socialismo (frente a la anarquía capitalista) y qué socialismo (frente a la mera socialización de los medios de producción).
Hubo en el pacifismo y en el socialismo de Einstein un fondo libertario. A veces ambivalente y no exento de contradicciones (por ejemplo, en su consideración de las mujeres fue un antiguo, un pre-copernicano en esto, si se me permite la broma). Dialogar con él, incluso con sus ambivalencias y contradicciones, es todavía una tarea pendiente para el socialista del siglo XXI.
Anexo 5. Albert Einstein sobre hechos y valores
Texto no fechado.
Einstein se ocupó en varias ocasiones de otro tema que en sus años de madurez parece haber considerado central: el de los límites del análisis reductivo y del formalismo propio del conocimiento científico positivo. De un matemático como Einstein no se puede esperar precisamente desprecio del formalismo en ciencia. Al contrario: para él era obvio que si se quiere evitar la imprecisión del lenguaje ordinario no hay más remedio que dedicarse a la matemática. Pero, dicho eso, como añade en una carta a Born, reconocía que el objetivo de la precisión sólo se logra a costa de una claridad completamente abstracta, de manera que el contenido vivo y la claridad pueden acabar haciéndose incompatibles, se rechazan mutuamente[22]. Durante algún tiempo Einstein pensó que este rechazo o esta incompatibilidad se estaba viviendo de un modo completamente dramático en el campo de la física. Por lo general, tendió a explicar la limitación del análisis reductivo y de los formalismos de dos maneras.
En primer lugar, aludiendo a las dificultades del proceder científico para dar cuenta de complejos fenomenológicos en los que interviene un número de factores demasiado grande. En ese caso –argumentaba Einstein– el método científico, limitado por su propia naturaleza al análisis, no puede captar conexiones que son de generalidad profunda. Tal afirmación está implicando la necesidad de mantener un punto de vista generalizador, globalizador, junto al análisis reductivo del proceder científico positivo. Por otra parte, Einstein acepta la distinción básica según la cual la ciencia trata de lo que es, mientras que, en cambio, acerca del deber ser no tiene nada que decir. Pero en este punto sus esfuerzos por encontrar mediaciones entre ambos planos revelan una oscilación que va desde la mutua tolerancia entre ciencia y sentimiento religioso hasta el reconocimiento de la posibilidad de fundamentar racionalmente ciertas concepciones del mundo.
Algunos pasos de sus escritos parecen estar sustentando, en efecto, la idea de que se trata de dos mundos irreductibles, irremisiblemente separados, por lo que el ámbito del deber ser, de los valores, del sentido y de la finalidad de la existencia apenas es susceptible de tratamiento racional. En cualquier caso, en las declaraciones que hizo sobre sus propias actividades esta separación entre el plano científico y el ámbito de los valores es muy radical. Por ejemplo, en una carta escrita el 20 de agosto de 1949, decía: «Mi trabajo científico tiene como motor una pasión ardiente e irresistible dirigida a comprender los secretos de la naturaleza, y ningún otro sentimiento. Mi amor a la justicia y la lucha por contribuir a mejorar las condiciones de vida de los hombres son completamente independientes de mis intereses científicos. Según esto, desde un punto de vista objetivo resultaría absurdo buscar el sentido de nuestra existencia individual». Einstein se ha referido varias veces a una opinión ajena según la cual tal vez la especie humana no tenga por qué seguir existiendo sobre la Tierra, siempre para añadir que tal opinión no puede refutarse por procedimiento racionales.
Ahora bien, la falta de fundamento científico-racional del sentido de la existencia humana individual y colectiva tampoco tiene por qué conducir necesariamente al pesimismo acerca de la vida del hombre en la Tierra. Optimismo y pesimismo son para Einstein estados de ánimo que cuando intentan convertirse en concepto global o en pensamiento filosófico resultan dar en vulgaridades. Como escribió en cierta ocasión a Edwing Born, el sentido o la finalidad de la existencia es algo que se capta inmediatamente o no se capta, el resultado, una vez más, de una especie de intuición previa: el sentido de la existencia se intuye, no se explica. De ahí que haya dos tipos de desesperación o de existencia desdichada: la que convierte un estado de ánimo en generalización antropológica acerca de la falta de sentido de la propia vida y de la de los demás, y la que es consecuencia del intento de argumentar en forma probatoria un significado progresivo o positivo de la vida humana.
El límite del racionalismo clásico frente a la problemática existencial es, para Einstein, su actitud de retroceso ante el misterio y el asombro, aquel miedo «enfermizo» a la metafísica que, en su opinión, se había adueñado del filosofar contemporáneo precisamente en las manifestaciones más próximas al saber científico; y la desembocadura del pesimismo generalizado es el nihilismo. Pero ante tales limitaciones contrapuestas cabe también –y ésta tendría que ser la actitud del científico que conoce los límites de su saber y se atreve a reflexionar acerca de los presupuestos y de las finalidades de la ciencia– establecer una distinción clara entre los planos científico-racional y moral-existencial con sus respectivos universos de discurso; distinción ésta que, en opinión de Einstein, permite asumir con distanciada modestia, docta ignorancia y sentido del humor, dentro de lo que cabe, la perenne contradicción de la vida humana.
En una de sus exposiciones sobre los límites de la concepción puramente racional de la existencia Einstein introduce, sin embargo, ciertos matices que son de interés en este contexto, porque precisan hasta qué punto es posible fundamentar racionalmente objetivos y finalidades propios de la concepción del mundo y que, por su naturaleza, escapan a la argumentación probatoria o demostrativa que es propia del análisis reductivo. En esa exposición repite Einstein su anterior razonamiento acerca de la limitación de este tipo de análisis practicado por la ciencia, aduciendo ahora que el método científico sólo puede mostrar cómo se relacionan los hechos entre sí y cómo están mutuamente condicionados; pero, a continuación, al referirse a la relación entre medios o instrumentos y finalidades u objetivos, aclara que el conocimiento científico de lo que es «no abre la puerta directamente a lo que debería ser». Distingue luego Einstein entre «ciertos fines», para lograr los cuales el análisis reductivo proporciona instrumentos poderosos, y «el objetivo último en sí», el cual está vinculado al anhelo de alcanzarlo y procede de otra fuente distinta de la ciencia.
El matiz que introduce el adverbio directamente y la distinción entre «ciertos fines» y «objetivo último» parecen estar sugiriendo ahí que son posibles mediaciones o intermediaciones entre la captación intuitiva de objetivos y finalidades últimas humanas y el conocimiento científico-instrumental de la realidad. Esta sugerencia resulta reforzada en el mismo texto por el uso que se hace en él de las expresiones método científico, conocimiento objetivo y pensamiento inteligente. El primero de ellos se emplea para hacer referencia a la explicación de hechos mutuamente interrelacionados; el segundo –conocimiento objetivo– para aludir a los instrumentos que ayudan a lograr ciertos fines; y el tercero para nombrar un tipo de captación cognitiva que entra también, indirectamente, en la configuración de objetivos y juicios éticos.
Se sigue de ahí que el pensamiento inteligente del que habla Einstein puede jugar cierto papel en la delimitación de aquellos objetivos y finalidades que escapan a la metodología científica, puesto que en determinadas circunstancias, según su opinión, dicho pensamiento arroja luz acerca de la relación entre medios y fines. Aún más explícito en el reconocimiento de la posibilidad de racionalizar la elección de fines –por así decirlo– intermedios entre el objetivo último y los hechos susceptibles de explicación científica es este otro paso: «La ciencia, en la medida en que capta conexiones causales, puede llegar a conclusiones importantes sobre la compatibilidad o incompatibilidad de objetivos y valoraciones»[23].
¿Equivale esto a decir que podemos decidir sobre finalidades y valores mediante una argumentación razonable e inteligente basada en última instancia en el conocimiento científico? No es seguro que la respuesta de Einstein sobre la plausibilidad racional de las valoraciones con base científica haya sido positiva. Es seguro, en cambio, que en lo que respecta a las finalidades últimas, esto es, a lo que en cierto momento llama las definiciones fundamentales en cuanto a objetivos y valores, siempre pensó que quedaban fuera del alcance de la ciencia. En la medida en que tales definiciones fundamentales son parte esencial del entramado de la vida humana, se comprende que Einstein haya postulado la dependencia y subordinación, no lógica sino existencial, de la ciencia respecto de la afirmación de valores en el plano moral.
Hay momentos y contextos en los que Einstein no alude a otras formas de afirmación de valores, objetivos o finalidades fundamentales que no se hallen directa o indirectamente relacionadas con el sentimiento religioso (en sentido amplio) y en los que, por tanto, no distingue entre fe religiosa y creencia laica que intenta fundamentar un concepto inmanentista del mundo en los datos básicos del conocimiento científico positivo. Pero en otros casos y contextos Einstein distingue con mucha radicalidad entre religión y moral, diferenciado lo que es el sentimiento que se experimenta ante la belleza, simplicidad y estructura del universo y la moralidad, que es cosa de los humanos, pero que puede no tener que ver con la idea de Dios, y el sentimiento religioso propiamente dicho. Al llegar a este punto, y después de afirmar la superioridad social-existencial del conocimiento moral sobre el conocimiento científico, Einstein solía remitirse a la sabiduría clásica (occidental y oriental). En septiembre de 1937 escribía a este respecto que el conocimiento y la habilidad no pueden conducir por sí solos a la humanidad hacia un orden feliz y digno, por que ésta, la humanidad, tiene toda la razón al colocar a quienes proclaman ideas morales y valores elevados por encima de los que descubren verdades objetivas. Cita Einstein, en ese contexto, a Buda, a Moisés y a Jesús de Nazaret. Y en diciembre de 1950, respondiendo a una larga carta de un estudiante de la universidad de Rutgers, que le preguntaba por la razón de ser del hombre en la tierra y que mencionaba explícitamente a Pascal para desmarcarse claramente de la apuesta religiosa, Einstein contesta matizando:
Cuando hablamos del motivo y de la meta de una acción, lo único que nos preguntamos es esto: ¿qué tipo de deseo se puede satisfacer, qué acciones permiten realizar estos deseos y qué consecuencias, indeseables o no, pueden tener tales acciones? También podemos, desde luego, hablar claramente de la meta de una acción cuando se sitúa uno desde el punto de vista de la comunidad a que el individuo pertenece. En este caso el fin de la acción debe satisfacer también, al menos indirectamente, los deseos de los individuos que constituyen la sociedad. Pues bien, si me pregunta usted sobre la razón o el fin de la sociedad considerada globalmente, la pregunta no tiene sentido. Tiene más sentido, desde luego, interrogarse sobre la razón o la significación de la naturaleza en general […] Sin embargo, todos tenemos la sensación de que es muy razonable e importante preguntarnos cómo deberíamos intentar conducir nuestras existencias. En mi opinión, la respuesta es: satisfacer los deseos y las necesidades de todos en la medida de lo posible y lograr la armonía y la belleza en las relaciones humanas. Esto presupone una buena dosis de discernimiento, educación y dominio de uno mismo. Es innegable que los griegos instruidos y los viejos sabios orientales tuvieron un nivel mucho más elevado en este campo, de importancia capital, que lo que es corriente hoy en nuestras escuelas y universidades[24].
Anexo 6. ¿Hay que dejar la ciencia en manos de los científicos?
Conferencia impartida en la UNED de Barbastro (Huesca), 22/XI/2007.
I. Para contestar bien a esta pregunta conviene empezar con algunas distinciones de carácter metodológico que no siempre se hacen en el debate actual. Pido perdón por las repeticiones si lo que voy a decir ha aparecido ya en conferencias anteriores.
Las distinciones metodológicas que yo creo de interés para nuestro tema serían estas:
I.1. Entre ciencia propiamente dicha o teoría científica (lo que tradicionalmente se llamaba ciencia básica) y tecnología o aplicaciones tecnológicas, prácticas, de las teorías científicas.
Esta es una distinción muy elemental, pero vale la pena mantenerla todavía hoy, teniendo en cuenta que algunas de las corrientes filosóficas más difundidas en Europa (desde Heidegger hasta las filosofías deconstructivistas) tienden a identificar ciencia básica y tecnología. para luego internarse en una crítica desaforada del carácter «deshumanizador» de la ciencia moderna.
I.2. Entre ciencia como proceso de conocimiento, lo que incluye aspectos psico-sociológicos del descubrimiento científico, y ciencia como producto logrado, es decir, las leyes o teorías (por provisionales que éstas sean) establecidas en tales o cuales ámbitos del conocimiento, y que es lo que se enseña como ciencia en las instituciones educativas, en tal o cual momento histórico determinado.
Una cosa son los vericuetos psico-sociológicos a través de la cuales el científico hace tal o cual descubrimiento y otra el producto cognoscitivo logrado (las leyes o teorías alcanzadas).
I.3. Entre conocimiento científico propiamente dicho y ciencia como pieza cultural en el mundo actual. Pues por mucho que las leyes o teorías establecidas en tal o cual ámbito científico sólo sean suficientemente conocidas por los especialistas en ese ámbito, la ciencia es también una pieza cultural, parte de la cultura del ser humano de nuestra época.
Hoy en día se puede hablar de cultura científica en un sentido amplio. Y no hay que oponer la cultura científica a lo que llamamos cultura acentuando la vertiente literaria de la alta cultura o de la cultura ilustrada.
I.4. Entre investigación científico y tecno-científica y política de la ciencia. Puede haber, y de hecho hay, investigación científica excelente en el marco de políticas científicas deplorables.
El científico en tanto que científico, en su laboratorio o en su trabajo, puede hacer abstracción, y la hace muchas veces, de la política científica imperante. Pero en tanto que ciudadano ha de preguntarse, como los demás ciudadanos, por el marco en el que hace ciencia y por las consecuencias que su actividad tiene en la sociedad en que vive. No hay que pedirle más responsabilidad que a los otros ciudadanos, pero tampoco menos.
Esto es algo que vio muy bien Einstein entre 1945 y 1955. Y vale la pena seguir atendiendo a lo que fue su pensamiento.
II. Paso ahora a exponer algunas implicaciones de los distingos anteriores:
II.1. Aunque en algunos ámbitos punteros la fusión entre ciencia y tecnología es ya un hecho desde hace tiempo, todavía resulta operativa la distinción entre ciencia y tecnología en muchos y diferentes ámbitos. Por tanto, conviene especificar de qué ámbito o ámbitos estamos hablando cuando nos planteamos la pregunta.
En líneas generales se puede decir: a) que el lapsus de tiempo necesario entre un descubrimiento científico en el ámbito de la ciencia básica y sus aplicaciones tecnológicas se ha reducido considerablemente; y b) que en los ámbitos punteros ya no hay lapso.
II.2. Sobre la ciencia como producto logrado, o sea, sobre las teorías o hipótesis científicas relevantes en la mayoría de los ámbitos, el público, la gente, la sociedad civil, o como quiera decirse, tiene poco que decir. Ahí lo sensato es ilustrarse, aprender, y por lo general, desaprender acerca de teorías e hipótesis anteriores. Como decía Einstein, en este plano son los propios científicos quienes saben dónde les aprieta el zapato.
II.3. La ciencia entendida como proceso de descubrimientos científicos es un objeto de estudio de la historia y la sociología. El asunto ahí es dilucidar por qué vías y que factores condicionaron el que se haya llegado a tales o cuales explicaciones.
La dimensión histórico-sociológica de la ciencia es muy importante por el papel que están jugando las comunidades científicas, pues el proceso de descubrimiento no es un asunto estrictamente individual; los grupos de investigación, las revistas, los departamentos e institutos juegan ahora un papel sustantivo. Es evidente que en este plano tienen cosas importantes que decir no sólo los científicos sino también otros sectores de la sociedad que se dedican a la historia, la sociología o la filosofía de la ciencia.
II.4. Como la ciencia es hoy en día una pieza cultural sustancial en nuestras sociedades y como sus teorías tienen repercusiones prácticas inmediatas o mediatas importantes y forma, además, parte, de la enseñanza reglada en general, conviene tener clara la relación con otras piezas culturales o manifestaciones del conocimiento.
De ahí que convenga impulsar, de un lado, la comunicación científica, o sea, la comunicación de los resultados de las teorías científicas a un público amplio, no especializado; y que convenga, de otro lado, que los científicos tengan una formación humanística amplia. Para que los científicos y el público en general puedan discutir sobre políticas científicas con conocimiento de causa se necesita superar el hiato existente entre lo que Snow llamaba las dos culturas.
II.5. Resulta obvio que la política de la ciencia no puede ser cosa de los científicos mismos. La jerarquización de las líneas de investigación científica y científico-técnica tiene consecuencia sociales y ético-políticas inmediatas y mediatas. En ese ámbito es en el que se puede decir, con Bacon, que la ciencia es poder, da poder. Implica y tiene que interesar, por tanto, a la sociedad en su conjunto.
Es en este ámbito, el de la política de la ciencia, en el que hay que contestar a la pregunta que da título a la conferencia. Y creo que, hechos los distingos anteriores, se llega claramente a la conclusión de que, efectivamente, en este ámbito, y lo subrayo, no hay que dejar la ciencia en manos de los científicos en activo exclusivamente. Pero tampoco, como se pretende a veces, en manos de los éticos licenciados, de los políticos profesionales o de los llamados representantes de la sociedad en una democracia representativa.
En lo que sigue daré mi opinión a este respecto.
III. No hay ninguna razón fuerte para concluir que haya que dejar exclusivamente en manos de los éticos licenciados o titulados el planteamiento y la resolución de los problemas éticos derivados de la ciencia y de la tecno-ciencia en nuestras época. De acuerdo con lo que dijo Ferrater Mora en su Etica práctica[25] conviene escuchar también en esto la opinión de los científicos.
Ahora bien, cuando se compara lo que dicen los éticos a este respecto con lo que dicen, por ejemplo, genetistas, ingenieros genéticos y especialistas en biotecnología. no sólo se percibe que mientras entre los primeros hay una coincidencia muy amplia en contra de la clonación de humanos (o de partes de organismos humanos) y entre los segundos hay divergencias notables, sino algo más preocupante, a saber: que entre estos últimos hay una tendencia cada vez más patente a cambiar de opinión (y de forma bastante drástica) a medida que avanzan las investigaciones y se obtienen importantes medios financieros para las mismas.
Al llegar aquí, e introducir el tema de la mercantilización de la tecnociencia en una economía globalizada, hay que decir que la discusión ética sobre clonación desemboca necesariamente en consideraciones políticas: de política sanitaria, de política científica, de política económica, de políticas públicas, de política sensu estricto. Y conviene añadir que no es posible separar tales consideraciones del punto de vista jurídico o legalizador de las opciones éticas.
Aunque por razones metodológicas siempre es bueno delimitar los campos y admitir la división técnica del trabajo, la dimensión práctica del problema ético obliga, por tanto, en este caso a decir algo más. Y teniendo en cuenta todos los factores analizados, admitiendo el punto de vista bioético expresado por Engelhardt, Dworkin y Jonas, y siempre desde el supuesto ético pluralista por el momento mayoritariamente admitido, es posible llegar a algunas conclusiones en el marco de una ética pública práctica:
1. No se puede prohibir en investigación básica. O sea, prohibir en investigación básica no es moralmente sano, ni (probablemente) realizable, ni jurídicamente deseable. En esto, y conociendo el reiterado efecto perverso de las prohibiciones en nombre de principios absolutizadores, parece todavía aceptable el viejo principio moderno e ilustrado: ante la duda, en favor de la libertad.
2. Pero, teniendo en cuenta las limitaciones del proceder por ensayo y error en ámbitos en los cuales el riesgo de error puede ser equiparable a la catástrofe, es posible, razonable y necesario proponer moratorias en algunos campos, señaladamente en aquellos:
a] que afectan directamente a la experimentación con animales y seres humanos;
b] que suscitan dudas fundadas sobre las aplicaciones no contrastadas;
c] en los que una parte relevante de la comunidad científica tiene dudas fundadas; y
d] estas dudas coinciden con preocupaciones serias de la opinión pública informada.
En consideraciones de este tipo se basa la introducción razonable del principio de precaución.
3. Para que las moratorias sean efectivas no basta ya el principio deliberativo de origen aristotélico; se necesita control a tres niveles:
a) autocontrol en la comunidad científica correspondiente mediante normas deontológicas explícitas (no generalidades);
b) control legislativo mediante normas jurídicas explícitas parlamentariamente aprobadas y, dada la globalización de la economía, con validez en el ámbito internacional; y
c) control social de los dos controles anteriores a través de las asociaciones ciudadanas (no sólo de los ciudadanos directamente afectados en cada caso).
4. Para que el control social del autocontrol científico y del control legislativo sea efectivo se necesita:
a) cultura científica de la ciudadanía a la altura de los tiempos (pues eso es lo que significa ahora «opinión pública informada»);
b) educación específica sobre los problemas particulares en discusión;
c) asociaciones mixtas en defensa de los derechos del ciudadano; y
d) asociaciones de científicos preocupados y/o comprometidos con conciencia de las derivaciones negativas de la mercantilización de la ciencia y de la importancia de la autonomía en la investigación científica; e] presión ciudadana sobre los partidos políticos parlamentarios en los que, en general, hay todavía muy poca conciencia de la importancia de las políticas científicas y de la práctica irreversibilidad de las políticas científico-tecnológicas aprobadas sin apenas discusión acerca de las consecuencias de las mismas a plazo medio y largo.
En suma, no puede haber política razonable para el siglo XXI que no ponga el acento programático principal en la política científica.
IV. Ejemplo práctico. para empezar por lo más próximo. Declaración UPF:
En lo referente a la investigación científica y técnica, la UPF se regirá por los principios de responsabilidad, sostenibilidad y precaución. Esto supone, respectivamente, prestar la atención debida a las previsibles necesidades de las generaciones futuras, respetar el medio ambiente para evitar desequilibrios ecológicos locales o planetarios y autocontención en el planteamiento y puesta en práctica de aquellas investigaciones que, en condiciones de incertidumbre, puedan dañar o afectar sustancialmente a la salud de los seres humanos.
En aplicación de los principios de sostenibilidad y precaución la UPF fomentará la cultura de la paz, la conciencia ecológica y el sentido de responsabilidad ética de sus investigadores tanto en el ámbito de la investigación científicamente propiamente dicha como en lo relativo a las aplicaciones técnicas y a la comunicación a la sociedad de los resultados alcanzados en dichas investigaciones.
Al mismo tiempo, y en aplicación de estos mismos principios, la UPF hace suya la propuesta de los científicos responsables en el sentido de potenciar la transferencia de fondos dedicados a la investigación militar a investigaciones de carácter civil y pacífico y, consiguientemente, renunciará a aquellos proyectos cuya finalidad sea fomentar la carrera de armamentos así como a todo tipo de investigación con fines inequívocamente bélicos, belicistas o militaristas.
De acuerdo con estos principios y en atención a los artículos 3 y 4 de los estatutos, que proclaman la independencia de la institución y el fomento en ella de los valores cívicos y sociales propios de una sociedad democrática, la UPF evitará la colaboración con empresas dedicadas al negocio de las armas y al desarrollo armamentista en sus distintas formas. Por tanto, la UPF no establecerá convenios ni firmará contratos con grupos empresariales vinculados a la industria de la guerra y en particular con aquellas empresas dedicadas a la construcción tanques, aviones de combate, cazabombardeos, sistemas electrónicos para misiles, sistemas de inteligencia diseñados para la guerra electrónica, digitalización de armas o producción de componentes de aplicación directa a la fabricación de armamento de cualquier tipo.
V. La reflexión sobre ciencia y ética en este cambio de siglo y de milenio vuelve a enlazar con el viejo mito fundacional de los árboles del Paraíso. A la consideración de que ciencia y técnica se funden en un complejo único dominado en gran parte por la mercantilización corresponde la proposición de una ética que tiene como centro la salvaguardia de la vida: de la vida del ser humano y de la naturaleza con la que interactúa. La ética se hace, sobre todo, bioética, ética de la vida, ética de lo viviente y de la supervivencia. No es casual que el profesor de Princeton Lee M. Silver titule su reflexión sobre la investigación tecnocientífica puntera precisamente «Vuelta al Edén»[26]. Ni es casual que el filósofo Hans Jonas haya recuperado la vieja y reiterada leyenda del diluvio como metáfora para hacernos pensar sobre una ética de la vida con sentido de la responsabilidad.
Hans Jonas subraya un aspecto interesante del mito del diluvio universal en su versión judeo-cristiana, a saber: que después de un primer momento en que la divinidad, ante la maldad existente en el mundo, se arrepiente de haber creado al ser humano y decreta el diluvio con las palabras «hágase la justicia y perezca el mundo», acaba inclinándose, sin embargo, por un pacto, por una nueva alianza con el homo sapiens. Esta nueva alianza se basa en la aceptación implícita de un objetivo más modesto que el del hombre perfecto y paradisíaco, en un rechazo de la perfectibilidad. Jonas sugiere que de ahí se puede hacer seguir la necesidad de una ética de la imperfección, de la modestia, de la humildad, como diciendo: si la divinidad vuelve sobre sus pasos para acabar aceptando modestamente la imperfección de su propia creación, ¿por qué no habría de hacer lo mismo el hombre que sabe y que con el saber tiene poder sobre los otros y sobre la naturaleza?
La priorización de la mesura no es, sin embargo, un rasgo específico de las éticas de base religiosa ni siquiera necesariamente de las éticas que reivindican de manera explícita una vuelta a la metafísica. Se puede y se debe poner en relación esta noción de la mesura con el carácter deliberativo propuesto para la ética en sus orígenes griegos. Aristóteles dejó dicho que en las cuestiones importantes nos hacemos aconsejar de otros porque desconfiamos de nosotros mismos y no nos creemos suficientes para decidir. La deliberación concierne precisamente a aquellas decisiones importantes cuyo resultado no es claro o presumimos que es indeterminado. Este es el caso ante la mayoría de los temas implicados en la ingeniería genética arriba enumerados. No se trata sólo de pedir consejo a los éticos. Se trata de algo más. Y por eso parece razonable el punto de vista deliberativo que se ha ido imponiendo en comisiones y comités nacionales e internacionales interdisciplinarios pero preocupados sobre todo por la bioética cuando han de proponer decisiones ante esas cuestiones.
Ahora bien, de la misma manera que ha habido a lo largo de la historia varias éticas y no una sola Etica habría que decir ahora que no hay una bioética sino varias. Me parece conveniente subrayar esto para evitar una contraposición muy recurrente pero forzada: éticos o bioéticos (como si hubiera una sola ética) versus científicos o genetistas (como si hubiera un solo punto de vista acerca de la ciencia o acerca de las líneas de investigación de la genética). La única forma de discutir en serio sobre los problemas derivados de la tecnociencia es empezar por aceptar el fracaso (relativo) del proyecto filosófico moral moderno, ilustrado, ecuménico y universalista, y partir del reconocimiento de que en nuestra sociedad posmoderna, o como quiera denominarse, tenemos que esforzarnos por hacer compatibles varias concepciones morales. A estas alturas de la historia no hay una visión moral secular dotada de contenido, canónica, para todas las personas ni siquiera en nuestro ámbito cultural.
Esto implica aceptar la diferencia entre «moralidad canónica dotada de contenido» y «moralidad de procedimiento» basada en la idea de los «extraños morales», esto es, de la alteridad u otreidad en el plano ético. Al no compartir una visión moral que permita encontrar soluciones dotadas de contenido en las controversias morales, hay que resolver por mutuo acuerdo, por consenso. También en el caso de las controversias relacionadas con la ingeniería genética. Me parece acertada en esto la fórmula de Engelhardt para una fundamentación de la bioética: «Un marco moral por medio del cual los individuos pertenecientes a comunidades morales diferentes puedan considerarse vinculados por una estructura moral común y puedan apelar a una bioética también común».
Así pues, no una ética común, sino una lingua franca moral común. Es interesante señalar que, en líneas generales esta perspectiva de Engelhardt, que se configura discutiendo con el ecumenismo cosmopolita en filosofía moral, coincide, en su reconocimiento del pluralismo ético, con el esfuerzo de R. Dworkin, al abordar otros problemas clave de la controversia ética contemporánea (discutiendo, en este caso, tanto con las éticas de base religiosa como con el liberalismo esencialista) en El dominio de la vida[27]. Es un error dar por supuesto a estas alturas que, en las controversias actuales sobre los problemas que nos preocupan, existe algo así como una única bioética basada en una única ética de base religiosa (o una única bioética secular). Ni siquiera la existencia de creencias religiosas compartidas garantizan posiciones éticas comunes sobre este tema en el marco de la misma tradición. Y lo mismo puede decirse del punto de vista secular que se inspira en la asunción (crítica o no) del proyecto moral ilustrado. Que esta situación de hecho tenga que ser interpretada como una «catástrofe» («crisis terminal de valores», dicen algunos) o como una «liberación» (por fin se puede discutir sin cortapisas autoritarias, dicen otros) desde el punto de vista de la filosofía moral es harina de otro costal. Y no nos detendremos en ello aquí.
Anexo 7. Viure sense Déu. Conversa amb el Lama Jinpa Gyamtso28 i el professor Francisco Fernández Buey (Vivir sin Dios. Una conversación con el Lama Jinpa Gyamtso y el profesor Francisco Fernández Buey).
Francesc Rovira, Dialogal[29], primavera de 2008.
Son muchos los que no creen en el Dios de las grandes religiones monoteístas, el Dios único creador del universo, omnisciente y omnipotente, misericordioso y justo. Pero no todos los que no creen en Dios creen lo mismo sobre la vida humana, sobre sus límites, sobre sus posibilidades, sobre cómo vivir. Para hablar de todo esto, hemos reunido a dos ateos muy distintos: un budista y un marxista.
¿Por qué no creen en Dios?
Lama Jinpa Gyamtso: Dios es un obstáculo en el camino para descubrir la verdadera naturaleza de la realidad. La noción de Dios implica la dualidad permanente, implica que siempre habrá Dios y, ante ellos, un «yo». Y todo el camino budista es un camino para desmontar la ilusión del yo como entidad permanente e independiente, y darse cuenta de que la realidad, incluidos nosotros, es no dual. Además, la noción de Dios, aparte de estar llena de contradicciones, nos impide reconocer nuestra capacidad de ser mucho más de lo que somos al condenarnos a ser eternamente imperfectos en comparación con él.
Francisco Fernández Buey: Quizás hay que empezar indicando que lo que se puede demostrar es la existencia de algo, no su inexistencia, y que por tanto la carga de la prueba recae en lo que afirma una existencia, no en lo que la niega[30]. Dicho esto, yo no veo evidencia de la existencia de un ser de las características de Dios. La razón moderna ha mostrado que todas las supuestas pruebas de la existencia de Dios son incluyentes: no son pruebas o demostraciones. La idea de Dios ha sido creada por los hombres como respuesta a los miedos de la especie. Hemos trasladado a los dioses los valores que consideramos mejores para afrontar estos miedos.
LJ: Dios no es más que un «superyo». Nosotros somos un pequeño yo y él es un yo inmenso. Por tanto, ¡es el peor de los yos!
FFB: Y entonces algunos pretenden ser como dioses, y esto es una desgracia. Jesucristo es un ejemplo moral difícilmente igualable, por lo que, normalmente, la imitación de Cristo tiene consecuencias muy negativas.
LJ: El mundo está lleno de gente que intenta creerse que son un buda. Es un defecto de la naturaleza humana. De todas formas, creo que podemos cambiar nuestra forma de entender, de percibir, de reaccionar ante las cosas, hasta alcanzar el estado de buda, que es un estado de comprensión y compasión absolutas. La prueba más palpable es que existen seres humanos extraordinarios que con sus actos se comportan realmente como un buda. Yo conozco. Y esto es bueno, porque el buda no tiene ego, sólo existe por los demás. También debe ser posible llegar a ser como Jesús. Si hubo uno, ¿por qué no puede haber otro?
FFB: Pero la historia muestra que todo gran ideal ético acaba teniendo desarrollos perversos. Existe un abismo entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición Española, o entre la idea de una sociedad radicalmente igualitaria y Stalin, o entre la idea de libertad y lo que ha traído el liberalismo histórico. Nos hacemos unas ilusiones que acaban desembocando en desilusiones. Si no reconocemos los límites de nuestros ideales y la imperfección del ser humano, existe el riesgo de convertir el mundo que queremos mejorar en un mundo aún peor.
LJ: El budismo considera que tenemos límites físicos, pero no mentales. Si podemos amar a diez personas, ¿por qué no once? Si podemos querer once, ¿por qué no a mil? ¿Por qué no diez mil, o diez millones? ¿Por qué no todo el mundo? ¿Dónde está el límite de la estimación?
FFB: Yo diría que también en esto hay un límite.
¿Dónde está el límite?
FFB: En el cerebro. La propia naturaleza impone límites tanto en lo que se refiere al conocimiento como al punto de vista moral. Debemos ser prudentes y comprensivos ante estas limitaciones materiales. Es imposible ser altruista las 24 horas del día. El gusanillo de la conciencia casi desaparece cuando el prójimo se encuentra lejos, y es que no es posible soportar el sufrimiento del mundo si el prójimo ya no es el vecino próximo, sino la humanidad entera. Comparto la intención moral de ese amor universal, pero me parece una imposibilidad material con muchos riesgos. Creo que es mejor pensar que somos sólo una cosita en ese universo. Si hubiera un Dios, no tengo ninguna duda de que ese amor universal sería una de sus propiedades. Pero nosotros no somos dioses.
L.J.: Yo discrepo. Cuando uno entiende la vida y los sufrimientos de alguien, no se trata de que uno mismo también sufra, sino de entender a esa persona, y entonces uno puede sentir cariño por ella. Si conociéramos los porqués y los trasfondos de todos los seres, uno por uno, sentiríamos cariño por todos ellos. Nuestro amor no se diluye por tener diez personas queridas en vez de una.
¿Es esto realista?
L.J.: El camino budista parte de constatar algo obvio: somos imperfectos. Pero Buda no se conformó con esto y descubrió la forma de salir de ella. ¿No es muy pesimista resignarse a creer que siempre seremos imperfectos y que debemos moderarnos y no querer ser más de lo que somos?
FFB: Es el pesimismo de la inteligencia. Y después viene el optimismo de la voluntad. Pero el punto de partida creo que siempre debe ser el pesimismo de la inteligencia. Ante la muerte, los miedos u otros problemas de la condición humana, es necesaria una actitud racional. En mi caso, estoicismo no significa, en absoluto, resignación o pasividad. Por el contrario, defiendo que el ser humano no debe reconciliarse con la realidad existente, que me parece deplorable desde el punto de vista moral. La vida de los seres humanos sobre esta tierra es una tragedia, pero creo que se puede ser feliz con una vida basada en la combinación del conocimiento y el amor a los demás, aunque de ambas cosas sólo podamos disponer en una cantidad limitada.
L.J.: ¡Saber y compasión son precisamente las dos piernas del camino budista!
Quienes creen en Dios a menudo encuentran en él la fuente de los principios morales. ¿Ustedes en los que fundamentan su ética?
LJ: La ética budista no se basa en la obediencia a unos mandamientos que se imponen, sino en la comprensión de cuáles son las consecuencias de las acciones, si generan sufrimiento o felicidad, a corto ya largo plazo. Cuando uno comprende cuáles son estas consecuencias, entonces sabe claramente que hay acciones que no deben realizarse.
FFB: Estoy de acuerdo con la importancia de la reflexión sobre los efectos de nuestras acciones y comportamientos. Creo que en buena parte está a base de comparar comportamientos que se han formado las nociones de bien o de mal en la conciencia moral del ser humano. También creo que estas nociones tienen un cierto carácter intuitivo. Creo que, a diferencia de otras especies, en el ser humano existe un instinto moral.
¿Es mejor que la ética se aguante por sí misma, o que venga dada ‘de arriba’?
FFB: Desde el punto de vista del comportamiento moral, creo que la creencia o increencia en un ser superior es bastante secundaria, porque de hecho todos podemos compartir ciertos valores. Dicho esto, creo que es muy difícil mantener la coherencia desde el punto de vista de una ética revelada por un Dios. Las ilusiones creadas por la creencia en un ser que revela los valores son peligrosas, porque ante ciertas desgracias surge un gran desencanto. «¿Cómo es posible que Dios lo haya permitido?» Sin embargo, una filosofía inmanentista, que será más bien estoica, no se hace ilusiones sobre el mundo.
L.J.: Yo estoy en medio. Estoy de acuerdo en que no hace falta Dios para tener una ética, pero no pienso que la ética tenga que provenir de la intuición individual, porque puede ser un sálvese quien pueda, un nihilismo moral. Cada uno puede tener intuiciones diferentes y justificar sus actos de formas diferentes, y por tanto no puede haber una ética colectiva. Hoy en día hay casos de personas que cometen crímenes horribles pero que conscientemente no tienen la idea de estar dañando. Ante esto, yo prefiero una ética basada en un Dios, si esta ética fomenta el bienestar de todos y evita generar sufrimiento.
FFB: Yo no comparto la afirmación, tan extendida, que si Dios ha muerto todo está permitido. Al contrario. Muerto Dios, no todo está permitido. Simplemente las cosas se complican un poco porque es necesario fundamentar de otro modo el comportamiento humano. Muerto Dios, lo que sí está permitido es la reflexión libre y la discusión racional sobre lo que está permitido y lo que no, sobre la conciencia moral individual y colectiva de los individuos. Muerto Dios, podemos comparar libremente las finalidades y comportamientos que se plantean desde convicciones éticas diferentes. Podemos descubrir, por ejemplo, que el altruismo es un valor que puede compartirse desde éticas diferentes.
LJ: ¿Qué crees que hay después de la muerte?
FFB: Nada. La desaparición.
LJ: Esto es importante y es abismalmente diferente de lo que cree un budista. Si sabes que ciertas acciones tendrán consecuencias en otras vidas, esto puede hacer que varíes tu conducta en esta vida. Pero si crees que después de la muerte todo se acaba, puedes pensar que estarás mejor mirando simplemente por ti mismo prescindiendo de los demás. En este caso, ¿por qué debería ser altruista?
FFB: Porque todo se juega en este mundo. Creo que la superioridad de una moral laica radica en que mi comportamiento altruista o egoísta no está condicionado ni por la autoridad de un Dios ni por lo que pueda haber en otra vida.
Hay un tópico que afirma que las sociedades que creen menos en Dios tienen más inclinación en el carpe diem en su versión más egoísta…
FFB: Creo que, estadísticamente, encontrarías tantos hedonistas entre creyentes en Dios como entre ateos. Porque esto forma parte de las contradicciones de los seres humanos. En mi experiencia me he encontrado con personas con creencias que estaban muy bien desde el punto de vista moral y con gente que tenía las mismas creencias, pero que desde el punto de vista moral no estaban tan bien. No niego que la idea de un castigo o un premio después de la muerte tenga incidencia en el comportamiento de la persona. Pero para mí tiene más la memoria colectiva de lo que has hecho en la vida, que es lo que queda después de la muerte. Puedo pensar que mi comportamiento no va a ser bien comprendido, o que voy a dejar un mal ejemplo, y eso me condicione.
Ustedes comparten no creer en la existencia del Dios del monoteísmo. ¿Pero qué hay de las divinidades del panteón budista?
L.J.: No son lo más importante. Lo importante es llegar al estado de buda. Pero es cierto que el budismo acepta la existencia de muchos dioses, en el sentido de entidades sutiles, invisibles por nosotros, con otra forma de existencia y que pueden tener influencia sobre nosotros. Hasta cierto punto, Buda también puede considerarse una especie de divinidad, y hay muchas divinidades que son como representaciones de las cualidades de buda. En nuestro estado dualista, este potencial que es el estado de buda lo podemos representar como imagen externa. Podemos rezar a esa imagen externa y abrirnos a su influencia. Esta dualidad es aceptable, pero es temporal, relativa, ya que finalmente debemos llegar al estado en el que ya no hay separación.
FFB: Me parece preferible la influencia del ejemplo de personas concretas e históricas que pueden inspirar nuestro comportamiento moral. Dan un ejemplo de que es posible seguir. Naturalmente, como humanos que son, son imperfectos y tienen contradicciones. A mí me resultan simpáticos los dioses de los griegos, que tienen las mismas pasiones, contradicciones y problemas que los humanos, porque son la transposición directa de nuestros líos. Pero muchas divinidades intermedias acaban tendiendo a la perfección de la gran divinidad de los monoteísmos.
Notas
[1 ]NE. En carta de 29/XII/2004 dirigida a Miguel Riera a propósito de la publicación de Albert Einstein: ciencia y consciencia, señalaba el autor:
«Miguel:
Aquí tienes el texto sobre Einstein en papel y en disquette.
Adjunto un par de fotos de AE , que son, de las muchas que hay, las que más me gustan: la que tiene mejor definición es la primera; la segunda tiene la gracia de que está fumando, prueba irrefutable de la falibilidad de la ciencia… (no es obligatorio poner foto en la cubierta).
Cosas que faltan:
1. Una nota bibliográfica: que será breve (dos o tres folios).
2. Fotos del personaje. Encontrarás cantidad en google. Se puede ir a: http://www.alberteinstein.info. http://www.westegg.com/einstein http://www.th.physik.uni-frankfurt. En esas páginas hay también reproducciones de manuscritos etc. No sé si hay que pedir permisos.
3. Convendría que alguien echara un vistazo al texto antes de darlo a picar; yo lo he revisado, pero seguramente quedarán cositas. Como creo que se lee bien, a lo mejor hasta te divierte hacerlo.
4. Como verás, ha quedado bastante más largo de lo previsto. La versión corta tenía el problema de que era demasiado biográfico-descriptiva; ésta también, pero al menos puedo ir dialogando de vez en cuando con el personaje. Si eso plantea problemas para la colección prevista y hay que cambiar de idea (o de colección) tú decides.
5. Supongo que habrá muchos fastos einsteinianos durante el 2005 (que es el cincuentenario de la muerte de AE y el centenario de la teoría de la relatividad especial o restringida). He visto que los de las UNESCO empiezan pronto. Tenlo en cuenta porque, como habrá mucha competencia, valdría la pena anunciarlo pronto a las librerías y demás.
6. A lo mejor, teniendo en cuenta lo anterior, puedes conseguir alguna ayuda oficial para la edición.»
[2] Cf. G. Holton & Y. Elkana (eds.) (1982): Albert Einstein. Historical and cultural perspectivas. The Centennial Symposium in Jerusalem, Princeton University Press, New Jersey.
[3] NE. Albert Einstein, Sobre la teoría de la relatividad especial y general, Madrid: Alianza Editorial, 1984 (traducción de Miguel Paredes Larrucea).
[4] NE. Albert Einstein y Leopold Infeld, La evolución de la física, Barcelona: Editorial Salvat, 1986.
[5] NE. Véase FFB, La ilusión del método, Barcelona: Crítica, 1991, reedición en bolsillo en 2004, con nuevo prólogo del autor. («Prólogo a la reedición de La ilusión del método.» https://espai-marx.net/?p=12393).
[6] NE. Sobre las posiciones de FFB sobre la existencia Dios y asuntos complementarios, véase al anexo 5.
[7] NE. Sobre El árbol de la ciencia de Pío Baroja, véase FFB, Para la tercera cultura. Ensayo sobre ciencias y humanidades, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2013, pp. 259-263.
[8] NE. Ibidem, pp. 395-401.
[9]. NE. Expresión que el autor usará en repetidas ocasiones. Por ejemplo, en el subtítulo de La ilusión del método: «Ideas para un racionalismo bien temperado».
[10] NE. Véase anexo 1.
[11] NE. Véase FFB, «¿Fue Einstein un pacifista ingenuo e incoherente?». En FFB, Jordi Mir y Enric Prat (eds.), Filosofía de la paz, Barcelona: Icaria,2010, pp. 191-212.
[12] NE. Sobre la lucidez científica y la sabiduría y coraje políticos de Niels Bohr, véase Peter Watson, Historia secreta de la bomba atómica, Barcelona: Crítica, 2020.
[13] NE. «Manifiesto Russell-Einstein. Una declaración sobre armas nucleares». https://www.elviejotopo.com/topoexpress/manifiesto-russell-einstein-una-declaracion-sobre-armas-nucleares/
[14] NE. Una de las dos citas (la otra es de A. Zinoviev) que abren La Ilusión del método. Ideas para un racionalismo bien temperado, Barcelona: Crítica, 1991.
[15] NE. Véase Fred Jerome, El expediente Einstein. El FBI contra el científico más famoso del siglo XX, Barcelona: Planeta, 2002.
[16] NE. «La claridad sobre los objetivos y problemas del socialismo es de suma importancia en nuestro tiempo de transición. Dado que, en las circunstancias actuales, la discusión libre y sin trabas de estos problemas se ha convertido en un tabú poderoso, considero que la fundación de esta revista es un importante servicio público.»
[17] NE. Curiosamente también Veblen fue un autor muy estudiado y reconocido por Rafael Sánchez Ferlosio.
[18] NE. El 15 de octubre de 2022, consultando por «Albert Einstein», 164.000.000.
[19] NE. Editor, librero, luchador incansable contra la industria criminal del amianto, amigo del autor (también de este anotador) falleció en 2021.
[20] NE. También el autor estuvo interesado en ellos.
[21] NE. Son también varias las referencia a Einstein en la obra de Sacristán, maestro, amigo y compañero del autor. Sacristán falleció el 27 de agosto de 1985, diez días antes de cumplir 60 años.
[22] Carta de Einstein a Born, del 15 de enero de 1927.
[23] Sobre el tema de la relación entre hechos y valores: A. Einstein, Mis ideas y opiniones cit., págs. 27, 32 y ss. y 42-43.
[24] La carta ha sido incluida por H. Dukas y B. Hoffmann en la recopilación citada que lleva por título Albert Einstein, The human side, New glimpses from his Archives.
[25] NE. Tal vez Etica aplicada. Del aborto a la violencia, Madrid: Alianza, 1981. Autoría de José Ferrater Mora y Priscilla Cohn.
[26] NE. Madrid, Taurus.
[27] NE. Barcelona. Ariel, 1998.
[28] El Lama Jinpa Gyamtso nació en Terrassa en 1954. Conoció el budismo en 1982, se hizo monje en 1989, y fue investido como lama en 2000. Dirige los centros Samye Dzong de budismo tibetano que hay en España.
[29] NE. Quadern de l’Associació UNESCO pel Diàleg interreligiós.
[30] NE. En la línea de lo apuntado por Sacristán en su célebre nota al pie de página de su prólogo al Anti-Dühring y también en lo defendido por Norwood Hanson Russell en «El dilema del agnóstico». La nota del primero:
«Una vulgarización demasiado frecuente del marxismo insiste en usar laxa y anacrónicamente (como en tiempos de la “filosofía de la naturaleza” romántica e idealista) los términos “demostrar”, “probar” y “refutar” para las argumentaciones de plausibilidad propias de la concepción del mundo. Así se repite, por ejemplo, la inepta frase de que la marcha de la ciencia “ha demostrado la inexistencia de Dios”. Esto es literalmente un sinsentido. La ciencia no puede demostrar ni probar nada referente al universo como un todo, sino sólo enunciados referentes a sectores del universo, aislados y abstractos de un modo u otro. La ciencia empírica no puede probar, por ejemplo, que no exista un ser llamado Abracadabra abracadabrante, pues, ante cualquier informe científico-positivo que declare no haberse encontrado ese ser, cabe siempre la respuesta de que el Abracadabra en cuestión se encuentra más allá del alcance de los telescopios y de los microscopios, o la afirmación de que el Abracadabra abracadabrante no es perceptible, ni siquiera positivamente pensable, por la razón humana, etc. Lo que la ciencia puede fundamentar es la afirmación de que la suposición de que existe el Abracadabra abracadabrante no tiene función explicativa alguna de los fenómenos conocidos, ni está, por tanto, sugerida por éstos.
Por lo demás, la frase vulgar de la “demostración de la inexistencia de Dios” es una ingenua torpeza que carga el materialismo con la absurda tarea de demostrar o probar inexistencias. Las inexistencias no se prueban; se prueban las existencias. La carga de la prueba compete al que afirma existencia, no al que no la afirma.»