I Alexandr Zinoviev nació en octubre de 1922 en la aldea de Pajtino, del distrito de Chujloma, región de Kostroma, en el seno de una familia muy numerosa. Su madre era una campesina koljosiana y su padre era obrero pintor. Desde los once años vivió con su padre en Moscú y allí estudió. En 1939 […]
I
Alexandr Zinoviev nació en octubre de 1922 en la aldea de Pajtino, del distrito de Chujloma, región de Kostroma, en el seno de una familia muy numerosa. Su madre era una campesina koljosiana y su padre era obrero pintor. Desde los once años vivió con su padre en Moscú y allí estudió. En 1939 empezó la carrera de filosofía y ya ese año fue expulsado del Komsomol (Juventudes Comunistas) por criticar el culto a Stalin. La guerra interrumpió sus estudios. Y durante la guerra sirvió en la caballería, en las fuerzas acorazadas y en la aviación. Al acabar la segunda guerra mundial, ya licenciado, habitó con la mayor parte de su familia en un húmedo sótano moscovita de diez metros cuadrados. Desde allí reanudó los estudios de filosofía y los terminó en 1951. Se doctoró con una tesis de resonancias hegelo-marxianas titulada El método para ascender de lo abstracto a lo concreto, en la que exploraba varios temas de El capital de Marx. Simultáneamente trabajó como cargador, cavador, auxiliar de laboratorio, traductor y maestro de escuela. Además, entre 1948 y 1954, enseñó lógica y psicología.
En 1954 Alexandr Zinoviev entró en el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS, donde trabajó hasta 1976. Pero ya en 1958 abandonó su proyecto sobre El capital, destruyó el libro al que había dedicado ocho años y empezó a especializarse en el campo de la lógica matemática y de la metodología de la ciencia. A partir de entonces se ocuparía de temas de la lógica clásica con atención preferente a su aplicación al análisis del lenguaje científico. Desde 1967 a 1976 dirigió la cátedra de Lógica en el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS y fue también miembro de la redacción de la revista Problemas de Filosofía. Durante esos años publicó varios libros en inglés y alemán, el más importante de los cuales es Foundations of the Logical Theory of Scientific Knowledge (1973). Como reconocimiento de esta actividad fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias de Finlandia en 1974.
En una nota autobiográfica escrita en 1978 Zinoviev describió así su trayectoria político-ideológica: «Desde mi juventud fui anti-estalinista y hasta el fallecimiento de Stalin consideré que la labor más importante de mi vida era hacer propaganda anti-estalinista. Después de la muerte de Stalin ingresé en el PCUS con el propósito de luchar legalmente contra el estalinismo. Pero pronto pude observar que de esa tarea se ocupaban los propios estalinistas y que yo no tenía nada que hacer en eso. Así que decidí militar de una manera puramente formal (algo muy característico en los medios intelectuales soviéticos de entonces). En junio de 1976 me di de baja del Partido: dejé de cotizar y devolví el carnet. Formalmente fui expulsado del Partido en noviembre o diciembre de 1976». En enero de 1977 era ya considerado un «disidente». Le despidieron del Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS. Pero aprovechando la invitación a un congreso científico internacional, algunos meses más tarde, pudo viajar a Alemania y se quedó allí. A partir de entonces vivió en Munich y en Zurich.
Así pues, cuando llegó a la Europa occidental Alexandr Zinoviev era relativamente conocido en los medios académicos por sus trabajos de lógica y metodología de las ciencias. Y sobre estos temas todavía siguió publicando esporádicamente en los años siguientes: Logical Physics (1983). Pero la publicación por L´Age d´Homme, en 1976, de su obra Cumbres abismales [Ziyaintshie vysoty] empezó a cambiar la consideración en que se le tenía hasta entonces. A pesar de lo cual, hay que decir que la preocupación lógico-metodológica (presentada a veces en serio y otras irónicamente) no sólo es patente en Cumbres abismales sino que constituye uno de los hilos conductores del libro que dio fama mundial a Zinoviev.
Cumbres abismales es una obra soberbia, aunque de tono muy distinto al de las obras que por entonces habían publicado o estaban publicando otros disidentes soviéticos, como Solchenitsyn o Amalric. Para mi gusto es la más fascinante de las críticas de la sociedad soviética de los años del estalinismo y del breznevismo. Lo que domina en ella no es la queja apocalíptica, ni el espíritu profético, ni la nostalgia, sino la ironía, el absurdo y el sarcasmo; un sarcasmo de aquellos de los que decía Gramsci que hacen mella. Presentada como si se tratara de un manuscrito encontrando en un basusero, la obra disecciona y caricaturiza las relaciones sociales, los tópicos ideológicos y la vida cotidiana en una ciudad imaginaria significativamente llamada Ibansk. Zinoviev juega ahí con el sufijo habitual de muchos pueblos y aldeas rusos, relacionado con un nombre corriente, Iván, y lo junta con el vocablo «ebat» (o sea, «joder»). En la traducción castellana de Luis Gorrachategui este juego ruso de palabras da el nombre de la ciudad sobre cuya vida ironiza Zinoviev: Jodensk.
La obra mezcla los géneros de una manera que no tiene parangón en la literatura rusa de la disidencia. Por su dimensión y estructura, por su barroquismo, por la capacidad del autor para aunar y alternar análisis, crítica, ironía, argumentación, juegos lingüísticos, diálogo del absurdo y paradojas, o para formular bromas imaginativas y crear caricaturas de personajes realmente existentes (el Calumniador, el Esquizofrénico, el Gritón, el Miembro, el Charlatán, el Desviacionista, el Mínimo…), Cumbres abismales trae a la memoria del lector El criticón de Baltasar Gracián o Los últimos días de la humanidad de Karl Kraus. Comparte, además, con estas otras obras, y con algunas piezas contemporáneas de la literatura del absurdo, la agudeza de espíritu, la crítica despiadada de las ideologías dominantes, la atención prestada a las consecuencias prácticas de la perversión de las palabras, la importancia dada a la recuperación del concepto y también, implícitamente, la conciencia moral. En algunos pasos su autor recuerda ironías y situaciones de Saltykov-Schedrin, de Gogol y de Chejov. La fusión entre análisis descriptivo, intención antiideológica lograda y lucidez dan en esa rara pero, por lo demás, conocida paradoja según la cual la caricatura acaba resultado más real que lo que creíamos que era la realidad misma. Y como ocurre a veces con los resultados del pesimismo de la inteligencia, el carácter sombrío del cuadro que crea puede acabar siendo un gozo para el espíritu, un estímulo para todo aquel que quiera seguir pensando fuera de los tópicos establecidos, de los idola de la tribu.
De ese tronco salieron otros brotes igualmente interesantes. Algunos en forma narrativa, otros en forma directamente ensayística. Cuatro de ellos conservan el tono, la intención sarcástica y las delirantes descripciones de Cumbres abismales: Las notas de un vigilante nocturno (1975), El radiante porvernir (1976), La antecámara del Paraíso (1977) y La casa amarilla (1978). Pero durante aquellos años de la segunda fase de la guerra fría Zinoviev escribió también obras ensayísticas o sociológicas cuyos títulos son igualmente significativos: Sin ilusiones (1979), El comunismo como realidad (1981), Nosotros y Occidente (1981), Homo sovieticus (1982), Ni libertad, ni igualdad, ni fraternidad (1983).
A partir de la perestroika gorbachoviana, y aún más acentuadamente después de la desaparición de la URSS, Alexandre Zinoviev empezó a torcer el bastón de su análisis en la otra dirección: la denuncia del occidentalismo y la crítica de la triunfante crítica, anticomunista, del comunismo derrotado. Sin perder la ironía, su escritura se hizo entonces menos sarcástica y más directa y explicativa. A esta fase corresponden obras como El gorbachovismo (1987), Las confesiones del hombre del exceso (1990), Perestroïka y contra-perestroïka (1991), Katastroika (1992) y Occidentalismo. Ensayo sobre el triunfo de una ideología (1995). La obra que aquí se traduce, La caída del imperio del mal, es, en cierto modo, una síntesis de las ideas desarrolladas en esas otras obras.
II
Desde que leí hace veinte años Cumbres abismales siempre he considerado a Alexandre Zinoviev como uno de los analistas más lúcidos del último tercio del siglo XX. He buscado y leído en todas las lenguas que puedo leer todas y cada una de las obras que Zinoviev iba publicando. Y en todas he encontrado análisis originales, sugerencias de nota y materia para la reflexión. Siento no haber podido leerle en ruso porque presiento que las otras lenguas europeas no acaban de captar toda la profunda ironía y el sarcasmo que hay en la transparente prosa analítica de Zinoviev, en su serio humorismo y en sus juegos lingüísticos, que a veces me recuerdan el pensamiento de nuestro Joaquín Rábago, «El roto», otro abridor de ojos.
Zinoviev es un escritor iconoclasta, inclasificable. Un pensador de los que no tienen escuela ni seguramente la harán. La cubierta de la edición castellana de Cumbres abismales, publicada por Ediciones Encuentro en 1979, es un montaje fotográfico realizado por Pablo Díaz Campoó sobre un dibujo original del propio Zinoviev: en el centro de ese montaje una enorme rata roja deambula amenazadoramente por los tejados planos de una ciudad semisumergida en la que domina un bloque de edificios cuadrados sobre tonos negros y agrisados; al fondo y arriba, entrevistas entre el sol y la luna, las cumbres que se supone van a dar al abismo. La cubierta de la edición francesa de El comunismo como realidad, en L´Age d´Homme, es otro montaje concebido a partir de un dibujo de Zinoviev: sobre un rectángulo de fondo intensamente rojo dos ratas con rasgos humanoides, en posición erguida, frente a frente; están entrelazadas por los rabos, se sostienen sobre garras, chocan dos de sus manos-patas y aprietan con las otras dos el pescuezo de la oponente para ahogarse mutuamente.
Ya eso da una idea de lo que Zinoviev quería describir. Y, en efecto, la reflexión sobre las ratas es uno de los temas de Cumbres abismales. «Pesimismo cósmico», dijo lapidariamente algún crítico cuando esas obras aparecieron. Y cuando diez años después, con motivo de un encuentro sobre la perestroika, pregunté a un amigo ruso sobre la obra de Zinoviev (que, en plena euforia de los occidentalistas, acababa de publicar un nuevo libro con el inequívoco titulo de Katastroika), éste, el amigo ruso, me dijo: «¿Zinoviev? ¡Pero si es El Demonio…!» (Lo escribo con mayúsculas por el tono empleado).
Nunca yo me había imaginado al demonio así. Pero querría entender la expresión del amigo ruso y tratar de explicar ese sentimiento a los demás. Lo haré dando un rodeo. El gran Maquiavelo, en los orígenes de la modernidad, justo en el momento en que se disponía a abrir los ojos de sus contemporáneos a los misterios de la política (esto es, de la política que se hace, no de la política que se dice que se hace), escribió al padre de la historiografía moderna, Francesco Guicciardini, algo así: «Nada de imaginar paraísos. Lo que hay que hacer es conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos». Eso es lo más a lo que pueden aspirar los hombres en este mundo de la política moderna.
Durante mucho tiempo Maquiavelo fue considerado por las almas cándidas y por los amigos del Poder que se hacían pasar por cándidos como el demonio por antonomasia. Pero con el paso de los siglos, la ayuda de la historiografía y la reflexión sobre el Político hemos llegado a saber que no es el demonio quien enseña a los mortales los caminos que conducen al infierno (y menos para evitarlos) sino los lógicos y analíticos que en una cultura laica deberían estar considerados ya — por qué no?– como ángeles guardianes de la ciudadanía. Maquiavelo es la inversión directa del Gran Inquisidor en versión dostoievskiana. Quien no sepa ya esto es que no sabe nada del mundo de la política estrechamente vinculada desde entonces al poder del Estado. Y para que no se me entienda mal añadiré: a una conclusión muy parecida llegaron, por vías diferentes pero pensando sobre la misma cosa (o sea, en la interpretación de Maquiavelo) otros dos grandes de nuestro siglo: Antonio Gramsci e Isaiah Berlin.
No voy a documentar aquí este rodeo porque no es el sitio ni el momento. Sólo quiero sugerir con él que tal vez con la obra de Alexandre Zinoviev, «El Demonio» del amigo ruso, pase algo parecido a lo que ocurrió con Maquiavelo. Eso sí: dentro de unos años, cuando los ecos de la guerra fría sean ya sólo eso, ecos en nuestras mentes. Zinoviev no es propiamente un novelista, ni un sociólogo ni un politólogo. Es un narrador de la mecánica social, un estudioso de la lógica del espíritu comunitario. Es un hombre que declara la aspiración de hacer ciencia de lo social. Un hombre que ha encontrado otra forma, y muy peculiar, de decir la verdad en una época en que la mera expresión «decir la verdad» está mal vista. Y doblemente mal vista cuando la verdad que se dice es igualmente amarga para los ideólogos de aquel sistema llamado «comunista» como para los ilusos del final de las ideologías. Él ha hecho la crítica más drástica, más radical, de lo que se llamó comunismo o socialismo real y, al mismo tiempo, la crítica más contundente y despiadada del occidentalismo capitalista.
Zinoviev es de esos autores que da muy pocas cosas por supuesto. Que no se deja coger por el recubrimiento ideológico de las palabras al uso. Sabe que ésa, la ideológica, ha sido siempre la forma en que los hombres prostituyen las mejores palabras y venden el concepto al mejor postor. En esto Zinoviev tiene algo del Voltaire recordado por Musil: «Los hombres se sirven de las palabras para ocultar sus pensamientos y de los pensamientos para justificar sus injusticias». He aquí su versión del viejo asunto: «El poder de las palabras sobre los hombres es en verdad sorprendente. En lugar de utilizarlas sencillamente como medios que permitan fijar los resultados de las observaciones sobre la realidad, los hombres sólo ven la realidad bajo el deslumbramiento de las palabras y casi siempre consideran ésta como algo secundario por comparación con lo que constituye su principal preocupación: la manipulación de las palabras».
Pero cuando Zinoviev pinta ratas rojas con rasgos humanoides para ilustrar sus libros no hay que engañarse. No está queriendo decir que los hombres sean ratas. Está insinuando — con humor negro, eso sí– que una de las variantes de la plasticidad de la naturaleza humana, favorecida en su desarrollo celular por cierta historia y cierta estructura social, es la visión ratonil del mundo. No es cinismo, en el sentido vulgar de la palabra, lo que anima a Zinoviev; es, en el fondo, la misma conciencia moral que alimentaba ya los sarcasmos de la parte final del erasmiano Elogio de la locura, de la Nave de los locos de Sebastian Brandt o del contemporáneo teatro del absurdo.
Zinoviev es, sobre todo, un anatomista en la acepción barroca de la palabra. Un anatomista no es un carnicero pero tampoco es un sociólogo o un politólogo que se cree neutral. Él lo ha dicho así: «Un carnicero enumera las partes de un buey de forma diferente a como lo hace un anatomista, aunque a veces sus resultados pueden coincidir. En la mayoría de los trabajos sociológicos, politológicos y económicos de los que yo tengo conocimiento, la sociedad ha sido analizada de acuerdo con los principios del carnicero, no del anatomista.»
Un anatomista, en el sentido de Zinoviev, es un lógico humanista desencantado, que no cree ya ni en ciudades ideales ni en utopías pero que sabe que el instinto de la comunidad sigue siendo uno de los rasgos esenciales de la naturaleza humana, un rasgo particularmente conformado en el caso de algunos pueblos por la propia historia. Rusia, su país de origen, le parece a Zinoviev uno de esos casos. El más manifiesto en el mundo del siglo XX. Y por eso distingue entre la crítica ideológica del comunismo y la explicación de lo que fue el «comunismo» realmente existente. Sostiene Zinoviev que éste tuvo su base en el tradicional sentimiento comunitario del pueblo ruso, luego planificadamente organizado por el Estado y por el Partido durante décadas. Y a partir de ahí, volviendo del revés el calcetín de la ideología (su mentira y la realidad a la que dio lugar, puesto que la mentira produce realidades), explica tanto el fracaso de lo que se llamó comunismo como el caos que se creó en Rusia a partir de la perestroika. El resultado de la aplicación del escalpelo a la comprensión de lo que fue aquella sociedad, hasta llegar a sus células constitutivas, viene a ser una paradoja: un punto de vista tan alejado de lo que han dicho la mayoría de los sociólogos y politólogos occidentales como la mayoría de los ideólogos del comunismo real. En las calles de Moscú esta paradoja se suele expresar ahora así: «De todas las mentiras que nos contaron los comunistas había una que era verdad: el capitalismo es peor».
III
Es dudoso que la forma en que Zinoviev ha expresado esta paradoja en La caída del Imperio del Mal llegue a enlazar, al menos por el momento, con la broma que se oye en los barrios populares de Moscú. Tampoco se yo cómo va a ser acogida en Moscú su declaración reciente en el sentido de que «el comunismo era tal vez lo mejor para el pueblo ruso en aquellas circunstancias, aunque no para mí». Para que el pensamiento paradójico de anatomistas así llegue a enlazar con los chistes paradójicos de las gentes hace falta tiempo, conciencia de las propias contradicciones y otras mediaciones. Eso no se construye en cuatro días. Y menos ante la contemplación del caos económico, social y político que es ahora lo que fue la URSS. La forma en que Zinoviev ha dicho su verdad (que, en mi opinión, es la forma de la verdad que más se acerca a la verdad de fondo) tiene una peculiaridad que enlaza mal con alguno de los rasgos del sentimiento comunitarista que él mismo defiende: es lógica, clara, sencilla y anti-ideológica. Y tan contundente en la crítica de la mentira institucionalizada como de la ignorancia sin institucionalizar.
Pero el anatomista Zinoviev no ahorra adjetivos cuando trata de expresar esa verdad de fondo. Y en su crítica del teatro de marionetas en que ve convertido su país no deja, como suele decirse, títere con cabeza. Por lo visto, ya no se escribe así. Ni siquiera en Rusia. El posmodernismo ha hecho a un lado, con razón, el moralismo y la jeremíada; pero, tal vez exagerando la misma razón que le da su fuerza, tiene horror a llamar a las cosas por su nombre. Se escuda en la existencia de la complejidad para declarar que todo es demasiado complejo. Zinoviev, en cambio, llama a las cosas por su nombre. Y en ese llamar a las cosas por su nombre le sale, también a él, el grito de la conciencia moral, un par de veces repetido en este libro: «¡Que país, Dios santo, qué pueblo!» (págs. 109 y 149). Sabemos: cuando hace uso del escalpelo el anatomista no suele decir cosas así. Y por eso digo yo que Zinoviev no es «El Demonio», sino otro miembro de la especie de los humanistas con conciencia de la tragedia que es la Historia.
Al leer la retahíla de adjetivos que Zinoviev lanza sobre Gorbachov, sobre los gorbachovianos, sobre Yeltsin y sobre la casi totalidad de la nueva nomenklatura rusa algunos lectores darán en pensar, quizás, que todo eso es excesivo e impropio de un lógico frío y analítico. Pero, además de constatar que cuando nuestro analista desesperado acude a los peores adjetivos («traidores», «canallas», «imbéciles», «lacayos», «pusilánimes», «cobardes») ha tenido la valentía de incluirse él mismo pasando a la primera persona del plural, el lector encontrará en la realidad misma motivos fundados para preguntarse: ¿y qué palabras emplear para calificar actuaciones cuyos resultados ahora ya empiezan a ser reconocidos por todos? ¿cómo llamar en 1999 a este desastre histórico, probablemente el más grande de los desastres del siglo XX, que fue «la caída del imperio del mal»?
Los adjetivos que emplea Zinoviev en la parte doliente de su libro fueron escritos entre 1994 y 1995. Por entonces todavía se nos estaba diciendo aquí, en Occidente, que Rusia caminaba hacia la democracia de la mano del «amigo demócrata» Boris Yeltsin. El Fondo Monetario Internacional hizo su apuesta anticomunista en favor de alguien que mandó bombardear el Parlamento del propio país y condicionó así, decisivamente, desde fuera, el desarrollo de las elecciones presidenciales rusas. Hoy, cinco años después, los mismos que ayudaron a ese desastre llaman al régimen que contribuyeron a crear «cleptocracia oligárquica». Y Michael Camdessus, director del Fondo Monetario Internacional, declara que «hemos contribuido a crear allí un desierto institucional y una cultura del engaño».
Cierto. Pero la verdad es aún más amarga. Es peor que eso. Democracia, hablando con propiedad, no hay allí (ni, hablando con la misma propiedad, tampoco aquí, por cierto). La democracia sigue siendo un ideal. Pero allí, en Rusia, hay además algo infamante. El Informe que acaba de elaborar el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo confirma, para el caso de Rusia, lo que venían diciendo, a ojo, desde 1992 los pocos analistas lúcidos (Karol, Sapir) que no se dejaron obnubilar por la euforia ideológica del momento. La esperanza de vida de la población masculina ha bajado en Rusia durante este período de los 62 a los 58 años. Ya sólo ese dato, por sus implicaciones de todo tipo, pone los pelos de punta a cualquier anatomista de la sociedad. Pero aún hay más: la tasa de suicidios es ahora en Rusia tres veces mayor que en la Unión Europea; han reaparecido allí enfermedades hace tiempo erradicadas, como la tuberculosis, la polio y la difteria; el hambre ha hecho su aparición donde no lo había; el número de pobres (en sentido riguroso) se ha disparado; las desigualdes entre los pocos ricos y los muchos pobres se han multiplicado; el presupuesto dedicado a la educación ha bajado hasta el 50% de lo que era cuando imperaba el Mal; las tasas de desempleo han alcanzado cifras nunca imaginadas en lo que fue la URSS; la actividad económica se ha quebrado y el producto nacional bruto ha quedado reducido a la mitad en siete años. Datos, todos ellos, procedentes de las estadísticas del «imperio del bien». Y, mientras tanto, la corrupción en el entorno familiar, político y económico, de Boris Yeltsin ha alcanzado tal magnitud que las revelaciones de un día sobre Ceaucescu junior parecen ahora historias sobre juegos de niños traviesos con sus huchas.
Una vez más, pues, lo demagógico, lo verdaderamente demagógico, son los hechos. Los adjetivos son sólo el grito desesperado del anatomista, que habiendo contribuido a levantar los velos ideológicos que tapaban la realidad de lo que se llamó comunismo, descubre simultáneamente, con dolor, que hay otro engaño paralelo: el del occidentalismo, el del «totalitarismo del dinero» que aún no deja ver a los más la verdadera dimensión de la tragedia. En una de sus últimas entrevistas, concedida a Xavier Cheneseau, dijo Zinoviev: «El totalitarismo se ha expandido por doquier en la medida en que la estructura supranacional impone su ley a las naciones. Existe una superestructura no democrática que da las órdenes, sanciona, fija embargos, bombardea y mata de hambre. El totalitarismo financiero ha sometido a los poderes políticos. El totalitarismo es frío. No conoce de sentimientos ni piedades. Es preciso subrayar que no podemos resistir frente a un banco, y sin embargo se puede salir de cualquier dictadura política».
Hay en Zinoviev una vena fatalista. Como si el análisis de la estructura celular de la sociedad tuviera que coincidir con la fuerza del sino. Zinoviev acaba su libro diciendo que ya es tarde para rectificar en Rusia. Puede que tenga razón. Visto desde aquí, el conjunto de su obra sugiere, sin embargo, una reflexión más general, de ámbito teórico-historiográfico. Desde el final de la URSS una parte notable de la historiografía actual está reinterpretando lo que fue el siglo XX como si la comprensión de éste dependiera casi exclusivamente de los documentos que la KGB, la CIA y otras instituciones próximas guardaron en secreto hasta hace muy pocos años. Pero rara vez se pone en duda la categorización implicada en los conceptos ideológicos básicos de este siglo (comunismo y capitalismo). Se podría, en cambio, hacer el esfuerzo de interpretar lo que ha sido la historia de este siglo desideologizando tales palabras y ateniéndonos a lo que realmente hubo en las sociedades o por debajo de lo que los ideólogos (y tras ellos, los demás) decían (o decíamos) que había. En Rusia y en Estados Unidos de Norteamérica, para empezar.
Zinoviev ha hecho dos contribuciones esenciales en esa línea, al analizar primero el comunismo (ruso) como realidad y después el occidentalismo capitalista en la práctica cotidiana, en sus formas de producir para el mercado y de vivir para el dinero. De ese análisis resulta que durante este siglo el capitalismo se transformó en otra cosa, en algo sustancialmente distinto de lo que era cuando nació y fue descrito y criticado por Karl Marx; y el comunismo, aquella aspiración ya milenaria de una parte de la humanidad, no llegó a existir en lugar alguno. Una obviedad, sin duda. Algunos, pocos, lo presintieron ya así en el período de entreguerras. «¡Qué tiempos, éstos en los que hay que mostrar lo obvio!», dijo uno de ellos. «Como todos los tiempos», se podría replicar. Pero, con réplica o sin ella, desde el reconocimiento de lo que es obvio tal vez se pueda volver a hablar en serio de lo que los hombres, nuestros contemporáneos, hicieron realmente en relación con sus necesidades, allí y aquí. Entonces sí se podrá decir que la guerra fría ha terminado. También en nuestras cabezas.
Y entonces se comprenderá también mejor por qué al lógico anatomista se le escapan los adjetivos de la sentimentalidad: el cuerpo presente al que aplica el escalpelo es de un pariente, es el cuerpo yacente de uno de los suyos. Al fin y al cabo, son los técnicos de la ONU quienes evalúan en nueve millones y medio los rusos y ucranianos «desaparecidos» como consecuencia de la Gran Catástrofe de estos últimos años. Y añaden –paradoja de las paradojas en la época del neoliberalismo– que estos hombres y mujeres habrían sobrevivido de no haberse dado allí «una deserción política del Estado».
Hay, pues, que volver a pensarlo todo, de arriba abajo. Y Alexandr Zinoviev ayuda en eso.
*De prólogo del autor a: A. Zinoviev, La caída del imperio del mal. Ensayo sobre la tragedia de Rusia, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 1999.