Disculpen que no traiga escrito lo que voy a decir. Ante un tema amplio y complejo como este prefiero que conversemos, que nos vayamos acercando a ciertas cuestiones y podamos avanzar entre todos. Para entrar en materia partiré de algunos apuntes y de dos confesiones de personas ajenas a nuestro medio pero que, creo, ilustrarán […]
Disculpen que no traiga escrito lo que voy a decir. Ante un tema amplio y complejo como este prefiero que conversemos, que nos vayamos acercando a ciertas cuestiones y podamos avanzar entre todos. Para entrar en materia partiré de algunos apuntes y de dos confesiones de personas ajenas a nuestro medio pero que, creo, ilustrarán el fenómeno del que estamos hablando hoy.
Pese a lo que a veces suponemos, en Cuba llevamos años hablando del tema. Recuerdo que a mediados de los 90 Rafael de Águila, en aquel artículo aparecido en El Caimán Barbudo con el título de «¿Pathos o marketing?», hablaba sobre las relaciones de literatura y mercado entre nosotros; el propio Riverón también en El Caimán Barbudo volvía sobre el tema, y Luisa Campuzano citaba a dos narradoras, Ena Lucía Portela y Karla Suárez, que hablaban con sorna del «mercadeo editorial» y del «fast food académico». Como es natural, esas preocupaciones nos llegaron a partir del momento en que la literatura cubana y sus autores entraron de manera más persistente en un mercado internacional al que hasta entonces solo se habían asomado de manera esporádica.
Cuando pensaba en la charla de esta tarde me daba cuenta de lo difícil que podría ser, no solo por el desconocimiento que pueda tener del tema que nos convoca, sino también por los riesgos que implica. Por ejemplo, hay una posible respuesta a la relación literatura-mercado, que yo llamaría la respuesta rudimentaria, la respuesta que daría un obtuso y que vendría a ser algo así como que nosotros no tenemos que vincularnos con el mercado, que nuestros escritores no tienen por qué entrar en él o que esa entrada los pervertiría. Otra respuesta posible y que debemos evitar también sería la del resentido, la del que se disfraza de escritor incomprendido por las grandes editoriales (digamos que españolas) y acusa de mercenarios, de vendidos, a quienes han penetrado en sus catálogos. Un tercer riesgo es el de la respuesta tautológica, porque es inútil organizar esta mesa para llegar a la conclusión de que las editoriales comerciales responden sobre todo a criterios comerciales: ese no es un punto de llegada, es un punto de partida, no es una conclusión sino un a priori. No tenemos que enfrascarnos en una discusión para llegar a un juicio como ese. Esas posibles respuestas al tema -la rudimentaria, la resentida y la tautológica- son tres de los riesgos que veo y por lo tanto me parece que lo más productivo es que desechemos esas opciones y tratemos de desnaturalizar aquello que parece imponerse como natural; ver el modo en que las editoriales disfrazan de razones estéticas, de fenómenos literarios, lo que en realidad responde a intereses comerciales, políticos o de otro tipo.
Hace un rato estaba recordando una reflexión de George Steiner donde habla de la censura del mercado por oposición a lo que él tipifica como la censura estalinista. Siempre se habla de la censura política y, en cambio, se habla poco de esa censura del mercado que no es menos terrible para el escritor. A veces incluso, por paradójico que parezca, aquella censura le da a la palabra del escritor un peso que esta le niega. Recuerdo que cuando aún existía la Unión Soviética, el cineasta Nikita Mijalkov, de quien vimos aquí varias películas, estuvo en algún festival de cine europeo. Por supuesto, le hicieron la inevitable pregunta de si existía censura en su país, y él respondió que sí, que se trataba de una censura de la patria no muy distinta de la censura de la plata que padecían sus colegas de Occidente. Por supuesto, ni Steiner, ni Mijalkov ni nadie de nosotros va a defender ningún tipo de censura, pero me interesa llamar la atención sobre el hecho de que mientras esa censura estalinista se exhibe (y da la sensación de que es ejercida por oscuros funcionarios), la censura del mercado se oculta o se disfraza, y puede ser ejercida por elegantes ejecutivos. Una engendra un rechazo inmediato y general, mientras la otra con frecuencia no llega siquiera a ser percibida.
Laidi ha tocado aquí el tema de los meridianos culturales, la vieja pregunta de por dónde pasa el meridiano cultural de América que en los años 20 se formularon los editores de La Gaceta Literaria de Madrid y que generó una polémica enorme en la América Latina. Como sabemos, la respuesta que indignó a los jóvenes de la revista argentina Martín Fierro y luego a los del resto del continente (incluidos los de la Revista de Avance) fue que tal meridiano pasaba por Madrid. Hace unos días leí en la revista Casa el artículo de Iroel que Laidi citaba, donde se recuerda que Unamuno, al intervenir en la discusión, decía que se había torcido el tema principal; lo que estamos discutiendo, precisaba Unamuno, no es por dónde pasa el meridiano intelectual, sino por dónde pasa el meridiano editorial, es decir, no estamos hablando de arte sino de economía. Creo que de alguna manera la cuestión sigue latente hoy, yo diría que con más fuerza. Si en los años 20 había una independencia que permitía a los jóvenes escritores latinoamericanos sublevarse indignados, hoy las grandes editoriales, sobre todo las que generan más reconocimiento a nivel de la lengua, están en Madrid y sobre todo en Barcelona. Es por allí, lamentablemente, por donde pasa hoy nuestro meridiano editorial y, en no poca medida, también el intelectual.
Tengo aquí una entrevista con el escritor austriaco Erich Hackel que publicó el periódico La Jornada hace unos días con un título que me parece elocuente: «El represivo mercado español es el filtro de las letras de América Latina en Europa». Hackel lamenta, entre otros temas, que si antes las editoriales nos ayudaban a discernir, hoy propician la mezcla entre la buena literatura y la literatura light, ese punto -podríamos añadir- en que se confunden Fernando del Paso y Laura Esquivel, Coetzee y Coelho. Hackel insiste en que las decisiones que tomen los editores españoles son decisiones europeas, pues los editores no hispanohablantes buscan consejo en sus colegas españoles, de manera que es muy difícil para un escritor latinoamericano penetrar el mercado europeo sin antes haber pasado por España. Lo irónico es que el mercado español funciona también como filtro, en sentido general, entre nuestros propios países. En otro momento he señalado que la globalización ha provocado un provincianismo eficaz a nuestras letras; cuando las grandes casas editoriales instalaron sucursales en varias capitales de la América Latina, vivimos la ilusión de que la globalización nos salvaría como escritores y lectores. Sin embargo, en realidad se produjo el extraño fenómeno de que esas sucursales se dedican a publicar a los autores de los respectivos países, de modo que Alfaguara de Guatemala (por poner un ejemplo hipotético) publica a los guatemaltecos y con suerte a algunos otros centroamericanos que difícilmente pasan a México, ni qué decir a Buenos Aires y mucho menos a España. Funcionan como pequeñas editoriales que cumplen su cometido dentro de los limitados mercados nacionales. No sorprende a nadie, por tanto, que cuando la Feria del Libro de Bogotá selecciona los 39 autores menores de 39 años más representativos de América Latina, los cuatro cubanos elegidos (Wendy Guerra, Ronaldo Menéndez, Ena Lucía Portela y Karla Suárez) hayan sido publicados en España. No se trata de que no tengan calidad por sí mismos o de que esa lista tenga más o menos trascendencia, pero el peso que otorga el reconocimiento en la Península es indudable. A Gustavo Guerrero, la ansiedad de los escritores del continente por ser publicados y reconocidos en España lo lleva a esta preocupación que les leo: «¿para quién están escribiendo hoy nuestros novelistas? Dentro de la aldea global, el destinatario primero de sus narraciones no es ya exclusivamente latinoamericano -no es ya necesariamente latinoamericano-, pues la tradicional solidaridad entre contexto de producción y contexto de recepción se ha ido debilitando».
Un dato adicional que conocemos de sobra es esa preferencia ostensible por la novela a costa de otros géneros como el cuento, la poesía y el teatro. Seguramente eso ayuda a explicar por qué tantos de nuestros autores tienen al menos una novela escrita o por escribir. Otro tema importantísimo que merece ser abordado en algún momento es el de los premios; volveré sobre esto cuando cite alguna de las «confesiones» que adelanté, pero me parece que en los años 90 se produjo un fenómeno de rescate de la literatura latinoamericana, que sucedió al boom de la narrativa española de los 80. Yo no conozco bien la narrativa española, pero quienes la han leído bastante dicen que no se justifica en términos literarios ese boom estruendoso y artificial. El hecho es que en los 90 vuelve a producirse un «redescubrimiento» de la literatura latinoamericana que viene precedido -como es fácil suponer- de determinados premios, algunos nuevos, otros renacidos como el premio Biblioteca Breve de Seix Barral. Así, el Premio Alfaguara se lanza premiando a dos autores conocidos como Sergio Ramírez y Eliseo Alberto, y el de Seix Barral es un premio que todos asociamos con el boom de los 60, puesto que algunas de las mejores novelas del período (incluidas La ciudad y los perros y Tres tristes tigres) lo obtuvieron. Ahora revive para repremiar a autores latinoamericanos, lo que es una manera de relanzar la literatura latinoamericana. Es difícil hablar de estos temas porque corremos el riesgo de simplificar las cosas o subvalorar libros valiosos. Por lo general las grandes editoriales también tienen en sus catálogos a los mejores autores, y sería absurdo devaluar un libro porque ganara determinado premio. Los galardones no garantizan calidad pero tampoco le restan al libro la que pueda tener. Lo interesante es ver cómo se arman estos premios y estos booms por razones a veces totalmente extraliterarias. No hablo, por tanto, de las razones estéticas implícitas en el libro sino de los factores externos que influyen en los premios.
Me gustaría mencionar un caso que siempre me ha llamado la atención: el de Rubem Fonseca, ese excepcional escritor brasileño, un heterodoxo que se enfrentó al «sentido común» literario con un tipo de literatura que entonces parecía extraña en su contexto, esa literatura urbana, violenta que sigue escribiendo y a la que se sumaron después muchos otros narradores del continente. Fonseca tiene un cuento llamado «Intestino grueso» que es una especie de manifiesto en el que se queja de que cuando escribió sus primeros libros a principios de los 60 los editores le pedían escribir como un brasileño, le pedían escribir como Guimarães Rosa o como Machado de Asís, y él se negaba diciendo que vivía en medio de la urbe, en Río de Janeiro, y se negaba a escribir como esos maestros a quienes admiraba pero cuya literatura le resultaba ajena. Fonseca ganó la partida y al cabo de los años sus propuestas se convertirían en la literatura predominante al punto de que en Brasil los libros más exitosos son los que siguen esa estela. Hace poco conversando con unos escritores de ese país que vinieron al Premio Casa, ellos hablaban irritados del fenómeno. Lo que ha ocurrido es que una novela como Ciudad de Dios, de Paulo Lins, cuya película la ha hecho célebre, u otra novela como Infierno, de Patricia Melo, irritan a muchos porque ahora está teniendo lugar un proceso semejante al que padeció Fonseca pero de signo inverso, ahora la literatura brasileña debe centrarse en favelas, drogas, violencia extrema; se le hace muy difícil el panorama a los escritores brasileños que eligen otro camino. Ya no hay que escribir como Guimarães Rosa o como Machado de Asís, ahora hay que escribir, valga la paradoja, como Rubem Fonseca.
Antes de pasar a lo que he llamado las «confesiones» quiero recordar que leí hace poco un libro del esloveno Slavoj Žižek en que este habla de cómo en los antiguos países socialistas se está recreando el pasado como fenómeno cultural; ya no se habla para nada de las cuestiones políticas, ni las favorables (el sueño emancipatorio) ni las desfavorables (el terror estalinista). Esos dos polos -según Žižek- ya no interesan; ahora las referencias a aquel mundo se limitan a la cultura de lo cotidiano, de la vida diaria. Han convertido en algo chic los objetos que antes veíamos con desprecio. Él pone el ejemplo de Alemania, donde se ha puesto de moda la loción Florena, que durante años representó para la gente de la RDA una patética versión de las colonias de la RFA. Recordé eso al pensar en el caso cubano, precisamente porque entre nosotros no se ha producido un fenómeno semejante. Cuba empuja a reflexionar en otro sentido y a avanzar por otros rumbos; genera opiniones favorables o desfavorables pero no ha despertado esa frivolización de que habla Žižek. Los símbolos cubanos de estas décadas no tienen precio de anticuarios ni a nadie se le ha ocurrido devolver a la vida, hasta donde sé, aquella colonia llamada Galeón, a la que un chusco denominó «la esencia del socialismo». El tema Cuba despierta otros apetitos. Los editores suelen interesarse en un tipo de literatura en la cual adquiere protagonismo, digamos, una imagen ruinosa de La Habana, que podría funcionar como síntoma de una decadencia de mayores proporciones. Lo sorprendente es que esa estetización circula como si se tratara de un realismo veraz y documental.
Quiero mencionar tres ejemplos menores de cómo el editor condiciona un tipo de lectura. Aclaro que la intromisión de los editores en los textos no solo es legítima, sino necesaria, y que el deber de un editor no es publicar lo que le llega. Ahora bien, ¿sobre qué es lo que trata de influir un editor? Me parece ilustrativo el ejemplo de Jorge Herralde, uno de los más prestigiosos editores españoles, con una editorial (Anagrama) que hasta donde sé no ha sido devorada por los grandes grupos, y con un catálogo excepcional. Herralde es quien recibe los tres libros de cuentos de Pedro Juan Gutiérrez y propone publicarlos bajo el nombre de Trilogía sucia de La Habana, título que resonaría luego en la novela El Rey de La Habana. ¿Por qué esa recurrencia al nombre de La Habana? Es una pregunta que no voy a intentar responder ahora (ya en otro sitio he ensayado una respuesta) pero ese pequeño detalle induce a leer de cierto modo y crea una expectativa y una imagen concreta, y en cierta medida estereotipada de La Habana. Un caso menos sutil es el cambio de título de una novela de Amir Valle originalmente llamada Habana-Babilonia. Ese libro sobre la prostitución en Cuba circuló mucho por vía electrónica rodeado de una leyenda que involucraba al Premio Casa y que potenció su circulación. El hecho es que al publicarse en España le fue sustituido un título que me parecía bueno por otro tan pedestre como Jineteras. Más allá de la opinión que nos merezcan la propuesta de ese editor y la anuencia del autor, es obvio que el nuevo título escapa a una decisión de tipo literaria, y halla su explicación en los meandros del mercado y la política. Un ejemplo final me remite a un error mío. Hace poco, en una entrevista que reprodujo La Jiribilla y en la que me preguntaban sobre alguno de estos temas, me equivoqué al especular sobre la novela Todos se van, de Wendy Guerra. Yo tenía entendido que la novela narraba dos historias, una era el diario apócrifo de Anaïs Nin, del cual Wendy había adelantado un fragmento en La Gaceta…, y la otra era esa historia más cercana a lo autobiográfico que es Todos se van. Me parecía sorprendente que a Wendy le hubieran pedido separar la historia de Anaïs Nin. Luego ella aclaró que eran dos libros distintos, de manera que lo que ocurrió fue que priorizaron la publicación de Todos se van sobre el diario apócrifo. Reconozco que me equivoqué pero tengo la sensación de que mi pregunta sigue en pie. ¿Por qué si una autora cubana aparece con un libro cuya historia me parece fascinante, y muy bueno a juzgar por lo que leímos en La Gaceta…, los editores no se lo arrebatan de las manos y optan por un libro más sobre la Cuba de estos años? Cualquiera puede pensar con razón que los agentes y los editores necesitan establecer prioridades y saben introducir a sus autores en el mercado literario (y que eso incluye el orden de aparición de los libros). Estoy de acuerdo, pero no es una respuesta convincente. O más bien, es convincente, pero no es literaria. Y en el caso de los escritores cubanos implica un plus al que no podemos sustraernos.
Quiero terminar ahora con las dos confesiones que les anuncié. La primera está tomada de una conversación del escritor argentino Ricardo Piglia, donde le preguntan su opinión sobre el mundo editorial de hoy. Piglia habla de su experiencia con Jorge Álvarez, editor independiente que en los años 60 empezó a publicar libros de autores jóvenes: a Walsh, por ejemplo, y también el primer libro de Puig, el primero del propio Piglia, es decir, que era una editorial que se arriesgaba y desafiaba -desde una posición bastante excéntrica- a grandes editoriales como Losada, Emecé, Sudamericana, en cuyos catálogos aparecían Borges, Cortázar, Neruda o Asturias. «De esa experiencia», añade, «que también era la experiencia de una editorial de alternativa ligada a un espacio cultural que estaba en polémica con el establecido, yo fui en todos esos años ‘avanzando’, entre comillas, hacia editoriales más establecidas. Después publiqué en Sudamericana, que es una gran editorial, pero que tiene la tradición de ser de una familia de editores. Ellos han sido los editores de La vida breve, de Adán Buenosayres, de Rayuela. Hay que imaginar lo que era recibir una novela como Rayuela, por ejemplo. Ellos recibieron ese libro y decidieron publicarlo. Hoy sería imposible imaginar que alguien apenas conocido como Cortázar, que había publicado tres libros de cuentos y tenía prestigio en un círculo muy restringido, pudiera publicar una novela de 700 páginas si no fuera que el editor era alguien que tenía la idea de lo que debe ser un editor.» Luego Piglia propone una especulación ilustrativa y penosa a la vez: «Hoy vivimos una realidad absolutamente distinta. Por supuesto ningún editor editaría hoy un libro como Ficciones, de Borges. Muy difícil, muy intelectual, y encima son cuentos, el autor además es conocido como poeta y como autor de pequeños ensayos herméticos y extravagantes. Eso diría el informe de un editor hoy, sobre un libro como Ficciones. No es negocio.»
La segunda confesión la tomo de una entrevista a la persona que mejor conoce -mucho más, desde luego, que todos nosotros- ese mundo de las editoriales y sus normas de funcionamiento. Es una entrevista que le hicieron para el periódico La Vanguardia, de Barcelona (y que ahora reproduce la revista Número en Bogotá), a Carmen Ballcels. Además de ser la más célebre de las agentes literarias del ámbito de la lengua española, me entero aquí de que ha creado una empresa llamada Barcelona Latinitatis Patria, la cual impulsa una especie de proyecto de Barcelona como capital cultural de Hispanoamérica. Allí irían a parar, según su deseo, los manuscritos, archivos y bibliotecas de escritores y editores de la América Latina. En pocas palabras: la memoria literaria del continente. No comentaré nada de esto, sino que me limitaré a leer un fragmento amplio de la entrevista, elocuente de por sí. El entrevistador, Xavi Ayén, comienza citándola:
«Yo no tengo amigos, tengo intereses». ¿Es una frase suya?
Sí. Siempre he sido reticente a considerar amigos a gente con la que tengo un compromiso profesional, y ya no digamos los que son mi principal sostén económico. Un día, por teléfono, García Márquez me preguntó: «¿Me quieres, Carmen?» Yo le respondí: «No te puedo contestar, eres el 36.2% de nuestros ingresos».
¿Cuál ha sido su objetivo en la vida?
(…) el sueño de mi vida ha sido ser rica. Ha sido una obsesión: tener suficiente dinero como para no tener que pensar más en él. (…) Siempre he sentido fascinación por el dinero, por el poder que da, por la libertad de actuación que otorga.
¿Siempre quiso ser agente?
(…) Yo lo que quiero ser de mayor es poderosa de verdad, de esa docena de personas que sientan a los presidentes a sus mesas y deciden nuestro futuro sin que nosotros lo sepamos. Alguien como Jesús de Polanco.
Luego el periodista aborda el tema de los premios literarios en España, los cuales, en su opinión, sufren «una crisis de credibilidad». Según él, «se dice que las agentes tienen parte de culpa, al negociar bajo la mesa quien se va a llevar tal o cual premio». Balcells distingue entre los premios institucionales y los comerciales, aclaración que el periodista aprovecha para precisar la pregunta:
¿Y los premios comerciales, como el Planeta, el Alfaguara, el Nadal, el Herralde?
Todo el mundo los critica sin conocer su funcionamiento.
Explíquemelo usted…
En España se da la situación insólita de que hay miles, porque cada editorial concede el suyo, cuando no varios. Cada premio tiene una dotación económica, a cuenta de las futuras ventas del libro. Tienen la enorme ventaja, para la editorial, de que el premio ocupa un número de páginas importante en la prensa y espacio en todas las televisoras y radios, que tienen mucha más eficacia que los anuncios, ya que la publicidad de un libro tiene muy poca repercusión sobre sus ventas, y es tan cara que un solo título no puede soportar su coste.
Pero ¿cómo funciona el mecanismo de esos premios?
Transcurrido un tiempo desde la publicación de las bases, si la editorial no ha encontrado ningún título que le plazca, se dedica a cortejar a los escritores que cree ideales para ganar. A veces se acercan a un escritor de otra editorial, lo que algunos consideran un acto de pillaje, aunque para mí es legítimo.
Así, ¿son las editoriales las que buscan un ganador?
En realidad, los directores literarios nunca garantizan el premio, hay que decirlo en su honor. Ellos están segurísimos de que el autor al que abordan lo ganará, pero no lo garantizan explícitamente, dejan la decisión en manos del jurado. Una práctica habitual es decir: «Te compramos la novela por una cantidad que es la mitad de la dotación del premio. Si pierdes, te la publicamos pagándote ese dinero. Y si ganas, ganarás el doble».
¿Qué siente cuando mira a su alrededor, al mundo de la edición?
La impresión es muy buena. La compraventa de editoriales es constante y seguirá, con los grandes grupos abriendo un amplísimo espectro o, para ser más gráficos, abarcando la totalidad de la cultura. Casi todos ganan dinero. Veo a las editoriales pequeñas esperando crecer, y a las minúsculas, creando un modelo o una línea lo más definida posible para que los lectores se identifiquen con ellos. La complicación es la librería, que se vuelve más grande, y las editoriales pequeñas acabarán vendiendo sus libros los domingos a la salida de misa de once, por internet, en pequeños clubes de suscriptores…, pero siempre de manera difícil-
Prefiero no abundar en comentarios antes de pasar al debate, así que me detengo en estas dos «confesiones» ilustrativas y sugerentes.
Muchas gracias.
Intervención a propósito del tema «Escritores y mercado editorial en Iberoamérica». Espacio Ciclos en Movimiento, del Centro Cultural Dulce María Loynaz. La Habana, 24 de mayo de 2007