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Allende y Mandela

Fuentes: Rebelión

Este pasado verano han coincidido dos conmemoraciones de significado simbolismo para la izquierda mundial: el 90º cumpleaños de Nelson Mandela y el centenario del nacimiento de Salvador Allende. Ambos han sido recordados en los medios de comunicación de masas de una manera parcial y, por supuesto, interesada. En el caso de Mandela, cuya figura ha […]

Este pasado verano han coincidido dos conmemoraciones de significado simbolismo para la izquierda mundial: el 90º cumpleaños de Nelson Mandela y el centenario del nacimiento de Salvador Allende.

Ambos han sido recordados en los medios de comunicación de masas de una manera parcial y, por supuesto, interesada. En el caso de Mandela, cuya figura ha cobrado una dimensión planetaria como «abuelito» venerado por todo tipo de personajes públicos, desde jefes de estado hasta futbolistas o modelos, entre unos y otros, deliberada o inconscientemente, han rebajado su perfil político e ideológico, caracterizándolo sólo como la magnánima víctima de un encarcelamiento injusto, una suerte de Morgan Freeman en «Cadena Perpetua». Por ello se hace tanta insistencia en el símbolo de su paso por prisión, el número 46664 que le acompañó en Robben Island durante 27 años, pero se olvida cualquier arista de su personalidad y de su trayectoria que no sea digerible por el pensamiento dominante o que ponga en tela de juicio la actuación de los gobiernos que ahora le colman de premios pero antes quedaron pasivos ante la ignominia del régimen racista sudafricano.

Hay que recordarlo, Mandela fue un luchador contra el apartheid que militó en el Congreso Nacional Africano, considerado «terrorista» en los Estados Unidos hasta el 26 de junio de este mismo año. Y no es sólo el Mandela de antes de la cárcel el que evitan recordar los medios, también pasan de puntillas por su etapa de presidente de Sudáfrica que unió a todo su pueblo en una reconciliación sin amnesia, con una «Comisión de la Verdad » como la que nunca se pudo poner en marcha en España después del franquismo. Ya septuagenario y convertido en un mito viviente de la paz entre blancos y negros, celebrado y reconocido por todos, Nelson Mandela no dejó de ser contundente en sus posicionamientos públicos. Recuerdo perfectamente una comparecencia de prensa conjunta con Bill Clinton, entonces presidente y comandante en jefe de los Estados Unidos de América, en la que Mandela no tuvo reparo en defender la revolución cubana y denunciar el bloqueo norteamericano.

Por su parte, Salvador Allende encuentra el merecido reconocimiento como presidente democrático de Chile derrocado por un golpe militar -alentado y financiado por el gobierno de Estados Unidos- hace ahora 35 años. Y, efectivamente, Allende fue un demócrata profundo, que se empeñó en respetar y hacer respetar los procedimientos constitucionales, pero no fue ésa la razón -la sinrazón- del bombardeo del Palacio de la Moneda en que perdió honorablemente la vida. Si los poderes económicos, el estamento militar y el imperialismo se unieron para acabar con su gobierno fue por el proyecto revolucionario que no sólo proclamó sino que puso en marcha desde su victoria como candidato de la Unidad Popular en septiembre de 1970.

Allende era un socialista auténtico, comprometido con las luchas antiimperialistas en todo el mundo, desde Cuba a Vietnam, que tenía claro que «no hay socialismo sin área de propiedad social». Consecuentemente, nacionalizó la banca y las grandes empresas multinacionales del cobre, el salitre y la electricidad, profundizó la reforma agraria y terminó con el latifundio, y estimuló la participación de los trabajadores en la dirección de las empresas para poner el aparato productivo de Chile al servicio de su pueblo, y acabar con un subdesarrollo económico, social y cultural. Es este componente anticapitalista de la «vía chilena al socialismo» -como Allende no se cansaba de repetir, «en democracia, pluralismo y libertad»-, el que le hizo acreedor del odio de clase de quienes vieron amenazados sus privilegios y conspiraron desde el primer día para derrocarle, el que queda difuminado en muchos de los homenajes que se le rinden hoy en día. (Ver reivindicando a Allende a políticos que han votado a favor de la Directiva de retorno de inmigrantes en el Parlamento Europeo produce indignación y vergüenza ajena a partes iguales.)

Tenemos desde la izquierda la obligación y el derecho de reivindicar la memoria de ambos personajes históricos, pero sin almíbares, con toda su dimensión política, para que nos sirvan de referencia en nuestras luchas de hoy. Siendo hombres excepcionales y con un criterio personal inflluyente, Allende y Mandela mantuvieron siempre un sentido de disciplina militante hacia sus organizaciones -el Partido Socialista Chileno y el Congreso Nacional Africano-, conscientes de que su fuerza estaba en la fortaleza de los movimientos populares que lideraban. En el contexto de la Guerra Fría ambos fueron acusados permanentemente de comunistas y, aún no siéndolo, no renegaron de sus compañeros de lucha sino reivindicaron con firmeza su alianza con el Partido Comunista (en palabras de Mandela, «el único grupo político de Sudáfrica dispuesto a tratar a los africanos como seres humanos e iguales»). Allende y Mandela no sólo quisieron dejar testimonio de su oposición a un sistema opresor e injusto, sino que se implicaron en la transformación real y concreta de su país con el objetivo de acabar con la pobreza y el subdesarrollo, y con el más innoble de los regímenes políticos, el apartheid. Gobernaron, en suma.

Hoy quienes aspiramos a un cambio social tenemos que seguir su ejemplo de militancia, unidad y compromiso, sabiendo que la realidad sobre la que actuamos no es ni el Chile de los 70 ni la Sudáfrica del apartheid, sino un capitalismo globalizado que genera beneficios astronómicos para unos pocos -en unos pocos países- asentado sobre la explotación de la pobreza de la mayoría.

Salvador Allende y Nelson Mandela, mártires a su pesar, son dos de los «mitos laicos» de la izquierda cuyo ejemplo hemos de recordar para mantener la capacidad crítica y el compromiso militante frente al pensamiento único, el anticomunismo teledirigido y el sectarismo de salón. Como ellos, hemos de ser conscientes de nuestro papel en la historia para no rendirnos al conformismo y seguir intentando «abrir, más temprano que tarde, las grandes alamedas por las que pasará el hombre para construir una sociedad mejor».