La expansión acelerada de la mancha térmica del incendio del Amazonas está provocando otro incendio semejante en la opinión pública. Pero este incendio, y la bruma que extiende, tiene la peculiaridad -como es usual en lógica militar- de distraer la atención mientras se ponen en acción otros propósitos que, al no ser considerados, logran una […]
Apliquemos un procedimiento inverso para entender la situación; de los efectos mediáticos vayamos a desentrañar al poder beneficiario del caos que pueda producirse. Redirigir las preguntas nos ayudaría a superar un maniqueísmo simplón que sólo lograría la destrucción mutua porque, en tal caso, todos coadyuvarían, sin proponérselo, a generar otro incendio con cara de infierno, que es, por ejemplo, lo que desataron las potencias occidentales en Irak, Siria o Libia, al amparo de «nobles causas» y con la complicidad de una opinión pública que creyó ingenuamente en tales ficciones.
Adónde nos conduce una situación de desestabilización regional, a las puertas de una definición electoral del cono sur, es una buena pregunta ante lo demasiado oportuno («good timing» dirían los gringos) de un desastre ambiental que podría originar la declaratoria de «emergencia mundial» que ya la viene pregonando un anacrónico G7. En esto hay que ser claros, nunca una ayuda proveniente de los países ricos ha sido generosa sino parte de una política intervencionista e injerencista. Si esto es así, la hipótesis de la deliberada diseminación de los focos de incendio, cobra otros matices. No se puede olvidar que nos encontramos en un proceso de crisis civilizatoria y que las actuales guerras frías no declaradas expresan políticas de sobrevivencia que el sistema capitalista asume como últimos recursos para restaurar su hegemonía.
Entremos en contexto, el neoliberalismo no fue la expresión del triunfo del capitalismo sino la respuesta del poder financiero ante el fracaso del sistema económico; pues desde los setentas, el crecimiento global ha sido mediocre y no responde a las expectativas exponenciales del capital. Si el repunte de ganancias que se logra con el efímero auge del neoliberalismo provoca la crisis financiera del 2008 (porque se trata sólo de burbujas) y, paradójicamente, la globalización no logra controlar al mundo sino provoca un relevo que vira la economía al Oriente en desmedro del propio Occidente, resulta que el sistema-mundo moderno -que lo hegemoniza el dólar- se desintegra y se deshace en una suerte de demencia sistémica que apuesta incluso contra su propia sobrevivencia (Trump y Bolsonaro son la personificación de aquello; evangélicos ambos, declaran fidelidad a un milenarismo que recluta cruzados para desatar una nueva guerra «del bien contra el mal»; el ensañamiento contra inmigrantes e indígenas de ambos es fiel a la teología de conquista).
La lógica del capital es suicida, pero lo grave es que, en esa lógica, arrastra a toda el sistema económico a asumir apuestas irracionales, creyendo que son las más «racionales». En ese sentido, lo que sucede en el Amazonas no tiene que ver directamente con los efectos del cambio climático sino con una apuesta demencial que optan los poderes fácticos mundiales por pura apuesta de sobrevivencia, incluso a costa de la propia base de existencia de la humanidad. La quema del Amazonas parece premeditada y tendría propósitos geopolíticos.
Si la geoeconomía del dólar se acostumbró a vivir provocando guerras en todo el mundo, ahora, por sobrevivir, apuesta por desatar «calculadamente» un infierno que le reditúe las ganancias que ya no puede lograr. No es sólo la reducción de los recursos energéticos y estratégicos sino que, poco a poco, estos se escapan a su control. Reponer ese control es asunto de sobrevivencia para la decadencia del orden unipolar que sostuvo al Imperio. Como ya no puede reponer su hegemonía, sólo le queda desatar escenarios que legitimen un «estado de emergencia,» como pretexto para imponerse como único garante de estabilidad regional.
Tomar como rehén al Amazonas sería el principio de una contención estratégica ante la expansión de la Nueva Ruta de la Seda en Sudamérica; esto significaría el aplazamiento del proyecto bioceánico que integre a Sudamérica con el pacífico, porque esta integración significaría, a mediano plazo, el desplazamiento del dólar y, en consecuencia, de la hegemonía imperial. No sólo de guerras se reaviva el dólar sino también de los desastres; es decir, generar una devastación apocalíptica constituye un «aprovechamiento de oportunidades» ideal para una hegemonía moribunda. Como en el auto-atentado a las torres gemelas, el desastre se convierte en negocio, no sólo porque justifica declarar una guerra sino por el cobro de los gastos de guerra, es decir, asaltar la riqueza del vencido.
Por eso no es nada casual que el presidente francés Macron (portavoz de la banca financiera) haga un llamado puntual a las potencias mundiales del ya fenecido G7 para «hacerse cargo» del Amazonas. Esto significaría, como segundo paso, la instauración de una instancia supra-nacional que tome decisiones por sobre la soberanía de los Estados involucrados en la declaratoria de «desastre ambiental». Aquello no sólo en vistas a reponer el control sino de sembrar el «caos constructivo» en la región, ya que los planes de intervención en Venezuela fracasan.
El Amazonas, junto al acuífero guaraní y la cuenca del Orinoco, son las reservas globales de agua dulce más grandes del planeta. La última reunión de Bolsonaro y Benjamín Netanyahu ya tuvo como prioridad el deseo de «privatizar» el rio Amazonas para favorecer a empresas israelíes. Al Estado sionista ya no sólo le interesa la Patagonia sino que ahora mira al Amazonas. Lo mismo expresa el llamado de Macron, acorde al deseo financiero de monetizar todos los acuíferos, adelantándose así a las futuras crisis globales del agua. Allí también se mete Washington para despejar el norte amazónico colindante con la reserva petrolera más grande del planeta, es decir, Venezuela (el think tank «Foreign Policy» ya publicó un artículo donde Stephen Walt pregunta: «who will invade Brazil to sabe the Amazon?» y recuerda que la ONU considera la crisis ambiental como una amenaza a la paz y seguridad internacional). Todos quieren una parte del pastel amazónico y tienen los instrumentos legales, vía ONU (artículo 42 del Consejo de Seguridad), para declarar una «intervención humanitaria» acorde al clamor provocado de «ayuda internacional»; eso significaría la militarización de nuestra región y la agudización de los conflictos ya existentes. En ese sentido, la desidia de Bolsonaro no es insensata, tiene lógica; así como la hipótesis de una quema deliberada.
Como en la intervención militar a procesos democráticos en la región, la quema del Amazonas no significa sólo una quema forestal sino la destrucción sistemática de cualquier tipo de economía alternativa sostenible, que demuestre hasta la ineficiencia de los rendimientos productivos del capital. La complicidad del presidente brasilero con el capital agroindustrial para expulsar a los pueblos indígenas y apropiarse de tierras que, desde la lógica capitalista, aparecen como «improductivas», expresa aquello. Es sintomático que este argumento se actualiza siempre en circunstancias de crecimiento negativo; pero la lógica capitalista no sabe ingeniarse el cómo cualificar su propia producción sino que busca nuevos nichos de explotación, donde desarrolle su lógica de despojo sistemático: destruir para producir.
Entonces, el objetivo del otro incendio tendría como fin provocar, en la opinión pública, la justificación para desatar, en la región, un incendio mayor con cara de infierno; las redes sociales ya vienen promoviendo condenas, de todos contra todos, dando paso a una desestabilización impensada que apuntaría, no sólo a frenar los actos electorales, sino a legitimar una intervención con cara de «ayuda». Partiendo de estas consecuencias probables, es que se puede desencubrir una digitación calculada que no es sopesada por una crítica ambientalista que deja de lado la ecuación geopolítica y es ingenua de la funcionalización que hace el sistema económico mundial, incluso del discurso del cambio climático, como generador de nuevos procesos de acumulación capitalista.
La última contienda electoral en Argentina repercutió negativamente en los mercados, porque aquello estaría reconfigurando un nuevo equilibrio geopolítico en Sudamérica. La tendencia creciente en Bolivia, Argentina y Uruguay, amenaza al propio Brasil, pues se rodea de gobiernos que influirían en su propio panorama político. Esto afecta a los intereses de los poderes fácticos globales que se encuentran en plena crisis de sentido vital y enfrentan el fin de su hegemonía centenaria. La expansión de la Nueva Ruta de la Seda que promueve China, tiene a Brasil y Bolivia como pivotes de la inclusión de Sudamérica en un proyecto de infraestructura de comercio global, que terminaría de desplazar al dólar y al atlántico como ejes de la economía mundial.
Si esto es así, una crisis medioambiental extendida pospone los planes de integración geoestratégica de Sudamérica hacia el pacífico. Curiosamente, no se trata de hechos casuales, ya que aunque los focos son aislados, la sincronía de estos y la configuración de una mancha compacta entre Brasil y Bolivia, confluye tres regiones estratégicas: el Pantanal, el Amazonas y la Chiquitanía, las cuales deberían ser conectadas por el tren bioceánico.
Las tres aportan una cantidad considerable de oxígeno al planeta, por encima del 25%, además de una absorción importante de CO2. Una catástrofe ambiental como la que estaría produciéndose, casa como anillo al dedo a la propuesta de que las potencias occidentales se «hagan cargo» del Amazonas, por encima del Estado brasilero; es decir, la promoción de una instancia supranacional que haga de guardabosques global, reduciendo las atribuciones estatales de nuestros países al mínimo (acorde al plan imperial de acabar con las soberanías de nuestros países).
La potestad y administración de los recursos hídricos (si finalmente pierden el petróleo) es fundamental para la sobrevivencia del dólar; desde Bush ya se ha sabido la importancia que le da la geoeconomía del dólar a los acuíferos del Amazonas, Orinoco y el Guaraní. Se trata de su sobrevivencia. La guerra fría (de divisas y aranceles) que promueve el dólar y que no resuelve su decadencia, se extendería ahora al monopolio de áreas estratégicas y esto entra en concordancia con la nueva colonización de la biodiversidad y la biomasa del planeta que se propone la economía verde.
Que el gobierno brasilero tenía toda la logística necesaria para contener la expansión del incendio (aun cuando se haya recortado más del 40% al presupuesto de las FF.AA. brasileras), da cuenta de una complicidad que reafirma la hipótesis de la quema inducida. Bolsonaro ya anunció en campaña el despojo de reservas indígenas para beneficio de los agroindustriales. Pero, si las cosas se complican, entonces, como de costumbre en la historia colonial, ni siquiera estos saldrán beneficiados sino los poderes foráneos que desplacen a los capitales locales para, en su debido momento, iniciar un nuevo saqueo más perverso.
En el caso boliviano, si bien es simplona la referencia mecánica causa-efecto de disposiciones legales que viabilizan los chaqueos o «quemas controladas» y la extensión de la frontera agrícola, como detonantes del incendio de la Chiquitanía y del Pantanal (pues ningún gobierno socavaría su vigencia de modo tan explícito); hay que decir que las apuestas gubernamentales ya han sido funcionalizadas por una apuesta desarrollista que, en muchos casos, ha derechizado la política gubernamental (haciendo que adquiera compromisos que van en franca contradicción con la propia Constitución y con la enarbolada «defensa de los derechos de la Madre Tierra»). En los mismos discursos del jefe de Estado es ya notable la ausencia del «horizonte plurinacional» y del «vivir bien»; lo que se reitera es, más bien, una cándida apología de los criterios básicos del capitalismo, como son el crecimiento y el desarrollo.
Este viraje desarrollista que festeja el crecimiento como único fin económico, lleva al «gobierno del cambio», inevitablemente, al pacto con los grupos de poder que influyen en el viraje de la producción nacional a la pura exportación. No es raro que el vicepresidente sea uno de los principales promotores de este viraje, pues representa a una izquierda, precisamente, «progresista», fiel al dogma de una «economía del crecimiento», que es justamente lo que ha entrado en crisis en el siglo XX.
No vamos a negar el carácter anti-imperialista del gobierno, pero también hay que decir que ese anti-imperialismo no significa necesariamente un anti-capitalismo. Todas las normativas señaladas responden a la apuesta pragmática que iguala, tanto al oficialismo como a la oposición, en una misma creencia: el progreso infinito, como base mítica del desarrollo y el crecimiento; ilusiones que sostienen al capitalismo y hace del crecimiento su forma de ser exponencial y que es, precisamente, lo que entra en conflicto con la base finita de la vida y del planeta.
Si se piensa desde el capital, se tiende a creer que el financiamiento es lo decisivo en una economía que funcionaliza la producción y el consumo para la exportación; en tal caso, la soberanía se hace relativa a las prerrogativas del mercado mundial que, de ese modo, restituye nuestra dependencia por transferencia sistemática de valor. De ese modo, nuestra humanidad y la naturaleza son subsumidas como mediaciones de esa transferencia. La obtención de recursos económicos, que debiera constituirse en una mediación, se convierte en la máxima prioridad, llevando al Estado a reorganizar las necesidades nacionales como simples atractores de inversión. Entonces, la lógica de la inversión se encarga también de restaurar relaciones capitalistas de dependencia estructural.
Ahora bien, si el gobierno posee todavía la sensibilidad de atender, ya no sólo el desastre, sino la exigencia hasta natural de retornar a una agenda plurinacional y descolonizadora, el fuego -como purificador que es, en la cosmovisión indígena- habrá tenido un propósito simbólico; del cual se pueda promover un re-encause del diferido «proceso de cambio» (y hacer del «vivir bien» un auténtico referente mundial del sentido que debiera tener la transición civilizatoria). Esto incluso le serviría políticamente para revertir el desencantamiento actual e impedir definitivamente el retorno de la derecha al poder. Hay que decir que la derecha, en el parlamento, votó también unánimemente la ley de extensión de la frontera agrícola para beneficio de ganaderos, agroindustriales y terratenientes comprometidos con el capital transnacional.
El propio gobernador de Santa Cruz y su agrupación «Bolivia dijo no», ligado a grupos empresariales como la CAINCO y la CAO, no se pronunció sino hasta cuando los incendios ya eran de una magnitud catastrófica. Tampoco sorprende el silencio de la otra agrupación de derecha «comunidad ciudadana», que aspira derrocar a Evo Morales en las próximas elecciones. Por ello, el incendio en las redes sociales -promovido principalmente por la derecha pro-gringa- es funcional para desacreditar de forma maniquea toda la gestión gubernamental; al cual se suman ciertos ambientalistas radicales que no calculan su demasiada cercanía a los argumentos colonial-señoriales, cuya oposición se reduce al odio manifiesto contra el indio presidente.
A estos habría que señalarles que su decepción es también producto de un romanticismo que pretendía encajar, en el indio, la versión inventada del «bon savage» como adorno del paisaje. Desgraciadamente los purismos solo conducen a la pérdida del sentido de realidad. Si el líder se ha creído los mitos moderno-capitalistas que, a su vez, son constantemente alimentados por su círculo inmediato de socialistas ortodoxos, es consecuencia de la colonialidad imperante que los supuestos críticos debieran saber desentrañar (además en sí mismos), para superar su idilio no correspondido y no caer en la defenestración maniquea, que sólo favorece a los afanes regresivos de la derecha neoliberal, para terminar de destruir lo que tanto dicen defender.
Hoy llovió en la Chiquitanía. La realidad es simbólica. La PachaMama no es una entidad indiferente, le afecta la condición ética de quienes la habitan. Ella misma puede revertir un incendio y convertirlo en purificación. Todo depende del grado de conectividad del hijo e hija con la Madre. Por eso, la fuente de todo poder descansa, en última instancia, en la «qamasa» de la «Pacha», es decir, en la energía que, como sustento vital, nutre la voluntad humana. Restaurar esta conectividad es la fuente del verdadero poder que significa la capacidad trascendental de crear, restaurar y renovar la vida.
El individuo moderno es el que ha olvidado esta sabiduría, por eso su inteligencia es ciega ante los desastres que produce la economía que ha creado para revolcarse en la riqueza, olvidando que la riqueza no es un fin humano sino lo que posterga siempre la posibilidad de vivir un mundo más digno y justo, donde nadie tenga que ser sacrificado para el beneficio inmerecido de otro.
Rafael Bautista S. es autor de: «El tablero del siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un orden global post-occidental», de próxima aparición y dirige «el taller de la descolonización». [email protected]
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