Medio en broma medio en serio le comentaba este verano a un amigo que la muerte de toda civilización se anuncia siempre a través de tres indicios ya muy activos hoy a nivel global: el libertinaje, el fanatismo religioso y el animalismo. Si uno tiene presente la descripción clásica de Gibbon sobre la decadencia del […]
Medio en broma medio en serio le comentaba este verano a un amigo que la muerte de toda civilización se anuncia siempre a través de tres indicios ya muy activos hoy a nivel global: el libertinaje, el fanatismo religioso y el animalismo. Si uno tiene presente la descripción clásica de Gibbon sobre la decadencia del imperio romano, aceptará sin dificultades las dos primeras señales. El «libertinaje» -utilizo esta palabra con la autorización del puritano Gramsci- se ha impuesto de manera transparente a través del consumo, que ha conquistado también, al contrario de lo que ocurría en el modelo romano, a las clases populares. El mercado es antipuritano y «liberalizador» y, a través de la publicidad y las redes sociales, es virtualmente universal incluso en el marco de una crisis económica que ha restringido el número de sus beneficiarios.
Frente al mercado y sus pautas libertinas, era de esperar una reacción mecánica y extrema: una explosión religiosa de las periferias (internas y externas) acompañada, como en la Roma del siglo IV, de una victoria de la «praxis» o, si se prefiere, de la sincronía entre la conversión y la violencia. El terrorismo yihadista (con los atentados de París y Bruselas como paradigmas) pueden interpretarse como la publicidad ruidosa y destructiva, al igual que el martirio clásico, de una fulminante transformación personal: es la cara negra, si se quiere, del antipuritanismo de las redes. En todo caso, un debate como el del burkini, que nos ha tenido tan entretenidos este verano, sólo es explicable en la decadencia de una civilización: allí donde el patriarcado parasita tanto la desnudez como el velo y el mercado se suma, como un fanatismo más, a la guerra de religiones. El «libertinaje», que debería imponerse solo, se descubre de pronto fracasado y trata de imponerse por la fuerza, alimentando así el fanatismo conservador al que se opone.
En tiempos de crisis, libertinaje y fanatismo subrayan la descomposición de las instituciones y la ausencia de alternativas políticas. En estas condiciones, la única tercera vía que se nos ocurre suele ser de orden espiritualista. Hablar del «animalismo» como de un indicio más de decadencia no es un chiste. Al contrario de lo que creen sus muy honorables defensores, el animalismo -y el veganismo- no son la expresión de un progreso civilizatorio sino la rutinaria manifestación de su fracaso. El animalismo es tan antiguo y recurrente como la descomposición de los imperios. La larga decadencia de la civilización romana estuvo puntuada por movimientos espirituales muy fuertes que, frente al libertinaje urbano y al fanatismo cristiano, predicaban precisamente el anti-especismo y la consideración no jerárquica de la naturaleza: animalistas y veganos fueron, por ejemplo, el plotinismo de Porfirio, las diversas corrientes gnósticas o el muy difundido maniqueísmo.
Lo que caracteriza el fin de una civilización es precisamente la confusión entre los hombres y los animales. Un exceso de civilización -el ideal de tratar a los animales como si fueran hombres- suele preceder y anunciar un exceso de barbarie: la práctica de tratar a los hombres como si fuesen animales. Toda civilización es algo así como una injusticia regulada. Traza una línea más o menos convencional y más o menos ampliable entre humanos y no-humanos, aceptando que la justicia perfecta -la erradicación de toda forma de sacrificio- entrañaría también la erradicación de la cultura y de la especie humanas. Podemos tomar partido misántropo por los animales y militar contra la humanidad, la fiera más salvaje, pero con ello nos limitaríamos a invertir las jerarquías en el aire. O podemos asumir la diferencia entre hombres y animales y considerar civilizadamente el maltrato animal como un síntoma de barbarie, a condición de recordar, como hace el gran Rafael Barrett, que es el maltratador humano el que debe preocuparnos y que la única forma de salvar al maltratado animal es salvar a su verdugo.
Hay muchas y muy buenas razones civilizadas para limitar severamente el consumo de carne, asociado a una industria alimentaria criminal, o para prohibir, por ejemplo, el toro de la Vega. Un pueblo que disfruta persiguiendo y acuchillando a un animal no es fiable a la hora de redactar una constitución y merece sin duda más educación. Pero la tauromaquia es otra cosa. El torero no disfruta matando al toro sino citándolo y evitándolo; y sus espectadores no participan en una carnicería sino en una teatralización de la frontera civilizatoria y sus reglas siempre insuficientes frente a la violencia y la muerte. No me gustan los toros y creo que, salvo en Pamplona, se extinguirán, como el PP, cuando se mueran los más viejos. Pero me gustan aún menos los antitaurinos: confunden a hombres y animales, aceptan la triste victoria de la tecnología sobre la naturaleza y se esfuerzan por expulsar la lucha contra ella (contra la naturaleza) del último lugar donde aún es visible. Tal y como están las cosas, mucho me temo que, cuando consigan su propósito, en las plazas de toros, en lugar de corridas, se celebrarán de nuevo sacrificios humanos.
La alternativa es -sigue siendo- entre civilización y barbarie. No hay una tercera vía en la que los corderos yacerán junto a los leones y los humanos vivirán sin trabajo, violencia y muerte, como en el Edén bíblico. La civilización consiste en defender y ampliar los derechos humanos (salvíficos también para los animales) y en traducir el trabajo, la violencia y la muerte inevitables en el mínimo daño y el máximo arte. Cuando, frente al mercado fanatizado y el fanatismo religioso, sólo se nos ocurre la solución espiritualista del animalismo y el veganismo, tan bien intencionados y tan errados, es porque se ha impuesto ya el indicio que resume y hace inevitable la muerte de una civilización: la muerte de la política.
Fuente original: http://www.atlanticaxxii.com
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