A sus 76 años Andrés Sorel (Segovia, 1937) se refugia en el escepticismo para reflexionar sobre el futuro de una sociedad proclive a repetir, de manera recurrente, los errores del pasado. Ni siquiera la proscripción a la que ha sido condenada su última y descarnada novela «Último tango en Auschwitz» (Akal) le pilla por sorpresa: «Al menos cuando tu obra era censurada por el franquismo aquello te daba algún cachet», comenta con sorna.
Extremadamente culto y exquisito en sus formas, el escritor segoviano ha querido ahondar en el ejercicio de responsabilidad colectiva que propició el mayor genocidio de la Historia, y lo hace a través de un texto sin concesiones, arduo y difícil donde la connivencia de civilización y barbarie ocupa un papel destacado porque, como él mismo dice, «Auschwitz no termina en Auschwitz».
¿De dónde surge la necesidad de abordar un texto tan complejo como éste basado en un tema tan arduo como la experiencia de un prisionero de Auschwitz?
Pues viene de largo, concretamente de hace treinta años cuando tuve la oportunidad de visitar Auschwitz, pero no en plan turista como se hace ahora. En aquél entonces aquello estaba cerrado. Yo estaba invitado por el Ministerio de Cultura polaco a impartir una serie de conferencias allí y ante mi insistencia me facilitaron el acceso al Campo. Una vez en él tuve la oportunidad de pasear, absolutamente en soledad, durante tres o cuatro horas por el lugar. Al salir, estuve dando una vuelta por los alrededores y pensé en todas las personas que vivían en las inmediaciones del Campo, que habían visto pasar los trenes, que habían visto salir el humo de los crematorios y que, sin embargo, siguieron haciendo su vida con normalidad como si allí no pasase nada. Esa sensación fue la que me llevó a pensar que tenía que escribir una novela sobre Auschwitz pero con un enfoque diferente al habitual, donde la culpabilidad suele concentrarse en una galería de personajes negativos o malvados.
Tomando como referencia la Ley de Auschwitz: nadie habla de Auschwitz; si habla no comprende nada, si comprende lo olvida en seguida, ¿por qué cree que olvidamos enseguida? ¿Por la natural repulsa que nos produce el terror o por una institucionalización del olvido?
Por una mezcla de las dos cosas. Por una parte está el olvido real que experimentaron los sobrevivientes del campo de exterminio, quienes al retomar su experiencia como ciudadanos libres enseguida percibieron que eran molestos para la sociedad en general, deseosa de pasar página enseguida y enterrar la experiencia de la guerra. Algunos de estos sobrevivientes incluso llegaron a sentirse culpables por no haber muerto en Auschwitz y, sin embargo ¿no se trata de una culpa compartida? Todos (y no hablo sólo de la sociedad civil alemana, sino de otras naciones y otros Estados) colaboraron, bien por acción bien por omisión, en la perpetración de aquél horror que derivó en el mayor genocidio de la Historia. Ese sentimiento de culpa colectivo es el que fue generando la institucionalización del olvido y el que llevó a muchos sobrevivientes de los campos de exterminio al suicidio, al sentirse doblemente condenados y doblemente responsables.
De todo lo expuesto deduzco que, para usted, esa culpa compartida es la que hace inasumible socialmente un fenómeno como el que se dio en Auschwitz, generando un gran pacto de silencio, por así llamarlo.
Es que detrás de toda la jerarquía nazi y de quienes dirigían el campo de exterminio, hubo banqueros, intelectuales, catedráticos, periodistas y, sobre todo, hubo una población sometida que aceptó participar, sin cuestionarse nada, en aquellas labores que se le encomendaron desde los poderes públicos, algo que encaja perfectamente dentro del patrón de sociedad fuertemente burocratizada que fuimos desarrollando en el siglo XX. Y ese patrón se sigue reproduciendo hoy en día, por eso para mí Auschwitz no termina en Auschwitz, puede que no estemos sometidos a un régimen totalitario con las características del nazismo, pero la dialéctica propagandística pergeñada por Goebbels donde una mentira cien veces repetida se convierte en verdad, está a la orden del día en los procesos de comunicación actuales, desde los que el poder político somete a la población civil. Eso por no hablar de aquellos nombres propios que fueron el sostén económico del nazismo, nombres como Hugo Boss, Siemens, Thyssen… que a más de uno le sonarán.
¿Y la sociedad civil por qué sigue tragando ante determinados abusos?
Pues por una mezcla de miedo y de instinto de supervivencia. Miedo a que, aun estando como estamos, el futuro sea aún peor que el presente, miedo a perder lo poco que aún nos queda, lo que conduce a un instinto de supervivencia donde algo es siempre mejor que nada. En suma, se trata de la desmovilización de la sociedad civil de la que son responsables no sólo quienes implantan las reglas del juego sino quienes las aceptan, quienes deciden seguir jugando a este ejercicio de falsa democracia en el que vivimos hoy.
En cualquier caso y ante esa tendencia a obviar el horror, ¿por qué como escritor siente esa necesidad de confrontar al lector de nuevo con él?
Como escritor yo sigo la enseñanza de Kierkegaard según la cual «no vale la pena narrar una historia del pasado que no pueda convertirse en presente». En este sentido soy perfectamente consciente de que escribir una obra como «Último tango en Auschwitz» donde apelo permanentemente al lector, instándole a que sea él el que interprete, el que asuma el texto como una experiencia propia, puede generarle malestar. Pero ese malestar también tiene que ver con las leyes que rigen la literatura actualmente, donde prima la necesidad de evasión y donde todo queda sujeto a las leyes del mercado, convirtiendo la actividad literaria en una suerte de feria de vanidades donde algunos parecemos no tener cabida.
¿Lo dice por la experiencia vivida con esta novela?
Sí. «Último tango en Auschwitz» es un libro que no sólo ha permanecido ignorado por parte de los grandes medios, sino que incluso algunos críticos han recibido instrucciones muy precisas para no hablar de él y esto lo sé porque ellos, a título individual, me han escrito a mí alabando la novela pero diciéndome que estaban atados de pies y manos en sus respectivos medios para incluir reseña alguna sobre ella.
¿Por qué cree que le han asignado esa etiqueta de proscrito?
Pues básicamente por lo que te comentaba antes. Porque yo no creo en la falsa literatura, porque no puedo, ni quiero, escribir historias intrascendentes. Siguiendo el dictado de Kafka creo que cada novela debe de ser como «una bala dirigida a la mente del lector», que le haga pensar y reflexionar, que le obligue. Un libro no debe de ser inocente, pero tampoco lo son los medios, ni los críticos, ni el mercado, que hacen lo que pueden por marginar a aquellos que no nos dejamos dominar por el pensamiento único.
¿Y para hacer pensar al lector, para implicarle, para obligarle, es necesario incomodarle?
Sí porque no cabe la frivolidad ni el reduccionismo cuando uno habla de un tema como el de Auschwitz donde lo que se cuestiona es una gran crisis de la civilización en la que se puso freno al pensamiento crítico y se llevó a extremos nunca antes explorados las técnicas de alienación colectiva. De ahí que, como te comentaba antes, se me antoja un tema absolutamente vigente.
No me refería tanto a la sensación de incomodidad que genera confrontarse con un tema como el de Auschwitz como a la que deriva del modo en que usted lo evoca en este libro: apostando por esa suerte de monólogo interior y esa estructura de párrafos continuados y casi sin signos de puntuación, algo que provoca desasosiego en el lector.
Justamente esa era mi intención, crear un lenguaje que fuera duro y agobiante, en cierto modo. Ten en cuenta que representar el espanto que se vivió allí en clave realista resulta algo imposible. De hecho muchos autores, desde Cela a Günter Grass, dijeron que después de aquello, escribir un verso, una línea de texto, se antojaba una tarea ímproba. Auschwitz es el horror en un estado tan puro, tan despojado, que ni mil cámaras que hubieran estado filmando el día a día de lo que allí aconteció hubieran recogido una imagen que hiciera justicia a la barbarie, cuanto más intentar representarla desde la palabra escrita. Por eso yo lo que he intentado es entrar en el corazón de todo aquello apelando a una estructura polifónica donde cupieran muchas voces y se fueran superponiendo, de ahí que juegue continuamente con la reiteración y apueste por la construcción de una secuencia circular de los hechos desde la que evito cualquier tentativa de narración lineal, una estructura que tiene también algo de ensoñación, de irreal, donde cabe la pregunta ¿realmente todo aquél horror existió?
Al mismo tiempo me interesaba mostrar ese entronque que hubo entre civilización y barbarie. El protagonista es un músico y es sabido que los nazis eran unos grandes amantes de la cultura y, de manera singular, muy melómanos. Entonces surgen las preguntas ¿En qué modo cabe la belleza en medio de aquél horror? ¿Puede haber salvación en el arte? Son esas interrogantes las que me empujan a escribir y no tanto el afán por facilitar respuestas al lector.
En esas preguntas está implícita la reflexión sobre la responsabilidad social de los artistas, de los intelectuales…
Normalmente los intelectuales, ante cualquier crisis, suelen quedarse sin capacidad de reacción. Ahora mismo asistimos a un silencio preocupante de buena parte de los intelectuales y de los creadores, quienes antes de alzar la voz, sopesan la repercusión que tendría para su propia posición social adoptar una actitud desafiante con el sistema. Esa colaboración de los artistas con el poder se da ahora y se dio entonces. En ciertas situaciones no cabe la equidistancia.
Entonces esa frase recurrente de que «el arte siempre estará por encima de las ideas» ¿qué le sugiere?
Rechazo. Nada hay más importante que las ideas en las que se fundamenta la convivencia, ideas como las de igualdad, justicia social o equidad, no pueden quedar por debajo de ningún otro concepto. Por otra parte es mentira que haya un arte «descomprometido», como tantas veces se dice. Todo arte está comprometido, ahora bien puede estar comprometido con el poder rindiéndole pleitesía y como tal ser un arte vasallo, o con las ideas de progreso y transformación social. El matiz se encuentra ahí.