Acaso sea ésta que yo voy a recordar ahora una de las más bellas historias que hayan ocurrido en los últimos años por estos lares: En una prisión francesa cierto patriota vasco recibe una visita reglamentaria de su hermano. Durante la entrevista, el prisionero se viste con las ropas del visitante y éste ocupa el […]
Acaso sea ésta que yo voy a recordar ahora una de las más bellas historias que hayan ocurrido en los últimos años por estos lares: En una prisión francesa cierto patriota vasco recibe una visita reglamentaria de su hermano. Durante la entrevista, el prisionero se viste con las ropas del visitante y éste ocupa el lugar del preso, el cual abandona la prisión y se dirige a la calle de manera que unos instantes después se halla en libertad. Allá en el calabozo queda su hermano, que así queda preso. ¿Qué le ocurrirá al nuevo prisionero allí dentro? ¿Obtendrá su libertad por la aplicación de lo que yo llamo «los derechos de Antígona», es decir, quedará él exculpado porque se admita que su acto ha sido una expresión moral, que comportaría su inocencia penal, como expresión de un amor fraterno, o sea, que su solidaridad amorosa con un perseguido se estimará como una eximente, o al menos como una circunstancia atenuante de su acción? ¿Cómo están hoy las cosas en ese orden? ¿Se detiene y procesa, por ejemplo, a una madre porque dé cobertura a su hijo perseguido por la policía? (Malos tiempos corren para este orden de humanismos, y baste para considerarlo así tener en cuenta que el Ejército Israelí bombardea los hogares en los que viven las familias de quienes son sospechosos de una militancia patriótica antisionista, y allá perecen sus hijos o sus padres y quienes resulten estar por los alrededores, de manera que sus modestos hogares son convertidos en una ruina y sus seres queridos son destripados junto con su habitáculo. Es decir, que ni siquiera es que se castigue un gesto de amor a la persona perseguida sino que el mero hecho de haber una relación familiar o amistosa es castigado como un delito, y ello con medios brutales, de alta envergadura militar, y en definitiva altamente terroristas. El asunto de la dispersión y la lejanía de los prisioneros vascos es un ejemplo suave de esta misma situación regresiva del humanismo en el mundo de hoy).
Consideremos la cuestión en estas circunstancias: los parientes y amigos de un militante, ¿están, en el actual orden (desorden) de cosas, en la obligación de entregar a la policía al hijo, al hermano, al amigo sospechoso de actividades «terroristas», so pena de ser considerados terroristas ellos mismos también? Algo así es por raro que parezca . Israel no deja de dar pruebas de esta visión de las cosas, y pone en ello toda la fuerza de sus medios de destrucción masiva, reduciendo a ruinas las casas familiares y hasta los enseres domésticos, sus camas, sus sillas, las fotos de sus bodas y sus vestidos y todo lo demás, incluso los sueños que habitan en las casas de los pobres: los ensueños de una vida mejor en que pudieran «salir de pobres» y alcanzar una vida digna.
En un artículo que publiqué en este diario hace unos meses me permití escribir, para concluirlo, una frase casi lapidaria, que dice así: «Allí donde Antígona es detenida no hay democracia». ¿A qué me refería? Las grandes tragedias clásicas tienen todas ellas sus virtualidades aplicables a la última actualidad, y en ello reside la relativa perennidad de sus valores; ello es así también con las grandes obras de arte en general: todas ellas dicen una infinidad de cosas en una sola expresión: ello es una especie de multi significación proyectada en el tiempo; es, en fin, un cierto grado de atemporalidad de las obras clásicas que nos permite decir, por ejemplo, que Antígona vive entre nosotros. El arte es multívoco, y una fábula -si la acompaña un estilo poético adecuado- es una floresta de significaciones. Don Quijote, que nunca existió, no deja de pasear su irrisoria figura por los campos de la Mancha.
En aquel artículo, que titulé «La noción de entorno y la abolición de la amistad», el amor al hermano por parte de Antígona, que la mueve a desobedecer las órdenes del Rey que ha prohibido rendir honras fúnebres a su hermano muerto en una batalla, me sirvió para tratar el tema de la solidaridad como delito, en el caso concreto del profesor Alfonso Martínez.
Ahora me estoy refiriendo a otra historia actual y debo decir que el desenlace real de la bella historia que he recordado al principio no ha sido tan bello como era de esperar, pues el héroe de esta historia sufre hoy la prisión como castigo de su acto en Francia. Precisamente hemos tenido una carta suya -¡Antígona nos ha escrito!-. Se llama José A. Berasategi y es de oficio fontanero. Nos cuenta que, después de una breve libertad provisional
está de nuevo en prisión «desde el 15 de junio, por sentir y amar a un hermano, a una tierra, a un pueblo». Condenado para tres años «a la invisibilidad, a la sombra, al destierro». Él nos escribe -dice- «desde una celda de las muchas que hay en este mundo, tanto fuera como dentro de unos muros», en las cercanías de la ciudad más turística del mundo», «un recinto monumental catalogado como patrimonio cultural para la represión humana», «un recinto de fósiles vivientes», pues «hoy en día existen más celdas fuera de las prisiones que dentro de ellas. Para al final, sin duda con la mano en el corazón, desearnos «que el sol amanezca cada día y que podáis disfrutar de él».
¡Se experimenta una gran emoción cuando se recibe una carta de Antígona! Hoy la heroína mujer es un héroe varón y se nos presenta con un sencillo traje de trabajador manual; y su drama es generalmente y por todo el mundo ignorado. Él, como aquella Antígona hizo, ya ha hecho lo que tenía que hacer; ya ha desempeñado su papel heroico. Ahora nos toca a nosotros hacer lo que tendríamos que cumplir los demás en esta historia. Yo, que no sé hacer otra cosa, he escrito, por lo menos, este pequeño artículo.