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Contestando a Raúl Zibechi

Aportaciones al debate estratégico

Fuentes: Rebelión

No es la primera vez en la historia que el fascismo toma las calles o imita las formas de lucha de la clase obrera. Sucedió también en el segundo cuarto del pasado siglo, cuando las instituciones obreras construidas por la II Internacional fueron barridas del mapa en la mayor parte de Europa, por la violenta […]


No es la primera vez en la historia que el fascismo toma las calles o imita las formas de lucha de la clase obrera. Sucedió también en el segundo cuarto del pasado siglo, cuando las instituciones obreras construidas por la II Internacional fueron barridas del mapa en la mayor parte de Europa, por la violenta ofensiva de la extrema derecha alentada por las clases dirigentes. La primera pregunta que debemos hacernos, es entonces, ¿por qué la extrema derecha ha conseguido liderar otra vez la protesta contra la crisis económica? Y en lugar de ignorar la historia, como hacen quienes buscan novedades, la respuesta debe venir de las lecciones que nos llegan del pasado.

Pues en efecto, ¿alguien podría explicar qué tiene de novedad el asalto de Kiev por la extrema derecha ucraniana, respecto de la marcha sobre Roma liderada por Mussolini? Porque a mí me parece que en sus formas externas esos dos acontecimientos tienen muchos puntos en común; y hace falta un análisis muy preciso para distinguir las diferencias que pueda haber entre ambas movilizaciones de la extrema derecha, más allá de los rasgos particulares de cada cultura. ¿No llegaron, en efecto, ambas movilizaciones hasta el control del Estado mediante un violento derribo del poder político legalmente establecido? ¿No han sido apoyadas, tanto la una como la otra, por las elites imperialistas dominantes a nivel internacional?

Y ¿no son resultado de la crisis cíclica del capitalismo liberal? Con una diferencia temporal que bien puede entenderse como resultado de un ciclo económico -una onda larga del desarrollo capitalista, según la explicación de Mandel, interpretable por tanto desde las premisas teóricas de El Capital-, los mecanismos de mercado dejados a su libre determinación nos han vuelto a traer un tremendo desastre histórico. Las condiciones objetivas para la superación del capitalismo están dadas en ese desastre económico; pero fallan las condiciones subjetivas.

Por tanto, las similitudes son extraordinarias y no se entiende bien cómo alguien puede hablar de la novedad en esta movilización fascista del siglo XXI. ¿Tal vez porque nadie se lo esperaba ya a estas alturas de la historia? Pero hay más semejanzas; la coyuntura histórica repite cansinamente las mismas pautas evolutivas, apenas perceptibles para el entendimiento de la humanidad a causa del bloqueo ideológico de la conciencia social. Desde luego: ¿no llegó el fascismo italiano al poder acompañado por un terremoto político mundial, que dejaría el Estado en manos de la extrema derecha dentro de la mayor parte de los países europeos? Del mismo modo, la marcha sobre Kiev tiene por compañía la violencia sectaria del extremismo islámico, el ascenso de la ideología nacionalista conservadora en Europa del Este, y no tan al Este, la violencia de los liberales latinoamericanos en Venezuela, Colombia, Honduras, Paraguay, etc., -una nueva ofensiva imperialista en América Latina-.

Acontecimientos históricos muy similares, identidad estructural en el desarrollo capitalista de la historia; el asalto fascista al poder, ni entonces, siglo XX, ni ahora, siglo XXI, ha consistido en hechos aislados, sino en un ambiente de rebeldía ampliamente generalizado a nivel internacional. ¿Se trata de una moda con profundas raíces en la mentalidad de la especie humana? ¿O es más bien un resultado de los condicionamientos estructurales en los que se mueve la acción humana? O las dos cosas al tiempo: la repetición del fenómeno es índice de que nos encontramos ante un rasgo determinante de la naturaleza humana.

Y sin embargo, si afinamos nuestra vista, en medio de tantos paralelismos tal vez podamos descubrir entre ellos algunas diferencias esenciales. El evidente salto temporal, más de 90 años después, no puede ocultarnos las concomitancias; casi un siglo, la barbarie vuelve a presentarse en el seno de las masas europeas. Pero la diferencia temporal nos aporta una categoría esencial: la experiencia histórica. La subjetividad humana ha cambiado en este tiempo. Pero entonces, ¿qué ha pasado para que la situación objetiva se mantenga idéntica y el fascismo vuelva a repetir sus gestas?, ¿por qué no hemos aprendido las lecciones de la historia? Decía Hannah Arendt que no debíamos olvidar los campos de concentración, porque al hacerlo corríamos el riesgo de repetir su horror. Pero ahora sabemos que el horror se repite en nuestro mundo ante la indiferencia de la opinión pública. ¿Es que nos hemos olvidado ya de aquello? Debe haber algo más que eso, cuando ni siquiera un presidente de los EE.UU. -el hombre más poderoso del país más poderoso-, es capaz de cumplir su promesa electoral de cerrar un pequeño campo de concentración en Guantánamo.

Creo que en la reflexión de Arendt se deslizaron algunos errores básicos; su equivocación fue no haber reconocido que el caso alemán no fue tan excepcional como ella pretendía, el haber insistido en su singularidad. Cierto que le tocaba muy de cerca y para ella fue excepcional. Pero los genocidios se repiten en la historia con mayor frecuencia de lo que sería deseable, para afirmar la racionalidad en la especie humana. Echemos un vistazo a la historia. Un genocidio que seguramente Ahrend querría olvidar, fue la conquista de Palestina por los israelitas hace más de 3000 años, tal como nos lo cuenta la Biblia -genocidio que hoy se repite en el exterminio palestino provocado por el Estado de Israel-. Seguramente en ese olvido, tan inconsciente como interesado, está el prejuicio que originó el error en su análisis de la monstruosidad fascista.

Es el prejuicio etnocéntrico, típico de la mentalidad liberal europea. En el debe del imperialismo europeo y liberal está el genocidio americano durante la colonización de aquel continente, la esclavitud de los negros africanos prolongada durante varios siglos, y algunos otros genocidios modernos, incluido el lanzamiento de la bomba atómica. Ese liberalismo tan racional para incrementar el desarrollo económico hasta límites inconcebibles, es también una ideología de la explotación del hombre por el hombre, puesto que sin explotación, esclavización y destrucción cultural no hay acumulación de capital. El desarrollo económico que impulsa el imperialismo europeo se apoya en la creación de millones de víctimas en aras del progreso; ésa es la matriz del fascismo europeo y olvidarlo es verse condenados a repetir la historia. Frente a la miopía de Ahrend, debemos situar las tesis de la filosofía de la historia de Walter Benjamin.

Se dirá que esos hechos históricos son cosas antiguas; pero siguen pesando en la indiferencia europea ante el cataclismo histórico en el que nos encontramos. Esa memoria cultural pesa en la conciencia deformada de los ciudadanos en los Estados imperialistas. Late en la ignorancia histórica del intelectual progresista, que se pregunta cómo es posible que la extrema derecha esté consiguiendo aprovecharse de la crisis para destruir otra vez los derechos naturales de la humanidad. Son aquellos intelectuales que, como Ahrend, basan su buena intención en los prejuicios arraigados del etnocentrismo cultural, como parte de su estrategia de acomodación a los poderes hegemónicos. Éstos, como la opinión pública democrática, no se han enterado todavía de que estamos ante una crisis terminal de la civilización liberal; pero todos lo intuyen y la crisis económica lo evidencia. La senilidad del liberalismo, más que la experiencia histórica, es la diferencia que aporta el paso del tiempo. Y como fiera acorralada por el tiempo, el imperio se apresta a vencer a la desesperada lo que podría ser su último mortal combate.

Se podría haber esperado que la Segunda Guerra Mundial hubiera sido la lección histórica que nos redimiera de nuestras más torpes miserias humanas. Ya se ve que no. Por el contrario, el fascismo está ahora más extendido que nunca. A lo largo del siglo XX los europeos perdieron la oportunidad de regenerarse diciendo adiós de una vez al colonialismo y sus nefastas consecuencias históricas para la humanidad. No hubo valor ni decencia suficientes. Ahora, noventa años después, nos damos cuenta de que no hemos aprendido nada y vemos el fascismo como una novedad histórica, exactamente igual que Ahrend nos contaba que los nazis eran una novedad histórica. Pero no es la primera vez que Ucrania es invadida por el fascismo, apoyado por los europeos occidentales; noventa años después los rusos siguen teniendo razón.

Otra diferencia podría ser la geográfica, espacial; en el sentido de que el fascismo fue un fenómeno europeo en el siglo XX, pero ahora en el siglo XXI es un fenómeno mundial. Durante estas décadas ominosas de comienzos del siglo XXI, el fascismo se exporta fuera, a lugares donde nunca había existido antes ni podía imaginarse su existencia. Civilizaciones y culturas, hasta ahora pacíficas y pacifistas, parecen inmersas en un frenesí integrista, que estaba lejos de pertenecer a sus señas de identidad. ¿Cómo es posible que la religión musulmana, compendio de sabiduría práctica, haya dado paso a la barbarie wahabita? ¿Por qué las culturas centroafricanas andan exterminándose entre sí a machetazo limpio? ¿A qué fue debido que países latinoamericanos con largas tradiciones liberales y democráticas se convirtieran en Estados dictatoriales durante décadas en el siglo XX?

¿No sucede como si la imagen que el imperialismo exporta, fuera asumida como identidad propia por las demás culturas humanas? Los yihadistas buscan el renacimiento del Islam, mirando a Europa y desconociendo su propio pasado; los negros asesinos de los Grandes Lagos reproducen la imagen del salvaje fabricada por los europeos colonizadores; los fascistas latinoamericanos se reconocen en los colonizadores españoles que organizaron el genocidio de los indígenas en aquel continente. ¿No es, precisamente la Europa liberal el modelo de inhumanidad que triunfa con el fascismo rampante?

¿Y de dónde nace esa inhumanidad europea? La tesis que propongo a discusión: el antirracionalismo forma parte esencial de la ideología imperialista, porque está en las entrañas mismas de la cultura europea. Esas entrañas, constituidas por el cristianismo romano, sus ritos sacramentales y sus mitos absurdos, catequizados pacientemente durante milenios a los pueblos europeos. No hay más que conocer los supuestos metafísicos de la filosofía de Locke o de la teoría del mercado, para comprender que el liberalismo está contaminado por la misma ideología imperialista que subyace al monoteísmo religioso. Y perteneciendo a los prejuicios culturales de nuestra civilización, habría que preguntar si no contamina también a la mayor parte de la izquierda progresista europea, y sus influencias por el mundo, como agentes inconscientes del imperialismo.

La conclusión es que resulta absolutamente necesario desprenderse de esos prejuicios etnocéntricos, para entrar en el nuevo mundo que ha producido la globalización. Reconozco que después de lo que ha pasado en estos últimos treinta años, tengo muy poca confianza en la capacidad de los europeos para superar esos estigmas de la historia. Creo que mientras la superioridad militar esté en la OTAN, mal le va a ir al mundo y a la humanidad: el fascismo estará siempre a las puertas del triunfo. Frente a la banal indiferencia con que los pueblos europeos ignoran el desastre humano que provoca su egoísmo, apenas nos queda una terca resistencia, fundada en la memoria de las víctimas, y confiar que las nuevas sociedades emergentes en el mundo sean capaces de encontrar una solución a los problemas radicales de la humanidad moderna.

No me cabe duda de que esas soluciones serán republicanas: construir una sociedad justa requiere reconocer los límites del desarrollo humano, sin renunciar a los derechos fundamentales. En lugar de la expansión imperialista propugnada por el imperialismo capitalista, la sociedad autocontenida fundada en la virtud moral de los ciudadanos. Donde la política sea entendida como negociación entre los intereses diversos, armonizados en el bien común; y dentro de un Estado fundado en el consenso y no en la coerción, que administre los bienes públicos para satisfacción de los derechos humanos universales. Donde el Estado renuncie al uso de la fuerza en las relaciones internacionales y la ONU sea el foro que determine racional y pacíficamente la solución de los inevitables conflictos intra-específicos. Quizás no estemos tan lejos de ello; pero todavía no sabemos verlo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.