Domingo, finales de Julio. La brisa marina de una playa asturiana movía las hojas de un libro prestado que poco a poco comenzaba a llenarse de arena. Era el día que cumplía 29 años. Para un psicólogo, ojear artículos políticos de los 70 y 80 en uno de los escasos días soleados del Cantábrico, es […]
Domingo, finales de Julio. La brisa marina de una playa asturiana movía las hojas de un libro prestado que poco a poco comenzaba a llenarse de arena. Era el día que cumplía 29 años. Para un psicólogo, ojear artículos políticos de los 70 y 80 en uno de los escasos días soleados del Cantábrico, es un sacrificio arriesgado. Leer sobre el pánico nuclear ochentero en un cumpleaños, depresivo. -Coge éste, te gustará- había dicho un amigo, Diego, apartando una recopilación de Manuel Sacristán. Su nombre me traía a la cabeza a un actor, no sé por qué… Recuerdos que me vienen a la cabeza en una noche «nuclear» en la que el futuro de Japón es más incierto que nunca en su historia.
Encuentro ahora, en el New York Times, un estremecedor artículo sobre el sistema «Mark 1», desarrollado en los 60 por la multinacional General Electrics, aún empleado en la central nuclear de Fukushima Daiichi y en muchos otros lugares del planeta (32 en total). Bajo el título -en inglés- «Los expertos habían criticado durante mucho tiempo la presunta debilidad en el diseño del reactor dañado», me pregunto cómo puede ser posible. ¿Pero una central nuclear no intenta alcanzar -después de Chernobil- los mayores estándares de seguridad posibles?
Recuerdo de nuevo. Decenas de personas caminan de un lado a otro de la playa. Las miro. Siempre me asombró por qué en la costa nos gusta caminar de un lado a otro por la orilla. Quizás, nos seduce observar el mar y proyectar en ese espacio vacío aquello que deseamos, como en un test de Rorschach. Cojo el libro, pensativo. Antes de irme de su casa, Diego me había explicado la historia de Sacristán. Me evoca a la excelente película «12.08, al Este de Bucarest», sobre la caída de Ceacescu. Al igual que en ella, con la llegada de la democracia surgieron dos clases de personas. Por un lado, los que afirmaban que habían resistido toda su vida al anti-franquismo y utilizaron ese rédito para su vida futura, algunos para sentirse bien consigo mismos, otros para trazar una carrera política, como miles de militantes del PSOE, pero también algunos de IU, PNV, CIU… Un profesor de economía nos decía, «yo estudié en Sevilla y era del sindicato [de Comisiones, ya que UGT y el PSOE eran testimoniales desde el exilio]. En mi clase había más policías de lo social infiltrados que militantes antifranquistas». Por otro lado, estaban los que habían luchado antes y continuaron haciéndolo después. Los que fueron marginados antes y después siguieron siendo minoritarios. Sacristán era de los segundos.
Finalmente, mi amigo me explicó que Sacristán no era un actor sino un filósofo marxista catalán que pasó su vida traduciendo obras filosóficas y políticas al castellano. Marx, Gramsci, Adorno… Expulsado de la Universidad por su militancia antifranquista en el PSUC, readmitido durante la Transición (pero vetada por CIU su vuelta como Catedrático), posicionándose con las bases del PCE y PSUC y renegando de sus élites, había sido «maestro» sin apenas escribir y de su escuela surgieron algunos de los economistas, filósofos y politólogos más relevantes de las últimas dos décadas. Con la democracia se unió al Comité Antinuclear de Cataluña, en 1978. Aunque hablaba -y traducía- más que escribía, circunstancialmente, publicaba pequeños comentarios sobre la vida política esos años en una revista, Mientras Tanto, que había fundado en 1979. La revista se proponía luchar por otro modelo de sociedad. Sin embargo, dada la inmensidad de los retos, se planteaba mientras tanto contribuir a pensar sobre qué estaba pasando a nuestro alrededor y proponer soluciones ante ello.
Y mientras tanto, centrales nucleares, seguras, hasta que dejan de serlo, explica el genial artículo de Manuel Rico. Y es que todos los gobernantes, excepto Angela Merkel -que ha introducido una moratoria- y Hugo Chavez -que ha paralizado su programa nuclear-, se han apresurado a repetir que las centrales nucleares de sus países son seguras, como si en Japón hubieran admitido sus dirigentes que tenían una central nuclear «no segura». Me viene a la cabeza la visita al Congreso Nacional de Medio Ambiente (CONAMA) en Madrid, y la presencia del stand del Consejo de Seguridad Nuclear (stand nº 35) en ella, proponiéndose como alternativa ecológica ante los problemas de sostenibilidad mundiales. Vergüenza.
Paso página, como en aquél cumpleaños. Entonces, Sacristán no me conquistó por la belleza de su pluma (enrevesada como pocas), ni por la cercanía de sus artículos (trozos descontextualizados de «historias viejas»)… No. Lo verdaderamente asombroso era que antes que el ecologismo fuera un movimiento de masas, en pleno desarrollismo comunista (y capitalista) y con una lucha creciente entre bloques, Sacristán comenzó a cuestionar la idea productivista e industrializadora presentes tanto en el capitalismo como en el comunismo de esos tiempos. Pero, frente a un ecologismo que renegaba de los fines marxistas (véase el Partido Verde Alemán y la mayoría del movimiento verde europeo, una mezcla entre conservacionistas de derechas y ex hippies autogestionarios), él se atrevió a unir dos ideas, hasta entonces incompatibles (salvo en las recientes -entonces- obras de Commoner o Bahro). Al hacer eso, en los 70, creó una escuela de pensamiento y plantó las bases del ecosocialismo en el Estado del que directa o indirectamente (moderando y socialdemocratizando el discurso inicial) han mamado o nacido Izquierda Unida, Iniciativa per Catalunya, Esquerra Unida i Alternativa, Chunta Aragonesista o la izquierda abertzale. Su tesis, que es inaceptable el supeditar el futuro del planeta, de sus recursos, de su seguridad mundial (la paz), al logro del fin de la igualdad y el socialismo, como pretendía el comunismo soviético; pero que los problemas ecológicos sólo pueden solucionarse desde un modelo económico basado en una economía socialista.
Me vienen a la cabeza sus escritos llenos de pánico nuclear explicando la lucha por el cierre de las centrales nucleares catalanas y cómo, ese día en la playa, tenía un sentimiento de lejanía, de historia de otro tiempo. Escribía que siempre que había una crisis provocada por un error empresarial, el sistema se echaba las manos a la cabeza culpando a esos «malos empresarios» que habían vulnerado las medidas de seguridad con la intención de ampliar sus beneficios. En su caso, se refería a la intoxicación por aceite de colza en el Estado español (1981) que causó la muerte a más de mil personas y secuelas irreversibles a 25.000. Se preguntaba si había realmente diferencia entre los «malos» y los «buenos» empresarios, puesto que todos habían cruzado el límite de seguridad y lo único que los diferenciaba eran las consecuencias que habían causado, la muerte unos, el riesgo otros.
O sea, lo que explicaba el artículo del New York Times. El sistema Mark 1, el de la central japonesa, comenzó a popularizarse en los 60 debido a que era más pequeño, barato y fácil de construir que los anteriores; es decir, más rentable. Sin embargo, a los pocos años, en 1972, el ingeniero de seguridad de la Atomic Energy Commission, Stephen H. Hanauer, recomendó la paralización del uso de este sistema ya que presentaba «inaceptables riesgos de seguridad». Según él, este sistema era más susceptible a la explosión y ruptura. Su superior argumentó que, dada la aceptación de este nuevo sistema por la industria, revertirlo en esos momentos «podría bien ser el fin de la energía nuclear». Una década más tarde, otro ingeniero de la Nuclear Regulatory Commision aseveró que el Mark 1 tenía «un 90% de probabilidades de reventar debido al sobrecalentamiento y fundición del combustible en un accidente», cifra que fue cuestionada por otros reguladores, desestimando el tomar medidas. Las únicas soluciones desarrolladas fueron arreglos parciales, insuficientes para solucionar el problema de seguridad.
Y es que, en opinión de Sacristán no era un problema de «malos» o «buenos», de «reguladores buenos o malos», de «influencia o no de la industria en la Administración», de «empresas responsables o irresponsables», de haber seguido las medidas de seguridad máximas o haber ahorrado costes. Para él, era el propio sistema capitalista el que llevaba al límite a esos empresarios -y el que siempre iba a llevar a muchos de ellos a ese punto- porque se basaba en maximizar el beneficio y competir contra otros que también tendría que cruzar la línea del riesgo. El envenenamiento por aceite de colza era atemporal y acontextual. Ya se había producido en miles de lugares y épocas y seguiría teniendo lugar en el futuro, allá donde siguiéramos guiándonos por un sistema económico depredador de los humanos y del medio ambiente. Llamar causalidad a que en 2008 volviera a aparecer otra partida contaminada de aceite de colza sería reírse de un maestro.
Por eso, el artículo publicado ayer en New York Times trae una y otra vez en mi memoria los consejos de Sacristán. La única diferencia entre los reactores que están produciendo uno de los mayores desastres nucleares de la historia y el resto de los 32 reactores Mark 1 en el mundo es que en los primeros ha habido un accidente y en los otros no, aunque han asumido ese riesgo a cambio de más beneficios. Pero eso, según Sacristán, a nivel moral, esto hace pocas diferencias. Los reguladores y empresarios nucleares japoneses hicieron exactamente lo mismo que sus compañeros alemanes, españoles (que prolongaron la vida de la central de Garoña), americanos o franceses. Todos podían haber generado las mismas consecuencias, diferenciar entre «compañías buenas y malas» es no querer mirar a las causas de los problemas.
Y es que Sacristán va más allá. Este accidente ya ha pasado miles de veces en miles de lugares. Es el envenenamiento por aceite de colza, es el Prestige, aviones que se estrellan por ahorrar en piezas o revisiones, es miles de sucesos similares aquí y allí; antes, ahora y después, agravado ahora por depredadores sin rostro tirando abajo la bolsa de Tokyo, cogiendo el dinero que el Banco Central Japonés debiera destinar a las víctimas de esta catástrofe. Culpar a unos «malos empresarios» sería injusto. Es el propio sistema el que alienta la competición «cruzando la ralla». Es el que prefiere siempre arriesgar por unos pocos más beneficios que asegurar el futuro de las personas y el planeta. Por eso, el filósofo catalán defendía el ecosocialismo, un socialismo (marxista) que supere las desigualdades sociales, un sistema económico basado en la cooperación, en poner la economía al servicio de las personas y no al revés, cambiando cómo se crean y reparten los beneficios; un ecologismo que entiende que la destrucción medioambiental es consecuencia directa de los intereses económicos (neo)liberales y que no puede asegurarse un futuro sostenible sin erradicar el capitalismo; un pacifismo que rechaza cualquier desarrollo nuclear, con fines bélicos o pacíficos, por su amenaza para la supervivencia humana.
Ya sé por qué recuerdo. Ese día hace ya muchos meses, Sacristán me explicó por qué era ecosocialista antes de leerle a él y por qué es posible un socialismo que pueda hacernos mirar al horizonte de una playa de verano y proyectar en él la seguridad de que no es parte de una ecuación de mercado, puesta en juego por unas cuantos billetes de más.
Daniel Mari Ripa es Licenciado en Psicología y Ciencias del Trabajo e investigador predoctoral en la Universidad de Oviedo.
Blog del autor: Danielripa.wordpress.com
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