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Arriba marujas de la tierra

Fuentes: Rebelión

Este sistema irracional y absurdo en el que vivimos considera que población activa es «aquella que está en edad de trabajar, siempre que no sea estudiante, ama de casa u otros colectivos que no realizan trabajo remunerado». Según esta definición, una persona en edad legal de trabajar que lleva a cabo tareas domésticas en su […]

Este sistema irracional y absurdo en el que vivimos considera que población activa es «aquella que está en edad de trabajar, siempre que no sea estudiante, ama de casa u otros colectivos que no realizan trabajo remunerado».

Según esta definición, una persona en edad legal de trabajar que lleva a cabo tareas domésticas en su casa y no recibe remuneración salarial forma parte de la población inactiva.

La mitad de la humanidad, las mujeres, han venido realizando históricamente todas las labores asociadas a la reproducción y los cuidados de los seres humanos. Para el capital, el valor de los cuidados, de la armonía vital, de la reproducción y de la alimentación, del cuidado de las personas mayores o dependientes, es algo pasivo, que no cuenta en el mercado porque no produce valor en términos económicos.

Sólo si pensamos en quiénes son los contables en este planeta, podemos entender cómo es posible que un banquero, un especulador inmobiliario, un fabricante de armas, un vendedor de cremas anticelulíticas o un publicista de telefonía móvil, sean considerados población activa y su «campo de actividad» incremente el producto interior bruto, mientras que parir, ocuparse de las funciones nutricias, cuidar a los ancianos, velar por la higiene y la salud de la familia, ocuparse de la tristeza o la alegría de lo próximo y atender a aquellas personas con discapacidades o dependencias, no cuente en el sistema y ni siquiera sea considerada actividad.

Las mujeres y su producción son invisibles para el mercado. Sólo se descorre el telón delante de aquéllas cuya actividad puede medirse en unidades masculinas, a pesar de que para poder salir al escenario de lo público, otras mujeres, que a su vez se vieron forzadas incluso a abandonar su país, hayan tenido que asumir esas tareas que no cuentan, pero que son imprescindibles para mantener la vida.

La invisibilidad de aquello que no produce beneficio inmediato ni puede ser traducido a moneda no es nada nuevo. La naturaleza, como la mujer, realiza trabajos y servicios indispensables para que se pueda seguir respirando y, paradójicamente, padece del mismo síndrome de ocultación. Cuando ambas salen a escena, se representa la obra de lo políticamente correcto, los sellos verdes, los programas de equidad de género, las campañas de sensibilización, las declaraciones de intenciones…

Sin embargo, fuera del mundo virtual que presentan las pantallas, el deterioro ambiental aumenta, la pobreza se feminiza y la violencia golpea con mayor fuerza a las mujeres y al entorno.

Mujeres y Naturaleza desarrollan estrategias similares para la supervivencia. En ecología, existe una propiedad, la resiliencia, que permite que en sistemas alejados del equilibrio surjan nuevas formas de autoorganización que transforman en nuevas oportunidades las circunstancias adversas.

Así, las mujeres del Sur abanderan una lucha constante contra la desertización, ya que son las que sufren la pérdida de la leña para la preparación de la comida, y conocen bien el vínculo de la alimentación con la Naturaleza. En el balance de resultados del neoliberalismo no existen partidas que contabilicen el trabajo de los bosques para fabricar el aire que respiramos, tampoco van a sumar los trabajos de las mujeres que, conscientes de la dependencia del bosque participan en los procesos de reforestación, pero ellas continúan adelante, porque saben bien de qué depende la supervivencia y no es precisamente de las ayudas del FMI, ni de los proyectos de cooperación que desde los despachos del Norte se fabrican con formato estándar.

Los procesos de educación popular, de desarrollo local, de animación sociocultural se encuentran protagonizados mayoritariamente por las mujeres, que se mueven bien en la construcción de lo próximo y de lo inmediato. No es que las luchas globales no sean importantes, por supuesto que lo son, pero en muchas ocasiones esconden o minusvaloran el trabajo, más difícil y largo, de la construcción, de la negociación, de la mediación, del consenso. Incluso en estas luchas, el trabajo de la destrucción o del enfrentamiento sí tiene un reflejo en las cuentas del sistema, aunque sólo sea para decir cuánto costaba una infraestructura que se ha saboteado, cuánta munición se ha empleado resistiendo un ataque o cuanto dinero se ha perdido en una huelga. De nuevo, el trabajo de la cooperación y la recomposición social, el trabajo de vuelta a los valores de la vida, que no se encuentra monetarizado, no cuenta. Las múltiples inicativas barriales y locales en las que mujeres asociadas cooperan para transformar su realidad son también invisibles.

En la sociedad occidental, las mujeres han ido accediendo al «mercado» del trabajo. Indudablemente han conquistado presencia social, aunque en muchos casos a costa de los microespacios de convivencia. Frecuentemente, observamos cómo las mujeres incorporadas al mundo laboral simplemente han doblado su jornada. Durante ocho o más horas, trabajan en lo público para después asumir en casa el mayor peso de las tareas de los cuidados de los hijos, de la preparación de los alimentos, de la atención a las personas mayores y del propio cuidado de su pareja, que sigue haciendo de lo público su centro de interés.

El sistema se ocupa con entusiasmo de impulsar la salida de las mujeres al mismo sistema precario y esclavo de empleo en que se encuentran los hombres. La sociedad ha construido de forma poco inocente todo un imaginario colectivo que ha minado la autoestima y la imagen pública de las mujeres que no se han incorporado al mundo de la modernidad y el progreso. En España, por ejemplo, surgió la etiqueta de «la maruja» para marcar a aquellas mujeres que trabajaban en el ámbito de los doméstico, que tenían relaciones con sus vecinas y que velaban por el ahorro o la austeridad de su economía.

Poco a poco, las relaciones de vecindario, que durante siglos han posibilitado la articulación comunitaria y el conocimiento del entorno más próximo, han sido proscritas, mal vistas, y paulatinamente sustituidas por la opción, más moderna y ventajosa para el sistema, de cotillear sobre personajes televisivos diseñados específicamente por los dueños de los medios, que no olvidemos que son los mismos que echan las cuentas en el planeta.

El objetivo es tener a las personas alejadas del territorio, único espacio en el que se puede trabajar colectivamente por la transformación real. Gran parte de la sociedad occidental ha abandonado la participación en el territorio. Los hombres lo hicieron hace mucho y ahora se fuerza a que las mujeres también lo hagan, convenciéndoles de que el éxito está en la competencia individual, en la productividad, en el tener muchas cosas, en el entretenimiento…

A pesar de ello, basta acercarse al puerta de un colegio público en cualquier barrio de una ciudad para comprobar cómo montones de mujeres, de madres, tejen sus redes de apoyo mutuo, para ayudarse en la recogida de los niños del colegio, prestarse algo de dinero para llegar a fin de mes o apoyarse en la organización de los horarios cotidianos. Es casi ciencia ficción ver a un grupo de hombres a la salida del trabajo organizándose para ver quién recoge a los niños en el colegio mientras otro se acerca a comprar la fruta o a pedir hora en el médico.

La construcción mediática del nuevo modelo de mujer de éxito no es inocente. Tener arrugas, ser mayor, tener barriga, compatibilizar trabajos exigentes y/o precarios han pasado a ser pesadas cargas para las mujeres del Norte. En el Sur es la clitoridectomía y en el Norte las adolescentes se matan de hambre para cumplir el patrón estándar de medida y peso, que les exige la sociedad para ser dignas de alcanzar el éxito.

La aparición de «la maruja» no es casual. Es un paso más que conduce a la aniquilación de una serie de valores contrarios al consumo, a la monetarización de la sociedad y permite la penetración de una serie de mercancías que antes no tenían cabida: la comida rápida, la cosmética, la cirugía estética, etc. Para el capital es necesario crear esta imagen, igual que se etiqueta de violento al que disiente del sistema, de troglodita a quien habla de reducción en el consumo, o de habitante de otra galaxia a quien denuncia la obsolescencia planificada en los procesos de producción.
La invisibilidad del trabajo de las mujeres, también es extensible al mundo de la izquierda. Las mujeres militantes y activistas de izquierdas, mientras se encuentran en una reunión con sus compañeros hombres, emplean una parte de sus neuronas en preocuparse por el futuro de la humanidad y la otra en tratar de recordar si el niño tiene calzoncillos limpios para mañana o si hay que repasar los deberes con él porque va flojo en el colegio.

¿Cómo hacer para que los hombres de la izquierda, los compañeros de lucha y de vida de tantas mujeres se preocupen de si el niño tiene calzoncillos? ¿Cómo hacer para que compartan las preocupaciones y las tareas de los más cotidiano y doméstico?

Muchas mujeres creen que la única vía posible es renunciar a realizar los trabajos asociados a la reproducción y los cuidados, otras no quieren renunciar a ello y se pelean por conseguir un reparto equitativo de las tareas domésticas.

Muchas mujeres han iniciado el viaje de lo doméstico a lo público, pero el viaje de los hombres en el otro sentido está aún por hacer.

La realidad tiene dos extremos. Uno es el extremo visible y masculino que firma contratos, toma decisiones, que va aparejado a la productividad, a lo público, a la ciencia y la tecnología y al mercado. El otro es el extremo femenino, que trabaja en la cooperación, en lo cotidiano, en lo doméstico, en lo oculto, en lo próximo. Por el momento sólo el primero tiene voz, así nos va.

Los hombres tienen una deuda con las mujeres. La equidad entre hombres y mujeres sólo se alcanzará cuando la historia contada por los hombres, se complemente con la narración de las mujeres, cuando los hombres recorran el camino de lo público a lo doméstico, asumiendo la responsabilidad de colaborar en las tareas imprescindibles que las mujeres de modo silencioso y sencillo llevan siglos regalando al conjunto de la humanidad.