La historia del cine es un asunto a la par divertido e irónico. A la vez que miramos el pasado con severidad, en el presente pasamos olímpicamente de las cuestiones que criticamos a los historiadores de ayer. Por ejemplo, la desatención al cine hecho por mujeres. O por ejemplo, el olvido del cine ruso (después […]
La historia del cine es un asunto a la par divertido e irónico. A la vez que miramos el pasado con severidad, en el presente pasamos olímpicamente de las cuestiones que criticamos a los historiadores de ayer. Por ejemplo, la desatención al cine hecho por mujeres. O por ejemplo, el olvido del cine ruso (después de la brevísima perestroika). Cuando se unen ambos polos temáticos, se obtiene sencillamente un descomunal desastre. A la marginación por mujeres se añade el silencio que las rodea como rusas. Por esto, hace falta no sólo reivindicar a las mujeres del cine soviético -y tengo para mí que no es un asunto que afecte sólo a las mujeres- sino reivindicar también a las que todavía intentan hacer un cine personal frente al cine de consumo.
Es bastante sencillo trazar un mapa de las mujeres en la época soviética. Del período soviético suelen destacarse Esfir Schub (1894-1956), Olga Preobragenskaia (1881-1971), Elizabeta Svilova (1900-1975) -demasiado a menudo confundida con su compañero Dziga Vertov-, Julia Sontseva (1901-1989), hasta llegar a Larisa Shepitko (1938-1979) y su obra maestra Alas (1965). Más arriesgado resulta hacerlo para la Rusia actual, porque sigue siendo muy raro que sus películas logren atravesar nuestras fronteras.
De las que siguen empeñadas en hacer cine, la primera sigue siendo Kira Muratova, cuyos inicios se remontan a los años sesenta, es decir, al período soviético. Kira Muratova (nacida en 1934) es un símbolo en su país para los que quieren hacer un cine distinto. Ha hecho unas catorce películas (alguna retirando su nombre de los créditos), pero no es frecuente verlas todas juntas. Las dos primeras fueron prohibidas en su momento, Breves encuentros (1967) y Los largos adioses (1970), y su carrera sólo se regularizó con la llegada al poder de Gorbachov y el inicio de la perestroika.
Al recordarlas, se acuerda uno de detalles, de escenas chocantes, de homenajes, pero rara vez del guión completo (salvo, claro está, Motivos chejovianos, 2002, porque se trata lisa y llanamente de una boda). A veces se trata de un trampantojo, pero tan poderoso, que es difícil seguir lo que viene luego, como en Síndrome asténico (1989), la más famosa de sus obras. Huelga decirlo, en España nunca se ha estrenado ninguna de sus películas. Muratova es, desgraciadamente, el retrato de una perfecta desconocida, que espera aún que alguien repare en su ya larga ausencia.
Síndrome asténico
La película cuenta, en blanco y negro, el trabajo del duelo de una mujer que ha perdido a su marido. Durante cuarenta minutos asistimos a la exteriorización de su congoja, para que, de repente, todo cambie. Cambia la emulsión de la película, que pasa a ser en color. Sorprendidos, resulta que asistimos a una proyección cinematográfica, en la que asiste un hombre, que ha quedado dormido. Y, en realidad, es este hombre -que padece narcolepsia (el síndrome asténico del título)-, quien protagonizará la historia. O, mejor dicho, el que tejerá, a través de la gente que conoce en el instituto en el que trabaja (administrativos, profesores y alumnos), el hilo conductor de una narración que es más colectiva que meramente individual.
El blanco y negro y el color marcan una diferencia clara entre la vida en la Unión Soviética y lo que estaba viniendo después. Aunque no es el único caso de película dentro de la película. Por ejemplo, los tres casos de vida familiar (del protagonista, de la administrativa y de un hombre que sólo aparece en esa escena). Muratova cuida más la completitud de estos elementos que su integración en el ritmo de su película, lo que la hace a menudo difícil en su primera visión.
El comienzo de la parte en color es lisa y llanamente sorprendente y magnífico. El público que acaba de ver la misma película que hemos visto nosotros (nuestros dobles, por tanto) se levanta y se va airada ante una película que no les ha gustado, pese al presentador que insiste que se queden para asistir a un coloquio con la actriz. El único que se queda es Nikolai, el protagonista, que está dormido. Primer dato de la realidad: el creciente desinterés hacia el trabajo de los cineastas, que son parte de la inteligencia («Aleksei Guerman, Sokurov y Muratova», le hace decir Muratova al presentador, no sin una fuerte carga de ironía). Pero es inútil: no queda nadie, salvo unos soldados, que van con su capitán, que saludan y se van (pero, por suerte, han despertado al protagonista). Algo importante se estaba rompiendo entre el público ruso y los intelectuales críticos, algo que había constituido el núcleo duro del compromiso de los literatos y artistas durante los dos últimos siglos.
No es sólo el adiós al interés por el compromiso de los intelectuales, sino a algo que va a caracterizar a la nueva mayoría de los rusos: una especie de narcolepsia colectiva, un dejar hacer entre sueños. La secuencia del metro es estupenda y difícilmente igualable. Es la vuelta a casa después del trabajo, y la mayoría de la gente está dormitando en pié. El síndrome asténico es lo que define al ciudadano soviético en su paso al capitalismo más salvaje. No quiere dejar pasar lo que viene, pero al mismo tiempo no sabe (o no puede) hacer nada para impedirlo. La enfermedad del sueño se apodera de todos (al mismo tiempo que el capitalismo se expande). Las imágenes del metro son, treinta años más tarde, llamativas porque alguien tuvo el acierto de rodarlas y dejar que hablen por sí solas de un pueblo que está cansado (cuando está a punto de cambiar de régimen económico).
Este cuidado por los detalles es común a todas las secuencias y, en general, a toda la obra de Muratova, que así despliega su sentido en múltiples aspectos. Por ejemplo, la ingeniosa dedicación a Tolstoi (el escritor preferido de la directora), consistente en que tres ancianas griten acompasadamente ante la cámara «leed a Tolstoi y así comprenderéis alguna cosa». O la secuencia de la perrera, con el trato inhumano a los perros, que culmina con un cartel (la secuencia es muda): «y después nos dirán que esto no tiene relación con nuestra discusión entre el bien y el mal». O el juego de miradas de una alumna mirando a otra alumna ensimismada. O alguien que rompe un cristal de una casa y la cámara muestra a los miembros de la familia que ahí habita posando -como en una fotografía-, sorprendidos por la insólita aparición de la piedra.
En otras películas, a un espectador occidental, le sorprenden otros aspectos, al presentar como hechos cotidianos algunas particularidades sorprendentes de la cultura de lo que fue la sexta parte del mundo, como es el caso de Ciudadanos de segunda (2001), película sobre los nuevos ricos (es decir, mafiosos) en Ucrania. Por lo demás, lo que hace inconfundible su estilo es el cuidado de los pequeñas cosas, que pasan fugazmente unos segundos ante la cámara, ampliando la influencia de Serguei Paradjanov (que reconoce Muratova) en un sentido nuevo.
Muratova juega también con los hilos que cosen la película dentro de la película. La película en blanco y negro tiene la seriedad de las primeras obras soviéticas de la autora (prohibidas), mientras la parte en color hace gala del desparpajo y la soltura que han caracterizado luego el cine de Muratova.