Cuando se habla del gran problema de deuda que se ha creado en Europa me parece que se hace de manera harto tendenciosa. Así, es sospechoso que casi siempre que se subrayan su naturaleza indeseable y sus graves consecuencias se haga mención a la pública pero no a la privada. Cuando la primera aumenta los […]
Cuando se habla del gran problema de deuda que se ha creado en Europa me parece que se hace de manera harto tendenciosa.
Así, es sospechoso que casi siempre que se subrayan su naturaleza indeseable y sus graves consecuencias se haga mención a la pública pero no a la privada. Cuando la primera aumenta los bancos centrales y los políticos neoliberales claman enseguida al cielo para imponer disciplina presupuestaria y severas medidas de austeridad pero cuando la privada ha sido la que se disparaba nadie parecía que se sintiera en la necesidad de advertir sobre su peligrosidad ni de imponer cautelas para que no creciera, cuando en realidad es mucho más dañina puesto que generalmente está menos vinculada a la inversión y porque, por el contrario, suele responder a una gran pérdida de poder adquisitivo de consumidores y pequeños y medianos empresarios y no a la satisfacción de necesidades colectivas.
Por otro lado, cuando se habla en general de deuda no se suelen contemplar con rigor sus causas. Lo normal es recurrir a frases manidas pero que a fuerza de repetirse calan en la opinión de la gente como si fuesen verdades indiscutibles: la deuda privada es consecuencia de que vivimos por encima de nuestras posibilidades y la pública el resultado de que los gobernantes son unos manirrotos cuando utilizan el dinero de los demás. Por eso cuando ésta última ha crecido enseguida se obliga a reducir el gasto público y se difunde por todas las esquinas la idea de que es debida a un despilfarro maligno de los gobiernos que debe evitarse cuanto antes mejor.
Otra constante del planteamiento convencional del problema de la deuda es que a la hora de hacerle frente no se suele poner sobre la mesa la necesidad de aumentar los ingresos sino que casi siempre queda en primer plano la reducción del gasto para disminuirla o ir eliminándola.
Y esto último es más sorprendente si cabe porque la experiencia demuestra que cuando se aplican políticas de austeridad para hacer frente a situaciones problemáticas derivados de un incremento inadecuado de la deuda, como la actual, se termina por reducir la capacidad de generación de ingresos y, por tanto, aumentando la deuda misma y dando lugar incluso a problemas mayores de los que ésta hubiera provocado. No solo porque con menos gasto la economía tiene menos capacidad de generar actividad y empleo, es decir, de rentas, sino también porque al deteriorarse la economía el coste de financiar la deuda suele elevarse.
Pero lo que sin duda me parece más sospechoso es que al hacer referencia a la deuda prácticamente nunca se mencione lo que es en realidad: un negocio de la banca.
Efectivamente, se nos quiere presentar siempre a la deuda (y sobre todo a la pública porque además eso permite combatir al Estado y a la política) como una especie de patología perversa que hay que erradicar pero nunca se pone de relieve y en primer plano que es gracias a la deuda que los bancos obtienen un beneficio privilegiado, no solo por su cuantía sino también, y quizá sobre todo, por el poder inmenso que les da sobre el resto de la sociedad.
Cada vez que se concede un crédito los bancos obtienen beneficio y más poder y en consecuencia, y lo mismo que un productor de sillas trata siempre de vender el mayor número posible de ellas, los bancos procuran que el volumen de deuda sea el más elevado posible en la economía porque en él le va su ganancia, su extraordinaria influencia política y el inmenso poder que obtienen al crearla.
Esto último se calla para no tener que poner de evidencia ante la gente el propósito final que tiene el endeudamiento generalizado y para no tener que desvelar la naturaleza parasitaria del negocio bancario. Este, por el contrario, mueve todos los hilos que tiene a su disposición en los medios de comunicación, en la política o en la academia para convencerla de que lo único que explica que haya tanta deuda es la voracidad de los políticos.
Esto es lo que está ocurriendo hoy día en Europa. Nuestros gobernantes ha logrado hacer creer a la población que la explosión de la deuda es culpa de los gobiernos y que, por tanto, éstos deben asumir su financiación haciéndola descansar sobre las espaldas de la población en general. Y de ahí deducen que la deuda se debe combatir, por lo tanto, mediante políticas de austeridad, recortando gastos sociales en educación, sanidad, políticas familiares o en pensiones públicas y, en general, reduciendo la presencia del sector público en la vida económica. Lo que, casualmente, trae como consecuencia que se abra de par en par un nuevo y floreciente yacimiento de negocio privado para sustituir la oferta que antes realizaba el sector público, aunque ahora para ofrecerla a precio más elevado y por tanto al alcance de una menor parte de la sociedad.
La ocultación de las verdaderas causas que han originado la deuda y su utilización para combatir las políticas de bienestar que para financiarse necesitan la contribución de los sectores de renta más elevada pero que están cada vez menos dispuestos a darla, ha alcanzando hoy día el paroxismo y, en algunos casos, como los recientes de Grecia, Irlanda o Portugal además de otros en el este de Europa, tintes verdaderamente dramáticos.
El caso de Grecia es paradigmático. Los poderes europeos e internacionales le imponen severos programas de ajuste que reducen y deterioran drásticamente los ingresos y las condiciones de vida de la población de menor ingreso para hacer frente a la deuda acumulada pero lo hacen sin tener en cuenta su origen: la venalidad criminal de la los coroneles dictadores que hicieron subir cuando gobernaron, la corrupción con que se organizaron los juegos olímpicos (inicialmente presupuestados en 1.500 millones de dólares pero que terminaron costando posiblemente unos 20.000 millones debido a las ganancias extraordinarias y corruptas de las grandes empresas), los créditos multimillonarios vinculados a la compra de armamento a Francia y Alemania o las políticas que los bancos europeos impusieron en la última década para facilitar la constante inyección de crédito a la banca, a las empresas y a las familias griegas precisamente porque ese es, como he señalado más arriba, el negocio de la banca: multiplicar sin freno la deuda prestando dinero.
Y en particular, los grandes poderes europeos no están teniendo en cuenta que fueron las políticas impuestas en los últimos años para incrementar el beneficio del capital en detrimento de los salarios y de las rentas del sector público, las que han provocado una pérdida continuada de ingresos que ha obligado a recurrir constantemente al endeudamiento.
Esa y no otra ha sido la razón por la que los bancos y las grandes empresas han defendido las políticas neoliberales de los últimos años: los bancos porque al disminuir con ellas el poder adquisitivo aumentaba la demanda de créditos, y las grandes empresas porque con menos salario y con menos empleo no solo obtenían más beneficio sino también más poder de negociación frente a trabajadores constantemente amenazados por el paro y agobiados por la carga de la deuda.
Los gobernantes y los responsables europeos de las políticas de austeridad que están imponiendo a los pueblos para combatir la deuda, según dicen ellos para justificarlas, no se están haciendo una pregunta fundamental que habría que hacerse siempre que se aborda un problema de deuda: ¿quién se ha lucrado con ella? y si se han lucrado unos, ¿por qué tiene que pagarla luego otros?
La deuda de esta última naturaleza, la que se hubiera obligado a contraer a unos para que sean otros los que se beneficien de ella es una deuda inmoral, ilegítima u odiosa y, por tanto, que puede ser rechazada por aquellos a quien se impone cargar injustamente con su financiación, en este caso, los pueblos europeos.
Por eso una demanda de justicia elemental que debemos exigir con toda nuestra fuerza es que se audite la deuda europea de un modo independiente y veraz para determinar su origen y sus verdaderos beneficiarios. Tanto la privada que se generó gracias a las políticas neoliberales fiscales y monetarias de los últimos años, como la pública que más recientemente se ha producido para hacer frente a la crisis o como consecuencia de la especulación criminal que se ha desarrollado, durante mucho tiempo ante la pasividad de nuestros gobernantes, contra las emisiones de deuda de varios estados. Y, por supuesto, esa demanda debe ir acompañada de la exigencia del derecho correlativo a repudiar la deuda que solo ha beneficiado a la banca, a las grandes empresas y a los especuladores internacionales. La experiencia ya acumulada nos permite saber que se puede ejercer ese derecho de forma ordenada y sin que eso provoque daños mayores que los que se pueden evitar, como dirían para oponerse al repudio de la deuda quienes durante todo este tiempo anterior han trabajado para los grandes beneficiarios de la deuda. Todo lo contrario, solo así se lo podrá aliento y sostenibilidad a la actividad económica que de verdad satisface las necesidades sociales.
Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla y miembro del Consejo científico de ATTAC-España. Su web personal: www.juantorreslopez.com
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