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Auge y caída de teoría de la capa

Fuentes: El Viejo Topo

Frans de Waal, Primates y filósofos. La evolución de la moral del simio al hombre. Piados, Barcelona, 2007, páginas 256 (Traducción de Vanesa Casanova Fernández)

   

   

 

 

 

 

 

Primates y filósofos recoge las conferencias Tanner que Frans de Waal, catedrático C. H. Candler de conducta de primates en el Departamento de Psicología y director del Living Links Center del Centro Nacional de primates de Emory (Atlanta, Georgia), impartió en el Centro de valores humanos de la Universidad de Princeton en noviembre de 2003, los comentarios a su intervención de Peter Singer, Christine M. Korsgaard, Philip Kitcher y Robert Wright -los tres primeros filósofos reconocidos y, el último, un estudioso de la psicología de la evolución- y, finamente, la respuesta a sus críticos -«La torre de la moralidad»- del propio De Waal, amén de una magnífica introducción de Josiah Ober y Stephen Macedo.

Como señalan estos últimos, De Waal y sus críticos comparten puntos en la discusión. Aceptan la explicación científica tradicional de la evolución biológica basada en la selección natural. Ninguno sugiere, o apunta de forma escondida, que el ser humano sea diferente de otros animales al poseer una esencia metafísica de extraña determinación. Tampoco ninguno de ellos basa su argumentación en la idea de que los humanes seamos seres únicos por contar en exclusiva con un alma trascendente. Finalmente, De Waal y sus interlocutores creen que la bondad moral «es algo real sobre lo que podemos establecer premisas ciertas» (p. 12). No participarán, pues, en la discusión o lo harán de forma sesgada y con fuertes discrepancias epistémicas e ideológicas por no aceptar las anteriores premisas, los creyentes religiosos, cuanto menos los comprometidos con la singular idea, por lo demás nada igualitaria, de que los seres humanos estamos dotados de determinados atributos (el sentido de la moral) exclusivamente a partir de la lotería metafísica-teológica de la gracia divina, ni tampoco aquellos científicos sociales, conjunto densamente poblado hasta la fecha, que consideren casi indiscutible una teoría del agente racional que considera esencial a nuestra naturaleza «una tendencia irreductible a preferir el egoísmo (hacer trampas, u obtener beneficios sin esfuerzo alguno) a la cooperación voluntaria» (p. 12) ni, finalmente, aquellos relativistas morales extremos que consideren que una acción puede ser juzgada como correcta o incorrecta únicamente en un ámbito local, referida básicamente a consideraciones contingentes y contextuales.

La pregunta que intenta responder De Waal en su intervención, al igual que sus interlocutores en sus comentarios, puede ser resumida así: si existen razones científicas para suponer que el «egoísmo» es un mecanismo primario de selección natural, por qué entonces los seres humanos hemos desarrollado un vínculo tan fuerte con el valor moral de la bondad. Dicho de otra manera, ¿por qué, cuando es el caso, y el caso es frecuente, no consideramos bueno ser malos? O en palabras del malogrado Stephen Jay Gould, que el mismo autor recoge (pág. 25), ¿por qué habría de ser nuestra maldad el bagaje de un pasado simiesco y nuestra bondad únicamente humana? ¿Por qué, en definitiva, no habríamos de ver continuidad con otros animales también en nuestros rasgos más nobles?

De Waal da en su respuesta argumentos contra lo que él mismo denomina teoría de la capa. La moralidad, no adquirida gracias a la gracia divina, sería únicamente una fina capa que recubre un núcleo amoral o inmoral. Como Hobbes y sus partidarios (homo homini lupus), que inician sus reflexiones y construcciones sociopolíticas a partir de una concepción de los humanos como seres asociales o antisociales al mismo tiempo que cometen injusticia con los cánidos, uno de los animales más gregarios y cooperativos del planeta, y en contra por lo demás del clásico y razonable zoon politikon aristotélico, también Thomas Huxley, el llamado «bulldog de Darwin» por su defensa de la teoría de la evolución darwiniana, es objeto de las críticas de De Waal al traicionar sus propias ideas darwinianas y defender una visión de la moralidad construida a partir de la metáfora al uso: la moralidad es como un jardín en el que batallan constantemente las malas hierbas de la inmoralidad que constantemente amenazan la psique humana. La visión de la moralidad sostenida por los biólogos durante el último cuarto de siglo la resume De Waal con una cita de Ghiselin: «Arañe un altruista y verá como sangra un hipócrita». En síntesis: los humanos, como el resto de los animales, somos seres completamente egoístas y competitivos, y la moralidad no es sino una ocurrencia tardía y por ello poco natural, poco compartida.

Curiosa y destacadamente, De Waal recuerda que ya en la época de Huxley existía una feroz oposición a sus ideas por parte de biólogos como Petr Kropotkin, a quien presenta como verdadero seguidor del legado drawinista. A los biólogos rusos les impresionaba más la lucha de los animales contra los elementos inhóspitos que sus luchas internas. El apoyo mutuo de Kropotkin, con su énfasis en la cooperación y la solidaridad que contrasta con la perspectiva competitiva y despiadada defendida por Huxley, es una crítica contra éste escrita con enorme respecto por la obra y las ideas de Darwin en opinión de De Waal.

En contra de teorías extendidas, y no siempre bien comprendidas, que argumentan que los seres humanos somos esencialmente egoístas porque nuestros genes son «egoístas», olvidándose de que estos son simples moléculas y por ello no pueden tener intencionalidad -el egoísmo implica la intención de servirse ante nada a uno mismo-, De Waal señala que no pasa nada por describir a los animales (y a los humanos) como producto de fuerzas evolutivas «que promueven el interés propio, siempre que se admita que esto en modo alguno excluye el desarrollo de tendencias altruistas y compasivas» (p. 38). Es del mismísimo Darwin la siguiente consideración: «Cualquier animal dotado de unos instintos sociales bien marcados, incluido el cariño paternal y filial, inevitablemente adquirirá un sentido moral o conciencia tan pronto como sus facultades intelectuales hayan logrado un desarrollo tan elevado, o casi tan desarrollado, como en el hombre». El mismo Adam Smith, citado por De Waal, señala que más allá de las consideraciones usuales sobre el egoísmo del ser humano, debe admitirse igualmente la existencia de algunos principios en nuestra naturaleza que nos hacen interesarnos por el bienestar de los otros, de forma tal que la felicidad de estos nos sea necesaria aunque no obtengamos nada a cambio con ello más allá del placer de verla.

Un interesante balance de la comparación entre la teoría de la capa y una visión de la moralidad como resultado de instintos sociales es expuesta por De Waal en la página 47 del volumen. La teoría de la capa, cuyo origen atribuye a Huxley y entre cuyos defensores, no sé si con toda justicia, cita a Richard Dawkins y George Williams, es una teoría dualista que sitúa a los humanos en contra de los animales, que cree en el dualismo cultura versus naturaleza y que defiende que la moralidad es algo que se elige, aceptando la transición de un animal amoral a un hombre moral, sin evidencia empírica a favor de su posición y sin una teoría que explique por qué los seres humanos son mejores de lo que es conveniente para sus egoístas genes. La teoría evolucionista de la ética, en cambio, que toma en Darwin su punto de referencia (y acaso en el mismo Kaou Tsze, Mencio), y entre cuyos defensores De Waal sitúa a Edward Westermark, Edward Wilson, Jonathan Haidt, es una concepción unitaria que postula la existencia de una continuidad entre la moralidad humana y las tendencias sociales de los animales, señalando que las tendencias morales son producto de la evolución, que hay una transición entre el animal social y el animal moral, apuntando que las teorías de la selección de parientes, altruismo recíproco y sus derivados (justicia, resolución de conflictos) sugieren cómo pudo darse esa transición, y cuya evidencia empírica bebe de las fuentes de la psicología, la neurociencia (los dilemas morales activan áreas del cerebro emocionalmente implicadas) y la ciencia del comportamiento en primates.

La tesis de De Waal puede ser expuesta de forma resumida con sus propias palabras: «La evolución ha dado lugar a especie que siguen impulsos genuinamente cooperativos. Desconozco si en el fondo la gente es buena o mala, pero creer que todas nuestras acciones están calculadas deforma egoísta -a escondidas de los demás y a menudo de nosotros mismos- equivale a sobreestimar de forma exagerada los poderes mentales del ser humano por no hablar de otros animales» (p. 80). Más allá de los ejemplos conocidos sobre la práctica animal del consuelo de individuos afligidos y la protección frente a agresiones, existe una amplia literatura científica que concuerda con la clásica estimación de Mencio: en este ámbito los impulsos preceden a la racionalidad.

Singer, en su intervención, señala una interesante distinción entre la tesis de que la moralidad humana es inherentemente social y que las raíces de la ética se encuentran en los rasgos y patrones del comportamiento que compartimos con otros mamíferos sociales, primates especialmente, y la consideración de que toda la ética humana derive de nuestra naturaleza evolucionada en tanto que mamíferos sociales (p. 179), apuntando la siguiente tesis: la idea de una moralidad imparcial es contraria a nuestra naturaleza evolucionada si por tal naturaleza entendemos la que compartimos con otros mamíferos sociales a partir de los que hemos evolucionado. ¿Por qué? Porque ningún animal no humano, ni tan siquiera los grandes simios, se aproximan a nuestra capacidad para razonar, por lo que, si esta capacidad de razonar se sitúa necesariamente detrás del elemento imparcial de nuestra moralidad, entonces ésta constituye una novedad, una discontinuidad, una ruptura, como quiera decirse, en la historia evolutiva, aunque, sin duda, nuestra capacidad de razonar sea parte de nuestra naturaleza y, por tanto, como cualquier otro aspecto de la misma, sea también producto de la evolución.

En la respuesta a sus críticos, De Waal apunta por su parte que olvidarnos de las características que compartimos con el resto de primates y negar las raíces evolutivas de nuestra moralidad equivaldría a llegar a lo más alto de un rascacielos y afirmar que el resto del edificio es irrelevante. ¿Son, pues, los animales seres morales? Más bien ocupan varios pisos en la torre de la moralidad que no es un valle alargado. El rechazar esta modesta propuesta, concluye razonablemente el autor de El simio y el aprendiz de sushi, «únicamente puede dar lugar a una visión muy pobre de todo el conjunto» (p. 224) del escalonado edificio moral.