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Obituario: 'in memóriam'

Augusto Boal, defensor del teatro participativo

Fuentes: El País

La primera palabra que me saltó a la mente cuando conocí a Augusto Boal es que él era… elástico. Flexible, dúctil, fluido, abierto al mundo; pero a la vez con algo casi infinitamente resistente, no de esos elásticos que cuando se estiran se rompen.

Para el dramaturgo, los espectadores eran coautores de sus obras

 

Nuestro encuentro inicial fue en La Habana en 1973 cuando fuimos co-jurados para el Concurso de la Casa de las Américas y ya era una leyenda su Teatro del Oprimido. Aproveché su sabiduría en esa ocasión de una manera más bien pragmática. En Chile, estaba ya en marcha la contra-revolución que ese mismo septiembre derrocaría a Salvador Allende y mis conversaciones con Augusto volvían una y otra vez al papel que podía jugar el teatro en una coyuntura tan crítica. Fue su espíritu creador travieso, su convicción de que los espectadores eran de veras coautores, su optimismo inagotable, que me llevé de vuelta a Santiago. Meses más tarde, trabajando ya en La Moneda como asesor cultural de Fernando Flores, secretario general del Gobierno de Allende, aproveché sus enseñanzas para planificar unas acciones teatrales en los espacios públicos de Santiago que podían retrasar la asonada que amenazaba la democracia de mi país.

Justamente, el 11 de septiembre de 1973 me iba a encontrar con Oscar Castro, del Teatro El Aleph, para infiltrar las calles de Santiago con escenas creadas en base a lo que Boal llamaba el Teatro Invisible. Esto de invisible me gustaba en particular porque éramos víctimas del bloque llamado invisible del Gobierno norteamericano que, junto con el sabotaje económico de la derecha, había creado una escasez artificial y largas colas de ciudadanos para hacer compras de los alimentos más esenciales. Una de mis ideas era que un tropel de actores se pusiera en la cola y, sin revelar su origen teatral, fueran acusando sutilmente a los verdaderos responsables de aquellas carencias, de manera que las protestas de la gente se dirigieran contra los golpistas y no contra el Gobierno popular.

Nunca pudimos escenificar ni ésa ni otras presentaciones similares. El gran teatro de Chile fue usurpado por el Director de la Muerte, Augusto Pinochet, y yo me fui, eventualmente, a un exilio nada de invisible.

Y en Buenos Aires me esperaba, por cierto, Augusto Boal, que había tenido que salir de su Brasil después de caer preso y que se había instalado en el país de su mujer. Ahí me ofreció una lección que poco tenía que ver con el teatro. Me acuerdo que yo hablaba de las noticias terribles que salían de Chile como si fueran una cloaca, y Chile y más Chile… y fue entonces que Boal me dijo, muy calladamente, pero con mucho fervor: sí, Chile, dijo, Chile, sin duda, Ariel, pero no te olvides del resto de América Latina. Yo me quedé perplejo, tenía razón: con tanto protagonismo de mi país era fácil dejar de lado a tantos otros países que sufrían. Y tal como un año antes me había llevado a Santiago sus palabras sobre el teatro como un infinito instrumento de liberación y participación, me fui de Argentina con esas otras palabras, cargadas de ética continental y compasión humana, y nunca las olvidé.

Y ahora que dicen los cables que ya no respira en este mundo quiero desmentir aquella información falaz que vino desde Río de Janeiro y asegurar que Boal (78 años) se encuentra increíblemente vivo y tan elástico como siempre, que su muerte es invisible porque sigue él adentro de miles y miles de hombres y mujeres y niños que encontraron en sus obras y sus dichos y su vida la iluminación para hacerse ellos mismos los muy visibles protagonistas de su destino.