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Azar, conspiración, salud

Fuentes: La Calle del Medio

Los seres humanos son arrojados al nacer a un mundo complejo en el que es imposible controlar, ni de manera individual ni colectiva, todos los factores convergentes que determinan la existencia. Podemos decir que, en diferentes campos, la actividad racional ha estado orientada siempre a reducir los márgenes de contingencia, a arrinconar al azar en […]

Los seres humanos son arrojados al nacer a un mundo complejo en el que es imposible controlar, ni de manera individual ni colectiva, todos los factores convergentes que determinan la existencia. Podemos decir que, en diferentes campos, la actividad racional ha estado orientada siempre a reducir los márgenes de contingencia, a arrinconar al azar en límites cada vez más estrechos. No cabe imaginar -ni siquiera conviene- un mundo del que haya sido completamente erradicada la «casualidad», en el que destino y carácter o, peor aún, destino y razón coincidan completamente. Siempre habrá un «resto» inmanejable, resto que conferirá un sello romántico a nuestras pasiones y un sello trágico a nuestro dolor. La fatalidad, digamos, sobrevivirá a nuestros esfuerzos incluso en el mejor de los mundos posibles -que será mejor también gracias a ese margen de sorpresa e imprevisibilidad.

¿Quienes luchan contra la fatalidad? La ciencia, por supuesto, que ha hecho grandes avances retirando de las sombras fuentes de sufrimiento y mortalidad. Y el poder, que siempre ha intentado reducir el número de eventualidades incontrolables que pudieran amenazar su posición: para eso ha recurrido a la burocracia, la represión, el espionaje -y a la propia ciencia. Como riqueza y poder van habitualmente unidos, los ricos han controlado mejor sus vidas -y las de los demás- que los pobres, siempre al albur de los vientos y las mareas.

La «lucha de clases» es también una lucha entre fatalismo y control. El fatalismo es fatalidad asumida y hasta razonada y no distingue, por ejemplo, entre naturaleza e historia, pues se resigna a los azotes de la tormenta lo mismo que a los abusos de los guardias del príncipe como si uno y otro tuvieran una misma procedencia, como si -lo que es cierto- no pudiera evitar ninguno de los dos. Por eso es normal que el fatalismo vaya asociado a la fe religiosa, que no es otra cosa que la tentativa de controlar, por vía interpuesta, el universo oscuro de las fuerzas naturales e históricas que escapan a nuestra inteligencia y nuestra iniciativa: cuando uno está completamente a merced del azar quiere creer, al menos, que hay un plan, que todo obedece a un plan y que ese plan, por mucho que parezca lo contrario, me conviene. Dios es sobre todo un gran conspirador.

El fatalismo, que es la aceptación resignada de nuestra incapacidad para intervenir en los acontecimientos, introduce siempre imaginación conspiratoria. Dios es la respuesta religiosa al fatalismo. Pero hay también un fatalismo laico que, zarandeado por causas que no puede ni entender ni controlar y por sus efectos destructivos, atribuye todo lo que ocurre en el mundo al éxito permanente de una conspiración adversa. Es decir, acepta la disposición actual del mundo como una victoria del diablo, gran calculador negativo que, como Dios, dirigiría los hilos de nuestros destinos individuales y colectivos. Quiero decir que, allí donde no podemos cambiar el curso de los acontecimientos, cuando estamos sometidos dolorosamente a los caprichos del azar y del poder, preferimos el Diablo -un dios malo- a una total ausencia de orden y de control. Si no podemos controlar la realidad nosotros mismos, preferimos imaginarnos paranoicamente perseguidos por una omnipotencia negativa antes que atravesados por átomos y conexiones materiales sin sentido.

Me permito esta banal introducción filosófica para hablar del virus del ébola y el terror que está causando en España. No sé si cuando lleguen al lector cubano estas líneas la enfermedad se habrá o no extendido entre la población -ojalá no- pero me interesan más, en este caso, las reacciones de la opinión pública y del gobierno frente a una situación potencialmente fuera de control.

Digamos de entrada que la fatalidad existe: la gente tropieza, el viento derriba ramas de árbol y los virus se mezclan y se difunden mediante vectores ciegos. Frente a la fatalidad el fatalismo impotente, aterrorizado, introduce siempre una voluntad o un plan. En el caso del ébola, la versión extrema es la que pretende que el virus es una creación estadounidense en el marco de un programa de armas biológicas (y hasta relaciona el derribo del avión sobre Ucrania, hace unos meses, con una conspiración encaminada a silenciar científicos). La versión más moderada sencillamente exagera el papel del gobierno del PP en la irresponsable gestión de la crisis: necesitamos librarnos de la angustiosa sensación de que las amenazas más terribles se producen a menudo al margen de la voluntad de los seres humanos. Como bien lo sabe el exitoso esquema de Hollywood, preferimos un hijo de puta a una bacteria, un monstruo a un terremoto, Fumanchú (o Ben Laden) a la peste.

Pero veamos. La fatalidad existe; el fatalismo implica, sin embargo, el reconocimiento sin fisuras de la conspiración de los otros (los más poderosos o los más ricos; es decir, los dioses). Pienso, por ejemplo, en el arranque de la película de Michael Moore, Sycko, en la que un hombre que ha sufrido un accidente con una motosierra tiene que decidir cuántos dedos amputados se reimplanta en la mano, pues no tiene dinero para recuperar la mano entera. A nadie puede atribuirse el azar adverso del accidente -es una fatalidad- pero aceptar un servicio de salud que no garantiza en todo momento el acceso al máximo de recursos disponibles para una sociedad y una época dadas es resignarse, de manera fatalista, a la victoria de esa conspiración de intereses privados que determina realmente los destinos individuales y colectivos. Existen las fatalidades y existen las conspiraciones de los ricos y los poderosos, que tratan de controlar toda contingencia ajena a sus intereses. Ahora bien, el cometido de los que queremos un mundo más justo es el de distinguir unas de otras y oponer nuestra propia conspiración colectiva -nuestra propia tentativa de control- a las conspiraciones particulares. El tacherismo en los 80, por ejemplo, fue una conspiración de los ricos para apropiarse de los recursos públicos de los ingleses y la política del PP en España es lo mismo: la privatización y externalización de servicios sanitarios deja en una situación muy vulnerable a los ciudadanos españoles, beneficiarios hasta ahora de una de las más altas expectativas de vida del mundo. Todos conocemos la diferencia en muertos y destrucción entre un ciclón en Haití y un ciclón en Cuba. Frente al ébola, la España del PP se parece mucho más a Haití y, si ningún fatalismo debe convertir a Rajoy en maléfico creador del virus, tampoco puede negar su responsabilidad -criminal, sí- en el establecimiento de las condiciones materiales que han permitido su entrada en el país e impiden combatir eficazmente su extensión.

Frente al fatalismo, control. ¿Control de quién? ¿De los ricos y poderosos? Control público y colectivo de los recursos y los servicios. La Seguridad Social española, una de las mejores del mundo hasta hace poco, era y es también una conspiración, pero una conspiración de todos los ciudadanos contra las conspiraciones privadas de los ricos y contra el fatalismo de sus víctimas. Una buena institución es una victoria conspirativa de la vida sobre la muerte conspirativa. El azar existe, pero no todo es azar. La tentación doble del fatalismo -la de convertir por igual la fatalidad y el poder en conspiraciones de dioses o diablos omnipotentes- sólo puede ser combatida con el conocimiento y la intervención. Dejemos al azar la belleza, el amor y la muerte y hagámonos con el control de todo lo demás.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.