Cuando casi todos tenían el pensamiento congelado por ortodoxias y alineamientos automáticos que brindaban una trinchera de pertenencia, ella tuvo el coraje de descongelar los prejuicios pensando, sin atrincherarse jamás en profesiones o disciplinas que cercaran sus reflexiones. No se sentía a gusto con el título «nobiliario» de filósofa, y si tenía que presentarse, prefería […]
Cuando casi todos tenían el pensamiento congelado por ortodoxias y alineamientos automáticos que brindaban una trinchera de pertenencia, ella tuvo el coraje de descongelar los prejuicios pensando, sin atrincherarse jamás en profesiones o disciplinas que cercaran sus reflexiones. No se sentía a gusto con el título «nobiliario» de filósofa, y si tenía que presentarse, prefería que la llamaran, sin falsa modestia, «periodista política». Hannah Arendt, que nació en Hannover (Alemania) en 1906 y con la llegada del nazismo huyó a Francia y luego a los Estados Unidos, escribió en una carta, en 1951: «Nunca me sentí una mujer alemana y hace tiempo que he dejado de sentirme judía. Me siento lo que realmente soy, una muchacha venida de lejos». Esta forma de definirse, tomada de un verso del poeta alemán Schiller, permite relacionar a esta sabia maestra del siglo pasado, que murió hace 30 años, con Homero. Como si fuese una prima lejana del poeta, la autora de La condición humana enseñó a mirar el mundo desde la posición del otro y a juzgar sin criterios preestablecidos. Y este parentesco de pensar con mentalidad extensa se traduce en el propio lenguaje: donde Arendt señalaba que la imaginación «se entrena para ir de visita», los griegos decían «un sueño me visitó».
Esta muchacha venida de lejos, con las marcas indelebles de los filósofos que la formaron -principalmente Jasper y Heidegger- en las universidades de Marburgo, Friburgo y Heilderberg, pagó el precio de ser original y radical -en el sentido etimológico de ir a la raíz- en una época en que ambas palabras cotizaban en baja en el mercado de las divisas ideológicas. En 1972 Hans Morgenthau la increpaba a definirse: «¿Qué es usted? ¿Es conservadora? ¿Es liberal? ¿Dónde se sitúa usted entre las perspectivas contemporáneas?». Sin ignorar los desconciertos que provocaría con su actitud, Arendt optó por rechazar cualquier tipo de definiciones: ni conservadora, ni liberal, ni de izquierda. Este gesto arendtiano de subrayar, con orgullo, su independencia como pensadora no alineada a ningún partido político, escuela o tribu filosófica, estaba condenado, de antemano, no sólo a la incomprensión. Los conservadores la acusaron de izquierdista; la izquierda, de conservadora, por haber develado ciertas prolongaciones del totalitarismo en los sistemas socialistas en una de sus obras más provocativas, su primer libro, Los orígenes del totalitarismo (1951).
Quizá en esa resistencia a toda ortodoxia resida el interés creciente que suscita su obra, ahora que pocos dudan de algo que Arendt vislumbró hace más de cincuenta años, tras las experiencias políticas del segundo cuarto del siglo XX: las viejas categorías políticas de comprensión y estándares de juicio moral han estallado por los aires, pero el único paso que la reflexión ha dado, ha consistido en el simple proponer viejas respuestas a la nueva situación. «Vivimos en un mundo en que el propio cambio se ha convertido en algo tan obvio que corremos el riesgo de olvidar incluso qué es lo que ha cambiado.» Su deseo de mirar la política, como ella señalaba, con «los ojos despejados de cualquier filosofía», revelaba su escepticismo con respecto a la capacidad del pensamiento puro para captar la singularidad de la política. Los filósofos de la política, empezando por Platón, habían tomado partido por la vida contemplativa, enfatizando las insuficiencias y deficiencias de la acción.
Para Arendt, la realidad no es un objeto del pensamiento, sino precisamente aquello que lo activa, y ella fraguaba sus propios materiales repensando la tensión entre el pensamiento y la acción, sin neutralizarla en la dialéctica ni mucho menos en un cómodo pragmatismo. Esta defensa de su autonomía lleva a Fina Birulés (profesora de Filosofía en la Universidad de Barcelona y traductora de la compilación de textos De la historia a la acción) a descubrir, en una atenta lectura de la obra de Arendt, cómo no encaja con facilidad ni con «la rehabilitación de la filosofía práctica», ni con el neoaristotelismo, ni con el universalismo de la «ética discursiva» habermasiana o la filosofía francesa de la diferencia.
En ¿Qué es la política? (Paidós), Arendt observaba que «debe empezarse por todos los prejuicios que todos nosotros, si no somos políticos de profesión, albergamos contra ella». La idea de que la política es una sarta fraudulenta y engañosa de intereses e ideologías mezquinos no es ni era una novedad. Esta desconfianza hacia la política originó una respuesta, simple y contundente: «El sentido de la política es la libertad». Con esta sentencia desmontó el prejuicio de que la política es, precisamente, aquella actividad que sepultaría definitivamente la experiencia de la libertad. La obra de Arendt, como señaló su amiga, la escritora norteamericana Mary McCarthy, creó un espacio en el que se puede caminar con la magnífica sensación de acceder, a través de un pórtico, a un área libre. Cuando la mayoría de los discursos parecen rodeados por una suerte de contorno verbal borroso, Arendt ilumina y orienta una forma de pensarnos en el mundo.