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Baltasar Garzón y la trampa de la Transición

Fuentes: Iohannes Maurus

Je suis la plaie et le couteau ! Je suis le soufflet et la joue ! Je suis les membres et la roue, Et la victime et le bourreau ! (¡Soy la herida y el cuchillo! ¡Soy la bofetada y la mejilla! Soy los miembros y la rueda del tormento y la víctima y el […]

Je suis la plaie et le couteau ! Je suis le soufflet et la joue ! Je suis les membres et la roue, Et la victime et le bourreau ! (¡Soy la herida y el cuchillo! ¡Soy la bofetada y la mejilla! Soy los miembros y la rueda del tormento y la víctima y el verdugo.) Charles Baudelaire L’héautontimorouménos (el verdugo de sí mismo)

Puede decirse, con la distancia de más de treinta años que hoy nos separa de ella, que la Transición española fue una trampa para las mayorías sociales y para las fuerzas que quisieron sustituir el régimen franquista por una democracia efectiva. Una trampa es, en efecto, un dispositivo en el que es muy fácil entrar y del que resulta difícil o incluso imposible salir. La liga en que se posan los pájaros atraidos por la comida, o la ratonera que se cierra sobre el ratón que acude al olor del queso son ejemplos comunes de trampas, pero tal vez la mejor trampa es la más sutil, la más ligera y casi inmaterial: la red. Cuando los peces entran en la red, esta los acoge sin violencia: sólo cuando intentan liberarse de ella quedan apresados en las mallas de manera que ya no pueden moverse. Así nos cogió la transición. Lo más fácil para unos movimientos sociales débiles y desorientados y unas direcciones políticas de la izquierda más ambiciosas en lo personal que decentes en lo político era aceptar la oferta del régimen: legitimación de las estructuras y cargos fundamentales del Estado del 18 de julio y de su continuidad legal a cambio de una transformación interna de éste que diese un lugar a las direcciones de los partidos y sindicatos de la oposición dentro de un marco de poder ampliado. Inicialmente el coste de eta opción no parecía excesivo. A pesar de los centenares de muertos y los miles de heridos en manifestaciones en el quinquenio posterior a la muerte de Franco y de las acciones armadas de ETA, la transición hacia un régimen de libertades controladas fue relativamente «pacífica» si se compara con la caida del Shah en Irán o la de Somoza en Nicaragua. Bastante menos si se toma como punto de comparación la revolución postuguesa que sí representó una auténtica ruptura con el régimen anterior y que se realizó sin muertes (salvo la de una agente de la PIDE que se suicidó). Todo es relativo.

El régimen se convirtió así, por un lado en una partitocracia en la que la vida parlamentaria está secuestrada por las direcciones de los partidos políticos que hicieron la transición y en una «democracia antiterrorista» que mantiene, renovándolo, el conjunto de los cuerpos represivos y de las leyes y tribunales de excepción de la fase anterior. La excusa ideal para mantener este aparato fue la -a menudo brutal y políticamente absurda- lucha armada de ETA, pero la legislación de excepción y sus instancias judiciales podían utilizarse también en cualquier momento contra cualquier ciudadano. Las clases dominantes españolas que en algún momento llegaron a concebir temor por la «incertidumbre» de la transición podían dormir tranquilas: allí estaba el rey que puso Franco, alli estaba su fiel Fraga Iribarne, allí estaban la policía y el ejército de la dictadura intactos, alli estaba también la pieza más sensible del aparato judicial, el Tribunal de Orden Público sucesor del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo y denominado ahora Audiencia Nacional. El poder social pertenecía a los de siempre con el añadido de algunos advenedizos que hicieron fortuna con la transición. A los de siempre vinieron a juntarse los «para siempre», uniendo íntimamente sus intereses a los del régimen.

En cuanto a la monstruosa represión franquista, rayana en el genocidio en sus primeros años y mantenida como signo de identidad a través de un largo rosario de asesinatos legales (Grimau, Puig Antich, los cinco de 1975 etc.) y de actos sistemáticos de tortura tuvo que desaparecer de la memoria oficial. Toda responsabilidad quedó borrada por la ley de amnisitía. A cambio, otros personajes como Santiago Carrillo no tendrían que dar cuenta ante la justicia de sus responsabilidades en crímenes de guerra y, en concreto, en el asesinato masivo de presos del bando franquista en Paracuellos del Jarama que Paul Preston ha documentado en un libro reciente. El holocausto español del que habla Preston quedó así saldado y se fortaleció el mito de que los centenares de miles de muertos eran el resultado del encono y el odio propios de una guerra civil en la que «ambos bandos fueron igualmente reponsables». Esta versión ha quedado enteramente demolida por los más recientes trabajos de historiadores del período que han demostrado con abundante documentación que, si bien la violencia del lado republicano obedecía a los «excesos» propios de una guerra civil, las matanzas franquistas formaban parte de un plan de exterminio premeditado. El exterminio franquista de los «rojos» era, en efecto, como demuestra Gustau Nerín en La guerra que vino de África una matanza colonial operada por el ejército africanista y sus oficiales sobre unos españoles republicanos que los oficiales de Franco llegaron a denominar «los moros del norte». El abandono de la memoria histórica a los vencedores del 39 fue también una de las gravísimas concesiones efectuadas por la izquierda mayoritaria en la transición.

La trampa de la transición surtió sus primeros efectos en los pactos de la Moncloa en los que las direcciones sindicales y políticas de la izquierda decidieron «luchar contra la inflación» conteniendo el aumento de los salarios que trajo consigo la libertad sindical. La misma trampa volvió a capturar los cuerpos y las mentes de la población, cuando, el 23 de febrero de 1981, apoyaron a un rey que, como mínimo vió con simpatía el intento de golpe de Estado, como salvador de la «democracia».Tras un golpe no tan fallido y que había sido precedido por la defenestración de un Adolfo Suárez que se había tomado demasiado en serio la democratización del país, el PSOE aplicó en buena parte el programa de los golpistas frenando el desarrollo autonómico, organizando una respuesta legal e ilegal contundente frente a las acciones de ETA y poniendo en marcha la contrarrevolución neoliberal. La política, que parecía haber ganado un cierto espacio en los primeros años de la transición se vió engullida por una gestión partitocrática y esencialmente bipartidista del régimen (transfranquista y capitalista) que consiguió su objetivo: mantener a raya a la población.

El juez Baltasar Garzón que hoy juzga el Tribunal Supremo por varios presuntos delitos de prevaricación fue uno de los máximos paladines de la democracia antiterrorista. Sus diversos sumarios contra ETA, pero también contra el independentismo político vasco cimentaron su carrera de juez. En estos sumarios, el «juez estrella» se tomó, al amparo de las leyes de excepción y de cierto consenso público antiterrorista, todas las libertades posibles en cuanto a conculcación del derecho de defensa y en cuanto al uso «creativo» de los tipos delictivos. El resultado es la presencia, aún hoy en las cárceles españolas de verios centenares de presos políticos vascos que nunca tuvieron que ver con la preparación de ningún atentado y cumplen condena debido a la aplicación de leyes de excepción que establecen antijurídicamente una analogía entre los atentados y otras conductas con idénticos fines políticos. La aplicación de la «analogía» al derecho penal por parte de Garzón y sus colegas de la Audiencia Nacional viola los principios básicos de todo ordenamiento jurídico liberal. Rara vez en un régimen que se denomina «democrático» se ha hecho un uso tan extenso de la amalgama en materia de derecho penal como el que hizo Baltasar Garzón con su famosa teoría del «entorno». En cuanto a las alegaciones de tortura de muchos de sus encausados, jamás se dignó Garzón a investigarlas seriamente.

Este juez desmesuradamente politizado, pretendió convertirse en defensor de la democracia contra las dictaduras encausando al viejo dictador chileno Augusto Pinochet por delitos de genocidio. La cosa tenía algo de humor involuntario, pues el juez que perseguía al dictador chileno autor de la muerte de 3000 de sus ciudadanos era el representante de la continuidad legal e institucional de un régimen que había exterminado friamente en sus momentos fundacionales a más de 300.000 ciudadanos y había acogido con todos los honores al mismo Pinochet cuando éste acudió al funeral del general Franco. La causa contra Pinochet no siguió adelante, en parte por defectos del sumario, pero también por las presiones políticas internacionales, y el sanguinario «Tata» pudo morir en su país y en su cama. Tras hacerse famoso gracias a la causa contra Pinochet, Garzón siguió persiguiendo a integrantes de la izquierda abertzale y de otros sectores de la izquierda radical , cerrando periódicos, prohibiendo organizaciones políticas y culturales, etc. en nombre de la defensa del Estado de derecho. La incoación por parte de Garzón de un sumario sobre las matanzas y desapariciones del franquismo parecía confirmar su toma de partido contra todas las dictaduras y en favor de la democracia. Muchas esperanzas de familiares de desaparecidos y asesinados se depositaron en él. Tras instruir un primer sumario con excelente documentación aportada por prestigiosos historiadores, abandonó sin embargo el caso al no considerarlo competencia de la Audiencia Nacional. Esto no impidió al pseudosindicato «Manos Limpias» y a Falange española acusar a Garzón de prevaricación por haber aceptado la causa. Investigar los crímenes del franquismo no tendría sentido según estos grupos derechistas, pues los crímenes ya habrían prescrito y Garzón sólo habría aceptado instruir este sumario por razones políticas.

Hoy, el Tribunal Supremo ha juzgado a Baltasar Garzón por otra causa: las escuchas de Gürtel. En flagrante violción del derecho de defensa, Garzón habría ordenado que se escucharan algunas de las conversaciones de los acusados en el sumario Gürtel con sus abogados. Esto, es una práctica ordinaria cuando se trata de la izquierda abertzale, pero si se aplican los mismos métodos a los poderosos, a personas que tienen relaciones directas con el PP y, de forma más indirecta, con la familia real, los poderosos encausados encausan al juez. Se ha visto exactamente lo mismo en el caso del yerno del rey, Iñaki Urdangarín, contra cuyo juez se ha abierto recientemente una investigación. En el caso de las escuchas de Gürtel, Garzón ya ha sido condenado a 11 años de inhabilitación. Grande ha sido el revuelo en la izquierda oficial. Ciertamente, sorprende que el primer condenado del caso Gürtel sea el propio juez, pero esta condena, perfectamente justificada, debe servir para compensar un fallo más «clemente» en la causa relativa a los crímenes del franquismo, en la cual una condena excesivamente supondría un auténtico escándalo internacional nocivo para la imagen del régimen.

En cualquier caso, es un buen ejemplo de cómo funciona la trampa de la transición la imagen de los dirigentes de izquierda y de una parte de la población de izquierda apoyando a Baltasar Garzón con consignas y canciones como «Yo estoy con Garzón». Como si la causa de este burócrata judicial del propio régimen pudiera tener alguna conexión con la justicia que reclaman los familiares de centenares de miles de víctimas. Las manifestaciones en torno a este muy medático juicio son una buena ocasión para promover la causa de la verdad histórica en un sistema político basado en la «negación» de un genocidio, pero todo apoyo a Garzón como paladín de la verdad y la justicia es peligroso. Cada vez que se apoya al juez que elaboró la doctrina del «entorno» se apoya al conjunto de instituciones y normas que se edificaron sobre las cunetas rellenas de cadáveres y sobre la cancelación de su memoria. Apoyar a Garzón es incluir toda política en el régimen, no salir de un sistema que no puede hacer justicia ni al pasado ni al presente, renunciar a romper con el régimen de las cunetas. Las dos Españas existen, pero hoy por hoy, la otra, la democrática que no se atreve a ser republicana, está presa en la trampa de la transición: cuando más se esfuerza por salir de la red, más se ve atrapada en ella. Para salir de esta trampa hay que colocarse fuera de ella negando toda legitimidad al régimen criminal del 18 de julio: hace falta para ello otro 14 de abril, seguido de un largo y potente 15M.

Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.com/2012/02/baltasar-garzon-y-la-trampa-de-la.html?spref=fb