El éxodo de la población del barrio carioca de Vicario General, acosada por los tiroteos entre traficantes y policías, deja sin clases a 3,071 niños, cierra el comercio local e impide a los moradores que todavía permanecen allí ejercer su derecho elemental de ir y venir. La frágil democracia brasileña se encuentra amenazada en […]
El éxodo de la población del barrio carioca de Vicario General, acosada por los tiroteos entre traficantes y policías, deja sin clases a 3,071 niños, cierra el comercio local e impide a los moradores que todavía permanecen allí ejercer su derecho elemental de ir y venir.
La frágil democracia brasileña se encuentra amenazada en las grandes ciudades. Al margen del Estado legal se expande y fortalece el Estado ilegal. La barbarie se hace presente allí donde el poder público se encuentra ausente. Cuando mucho, el Estado hace presencia eventual como fuerza represiva, nunca como ente administrativo.
En las favelas impera el narcotráfico, que capta a jóvenes y niños, cobra por su protección al comercio local, administra salones de baile y clubes deportivos, castiga severamente a quien transgrede la «ley del perro», e incluso presta asistencia social a los vecinos, como ingresos hospitalarios, compra de medicinas, becas de estudios, reparaciones domésticas y ampliación de chabolas.
En las periferias las milicias, generalmente dominadas por policías, dictan normas y procedimientos: cobran peaje a los moradores y comerciantes, controlan el suministro de gas, monopolizan el transporte en microbuses e imponen sus candidatos a los electores.
Cuanto menos sea el poder público en esas áreas densamente pobladas por familias de clase baja, mayor es el imperio de la barbariecracia: el régimen de la barbarie, que se impone por el terror.
Los habitantes de favelas y suburbios son, en su inmensa mayoría, gente honesta y trabajadora, como constaté en los cinco años que viví en la favela de Santa María, en Vitória. Pero están desprotegidos en cuanto ciudadanos. No disponen de áreas de esparcimiento, deporte y cultura; las escuelas son una piltrafa, los profesores están mal pagados y la enseñanza es de mala calidad; el servicio de salud está agonizante; la red sanitaria es precaria; el número de viviendas construidas con financiamiento público es mínimo.
Basta con observar el mapa de las obras que lleva a cabo el poder público, como la expansión del metro carioca, para constatar que la prioridad recae sobre la minoría de la población de clase media o alta: la parcela capaz de retribuir con dividendos electorales.
Es esta reducida pero poderosa faja de la población -formadora de opinión- la que merece el mejor servicio público. El resto, considerada la inexistencia del Dios-proveerá, se ve empujada a las garras de los maleantes.
Entre los municipios de Rio y São Paulo hay por lo menos dos millones de jóvenes de entre 14 y 24 años que no terminaron la enseñanza primaria. De ese contingente proceden el 80 % de los homicidas, así como el 80 % de los asesinados. Lo que comprueba que la violencia urbana no procede de la pobreza sino de la falta de una educación de calidad.
Si el Estado se hiciera presente en esas áreas explosivas, a través de escuelas y cursos de profesionalización, de actividades deportivas y artísticas, ciertamente el narcotráfico perdería fuerza a mediano plazo. Ni el mismo traficante desea que su hijo le siga los pasos.
¿Y cuándo el gobierno hará una amplia reforma en los criterios de selección y formación de policías civiles y militares? ¿Cómo se explica que muchos agentes del Estado cometan asesinatos, tráfico drogas y armas, tortura y robo de bienes encontrados en manos de delincuentes?
Por desgracia en Brasil la cultura es un lujo de la élite. Basta con revisar el presupuesto del Ministerio de Cultura. Las pocas iniciativas dependen del mecenazgo de empresas que raramente invierten en el mundo de los pobres.
Esta es la más perversa forma de privatización: la que cede a los traficantes y a las milicias clandestinas el derecho de actuar como un Estado dentro del Estado. Como todos sabemos que ellas no delimitan su radio de acción a las áreas de la clase baja, las clases media y alta se vuelven rehenes permanentes de la barbarie, sea por verse aterrorizadas por el peligro de la violencia, sea por el compulsivo encerramiento tras las rejas de sus casas y el blindaje de sus vehículos.
¡Imaginen si los US$ 25 mil millones gastados al año en seguridad privada en el Brasil fuesen invertidos en educación de niños y jóvenes en situación de riesgo y en la formación de policías íntegros!
[Autor de «Calendario del poder», entre otros libros.
Traducción de J.L.Burguet]