«Cada culi chino, si quiere ganar su comida, está obligado a hacer política mundial.» Bertolt Brecht Ir al teatro es aparentemente lo más alejado a una forma de manifestación política. Arrollado desde hace décadas como espectáculo popular por el cine, el teatro es por lo general visto despectivamente como un entretenimiento para snobs, y […]
«Cada culi chino, si quiere ganar su comida, está obligado a hacer política mundial.»
Bertolt Brecht
Ir al teatro es aparentemente lo más alejado a una forma de manifestación política. Arrollado desde hace décadas como espectáculo popular por el cine, el teatro es por lo general visto despectivamente como un entretenimiento para snobs, y para algunos incluso no se trata más que de uno de aquellos pasos obligados del protocolo amoroso, una actividad para impresionar a la pareja avant de coucher ensemble. No siempre fue así, claro está, y en el largo despuntar del siglo XX encontramos ya ejemplos de un teatro con la mira puesta en exponer los mecanismos de producción política y cultural. En uno de sus escritos Bertolt Brecht recuerda por ejemplo cómo una obra de teatro sobre las consecuencias de la prohibición del aborto logró que las mujeres que la vieron organizasen una campaña de presión que finalmente consiguió el reparto gratuito de anticonceptivos por la sanidad municipal (1).
El reciente teatro de Rimini Protokoll -el grupo de jóvenes dramaturgos formado por Stefan Kaegi (n. 1972), Helgard Haug (n. 1969) y Daniel Wetzel (n. 1969)- ha recibido la definición de «teatro documental». Erwin Piscator ya había utilizado el término cerca de ochenta años atrás. Con él se refirió a un «arte dramático que se destila de la realidad histórica o contemporánea, una obra de arte que cumple con las exigencias del drama y que posee en su contenido un alto grado de actualidad y una vitalidad política rara veces alcanzada previamente en una literatura dramática.» (2) Resulta interesante, y quizás revelador de eso que algunos llaman ya un poco ceremoniosamente una «reintroducción de lo político en el arte» (¡como si alguna vez lo hubiera abandonado!), que mientras la Volksbühne berlinesa reclama orgullosa la herencia de Brecht y Müller, Rimini Protokoll recoja el estandarte del teatro documental justo donde Piscator lo dejó caer: en la liquidación progresiva del escenario teatral y el uso de actores no profesionales. «La arquitectura del teatro está en la más íntima relación con la forma de la dramaturgia correspondiente; o sea, ambas se determinan mutuamente» (3), escribió Piscator. Así, el teatro real -que aún sobrevive en las salas más antiguas- refleja con su distribución en patio de butacas, gradas, palcos y galerías las capas sociales de una sociedad preindustrial altamente jerarquizada. El escenario de fondo, la «caja abierta» que comparten todos los teatros modernos, respondería al decir de algunos teóricos a la voluntad naturalista del arte en la época burguesa: por esta sección cuadrangular podía el espectador, convertido por una o dos horas en voyeur, asomarse para mirar cómodamente tranches de vie sin verse interpelado y sin poder interpelar él al espectáculo a su vez. Las teorías de la «cuarta pared» y del «como si» reforzaban esta ilusión contractual: el espectador suspende su incredulidad temporalmente (o al menos admite que se encuentra ante una construcción imaginativa de la que puede disfrutar) y a cambio los actores le ofrecen entretenimiento y emociones durante ese espacio de tiempo determinado. Como las misas tridentinas, el teatro se hacía -y en algunos casos se sigue haciendo- de espaldas a la presencia del espectador, como si éste no existiera. ¿Pero para quién se actúa al fin y al cabo si no para un público? Esta manera de entender la escena difícilmente puede satisfacer a las dramaturgias que tratan de romper con la tradición e introducir al espectador en el teatro como fuerza viva y no como ficción, y que tratan no de representar un espectáculo para que el espectador se olvide del mundo, sino de presentar el mundo para que el espectador intervenga en él.
El proyecto de Rimini Protokoll se acerca mucho a eso. Desde que Kaegi, Haug y Wetzel se conocieron en la facultad de ciencias teatrales aplicadas de la Universidad de Gießen, dirigida desde 1999 por Heiner Goebbels, han llevado a cabo bajo el nombre de Rimini Protokoll algunos de los últimos experimentos teatrales más interesantes en Europa. En un artículo sobre ellos escribe Peter Michalzik que cada «uno de sus proyectos está desarrollado a partir de una situación concreta en una localización específica, sobre la base de una investigación exhaustiva. El grupo siempre concibe sus producciones en colaboración con actores amateur que se interpretan a sí mismos. Haug, Wetzel y Kaegi prefieren llamar a estos actores, que encuentran en el trascurso de su investigación, «especialistas» (…) El teatro de Rimini Protokoll no establece una oposición entre el escenario y la audiencia, sino que integra ambas esferas en una modificación experimental del montaje (…) El objetivo es abrir al público el complejo que constituye nuestra realidad, mostrándolo en todas sus facetas, como una vía para permitirnos interrogarlo.» (4)
La voluntad por alumbrar temas y colectivos invisibilizados por los medios de comunicación atraviesa la obra de Rimini Protokoll: en Kreuzworträtsel Boxenstopp (2000) fueron las amas de casa jubiladas, en Deadline (2003) subieron al escenario un alcalde obligado a asistir a los funerales de sus ciudadanos más prominentes, un picapedrero fabricante de lápidas, un panegirista y un estudiante de medicina para hablar del rechazo contemporáneo a la muerte; empleados de la aerolínea belga Sabena despedidos por un plan de reestructuración de empresa pudieron servirse del teatro para explicar su situación al público en Sabenation (2004). En Call-Cutta (2005) se acortó aún más la distancia entre la escena y la audiencia, al proporcionársele a ésta un teléfono móvil con el cual interactuaba con teleoperadores indios de Calcuta que guiaban al espectador -¿podemos seguir llamándolo así?- a través de los rincones más desconocidos del berlinés barrio de Kreuzberg. Ese mismo año hicieron del Wallenstein (2005) de Friedrich Schiller un ensayo teatral sobre el poder y la resistencia: en él intervenían un joven político que llegó a ser candidato a la alcaldía de Mannheim y acabó siendo expulsado de su partido, un jefe de policía durante la República de Weimar y un veterano de la guerra de Vietnam residente en Heidelberg (los tres, como Wallenstein, hubieron de responder en cierto modo «a la tentación de traicionar al emperador»). Uno de sus últimos proyectos ha sido suicida como pocos -el cineasta soviético Sergei M. Eisenstein, director de El acorazado Potemkin (1925) u Octubre (1927), falló en el intento-, una adaptación de los principales pasajes del primer volumen de El capital de Karl Marx. El proyecto estaba llamado a ser polémico (se regaló a cada espectador una copia del libro a la entrada del teatro), pero Rimini Protokoll capeó el temporal y se alzó con el Müllheimer Dramatikerpreis el 2007 por esta obra. Después de haber presentado el año pasado Mnemopark, Rimini Protokoll ha vuelto recientemente a Barcelona con Cargo Sofia-Barcelona, producida originalmente para el Teatro Basel en Suiza en el 2006.
El drama del transporte de mercancías / El transporte de mercancías en drama
En Cargo Sofía-Barcelona, cuando los espectadores, cuarenta y cinco por función, llegan al teatro, no ocupan sus butacas sino que suben al remolque de un camión estacionado a las puertas del edificio. El remolque se ha acondicionado para la ocasión: se ha instalado en él tres filas de butacas y uno de los laterales del contenedor ha sido sustituido por una vidriera que permite al público ver el exterior, pero no ser visto desde fuera. En cierta manera es como haber instalado un patio de butacas en la parte trasera del camión. Comparecen los especialistas:
«Bienvenidos a Bulgaria. Mi nombre es Vento. Con un camión como éste he llevado papel higiénico de Ucrania a Serbia. Eso fue antes del embargo. Así pues, que nadie tenga miedo, soy camionero desde hace 15 años.»
Y:
«Bienvenidos a Bulgaria. Mi nombre es Nedjalko. Trabajo desde hace 25 años para la compañía búlgara Somat, tres años de ellos en Kuwait. Ahora son las siete y media. En una hora habremos dejado atrás Sofia. Esta noche esperamos llegar a Serbia. Mañana atravesaremos Croacia, y al día siguiente Italia… en cuatro días llegaremos a Barcelona.»
Los camioneros suben a la cabina (que podemos ver a través de una videocámara instalada a tal efecto) y nos explican las características técnicas camión en el que nos encontramos. Desciende una pantalla, en la que se proyecta un breve reportaje sobre Somat: cómo se convirtió de compañía estatal en empresa privada tras la caída del Muro; cómo la guerra de Irak supuso la eliminación de algunas rutas comerciales, y con ellas, un descenso de los ingresos; cómo tienen vigilada por satélite en todo momento su flota de camiones.
Luego empieza la ruta.
El capitalismo está alcanzando ya su última frontera geográfica: el mercado mundial. Con ella, la división del trabajo alcanza una escala internacional y deja de afectar exclusivamente al conjunto de una nación para afectar a varias naciones en conjunto, de tal suerte que los individuos desconocen el origen remoto y la naturaleza de los centros de poder político y económico que determinan sus vidas, y en no pocos casos incluso la existencia de esos mismos centros de poder. «La interdependencia de las naciones» enunciada por Marx y por Engels en el Manifiesto comunista es hoy una realidad muy tangible. Un ejemplo muy recurrente, pero enormemente ilustrativo: el del (quizás ya célebre) yogur de fresa. Para la elaboración de una sola unidad, los ingredientes y materiales necesarios para su producción deben recorrer más de 8.000 kilómetros (5). Con datos como éste a mano no es difícil suscribir el juicio de Sharon Zukin de que el consumidor actual «carece del conocimiento de la producción que tenían las generaciones anteriores.» (6) Y lo que ocurre en la producción de mercancías afecta inevitablemente a la producción cultural, en la que, dice Fredric Jameson, «el espacio y la lógica espacial dominan cada vez más.» » Si, de hecho -sigue- el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que «cúmulos de fragmentos» y una práctica azarosa de lo heterogéneo, fragmentario y aleatorio.» (7) Pero si lo que queremos es entender el problema dialécticamente y no perdernos en tal o cual subjetividad pejiguera, conviene ver la superación de todo sistema a partir de sus propias contradicciones: ya en 1992 el propio Jameson escribía con apreciable intuición tener «la impresión de que nuevas formas de arte político -si no de un arte político postmoderno, al menos de un arte político dentro de la postmodernidad- están a punto de surgir en el área general de la didáctica. Al debilitar las antiguas formas de autonomía estética, al romper las barreras, no sólo entre cultura superior e inferior, sino también entre lenguaje literario y otros tipos de discurso, al disolver lo ficticio en todo un mundo inmenso de representaciones y espectáculos visuales que se convierten en tan reales como cualquier referente, la situación postmoderna ha liberado, quizá involuntariamente, nuevas posibilidades y sobre todo ha permitido usos nuevos y diferentes del objeto artístico, debido a la heterogeneidad de sus contenidos» (8). Quizá con estas nuevas formas de arte político -¿y alguien duda de que el teatro de Rimini Protokoll se inscribe en esta categoría?- se reúna el complejo entramado de relaciones del mundo contemporáneo para presentarlo en su totalidad, y podamos así «empezar a entender de nuevo nuestra situación como sujetos individuales y colectivos y recuperar nuestra capacidad de acción y de lucha, hoy neutralizada por nuestra confusión espacial y social.» (9) (Si me detengo algún tiempo en estas cuestiones es porque Cargo Sofía-Barcelona naturalmente ha atraído la atención de la prensa nacional y de sus suplementos culturales, los cuales, deslumbrados por la originalidad del aparato escénico, han relegado a un segundo plano casi todo lo demás.)
Durante dos horas Cargo Sofía-Barcelona recrea el viaje de uno de esos transportes de mercancías (tomates, pescado, pienso, hierro… virtualmente casi cualquier cosa que pueda cargarse en un contenedor) desde Bulgaria a España, pasando por Serbia, Croacia, Eslovenia, Suiza, Italia y Francia. Un trayecto que por lo general dura cerca de cuatro días (los domingos está prohibido el tráfico a los vehículos pesados en toda la Unión Europea), durante los cuales los camioneros tienen que enfrentarse a atascos, colas en las gasolineras y retenciones aduaneras. Éstas últimas pueden resolverse rápidamente con un soborno: lo que en Serbia se soluciona con un par de cartones de cigarrillos, en Irán o Kuwait se consigue con un par de números de Playboy. Algunas empresas ya incluyen desde un buen principio en su presupuesto entre veinte y treinta euros para cubrir este tipo de mordidas. El resto corren a gasto del conductor.
El camión-teatro se detiene sucesivamente en la zona de carga del puerto, en la Zona Franca y en Mercabarna, lugares sobre los que los ciudadanos de Barcelona rara vez ponen sus pies, ni siquiera por azar. Allí los trabajadores de cada lugar se dirigen directamente al «patio de butacas» y nos describen su jornada laboral, nos proporcionan datos relativos a su trabajo y, en definitiva, nos instruyen sobre su papel en el sistema productivo que lleva el producto (ya sea un alimento o una manufactura) desde su origen hasta nuestros hogares. Entre las quejas de los conductores por la falta de duchas en algunos lugares de hospedaje, el elevado precio de los alimentos (durante semanas sólo se alimentan con comida envasada) o la dificultad para encontrar un diario búlgaro que les informe de lo que ha ocurrido en su país después de varios días de viaje, y las inesperadas apariciones poéticas de una cantante búlgara, se arrojan sobre la pantalla datos relativos al crecimiento de Willi Betz, una de las mayores compañías europeas de transporte, que empezó con un solo camión en 1945, pasó a tener 5 en 1953, 13 en 1961, y cuenta hoy con la mayor flota continental de vehículos de transporte de mercancías (Willi Betz controla, por cierto, un 55% de la búlgara Somat). Sorprende que pocos críticos hayan reparado en el interesante contrapunto que se establece entre los pequeños sobornos a los que se ven obligados a recurrir los camioneros y la corrupción a gran escala de los cargos directivos de Willi Betz. Mientras los primeros lo hacen por necesidad, los segundos lo hacen para aumentar sus beneficios. La de los primeros se penaliza, la de los segundos se ha premiado llevando a la empresa a liderar el sector. Incluso si se tiene en cuenta las penas de prisión caídas sobre algunos de los acusados, la comparación de éstas con los beneficios que ha obtenido la empresa a lo largo de todos estos años de irregularidades financieras resulta por sí sola elocuente.
En otro orden de cosas, Cargo Sofia-Barcelona también nos habla de cómo el destino de los camioneros se ha asimilado -tal es la suerte de la fuerza de trabajo una vez convertida en mercancía- a la de los productos con los que trabajan. Su vida está en movimiento perpetuo, pero nada en ella hay del mito de la frontera, sino un paisaje homogeneizado y reterritorializado, una línea de la que cada punto es un espacio de paso, un no-lugar en toda regla (carreteras, autopistas, gasolineras, aparcamientos…) entre el punto de recogida y el de entrega: estos camioneros «han visto todos los países de Europa, pero conocen las ciudades sólo por las señales. Las diferencias regionales para ellos se reducen a los restaurantes de comida rápida junto a los lavabos de carretera.» (10) El punto de partida en nada se diferencia del de llegada, acaso por la lengua que hablan los trabajadores de la zona de descarga de mercancías; estos camioneros ni siquiera pueden permitirse hacer turismo por las ciudades que visitan, pues las ciudades tienen prohibido circular por sus calles a este tipo de vehículos. Además, la escasa especialización que requiere este trabajo convierte a los camioneros en un colectivo laboral especialmente vulnerable, que vive bajo la amenaza constante de ser reemplazado por una mano de obra más barata contratada en origen. Los camioneros de Europa oriental lo saben desde que sus países entraron en la Unión Europea y sustituyeron a los camioneros españoles, franceses o alemanes al frente del volante. Vivir y trabajar en un mismo espacio de menos de 6 metros cuadrados no es la peor parte de este trabajo malpagado: las presiones por entregar la carga cuanto antes llevan a los trabajadores a superar los límites establecidos de velocidad y al consumo de todo tipo de estimulantes legales e ilegales. Según la ADAC (Allgemeiner Deutscher Automobil-Club, Automóvil Club de Alemania) son 350 los heridos y 20 los muertos anuales en accidentes relacionados con camiones.
Lo más interesante de Cargo Sofía-Barcelona quizá sea, en definitiva, el que nos hable de un tema del que pocas veces tratan las actuales producciones culturales: el trabajo. Y que lo haga dando voz a los propios trabajadores, con honestidad y sin necesidad de echar mano de recursos emocionales -cuán de agradecer es no encontrarse una obra de contenido social aquejada de aquello que Luis Buñuel llamó «infección sentimental»- que por otra parte el dispositivo escénico (la videocámara y la proyección de películas y documentos) ya se encarga apropiadamente de «distanciar»: todo lo que sabemos de la vida personal de Vento y Nedjialko se reduce finalmente a las cuatro fotografías que muestran a cámara. Imposible identificarse con ellos. El personaje equivale aquí a su función social, sin menoscabo de su singularidad, y el tema -el transporte de mercancías, si así se quiere- adquiere todo su protagonismo. Habrá quien probablemente se eche las manos a la cabeza al leer esto. No quien conozca el dato de que las carreteras se han convertido en el mayor almacén de Europa, y que para el año 2015 se espera un incremento de hasta un 60% del tráfico de camiones. Se me permitirá una pequeña metáfora automovilística para cerrar este comentario, pero es al finalizar la obra, cuando los espectadores pueden dirigirse a los camioneros para resolver copa de grappa búlgara en mano cualquier duda que les haya quedado -¿en cuántos espectáculos teatrales se puede hacer algo así?-, que podemos tener la certeza de que también en el campo cultural hay gente dispuesta a poner freno a las políticas neoliberales.
NOTAS: (1) Bertolt Brecht, Escritos sobre teatro (Barcelona, Alba, 2004), pp. 28-29. (2) Erwin Piscator [1929] El teatro político (Hondarribia, Hiru, 2000), p. 393. (3) Ibid., p. 190. (4) Peter Michalzik,Portrait of Rimini Protokoll.
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www.sinpermiso.info, 11 mayo 2008