El acceso a los recursos genéticos y el reparto equitativo de sus beneficios constituyen el asunto más polémico que discuten 3.600 delegados de 173 países en la mayor conferencia sobre diversidad biológica, en marcha en esta ciudad del sur de Brasil. El régimen de acceso y beneficios es una «tragicomedia griega» destinada al fracaso, porque […]
El acceso a los recursos genéticos y el reparto equitativo de sus beneficios constituyen el asunto más polémico que discuten 3.600 delegados de 173 países en la mayor conferencia sobre diversidad biológica, en marcha en esta ciudad del sur de Brasil.
El régimen de acceso y beneficios es una «tragicomedia griega» destinada al fracaso, porque se basa en premisas falsas y no toma en cuenta principios básicos de la economía, indican unos. Mientras otros lo consideran inaceptable porque apunta a «privatizar» bienes y conocimientos que son patrimonio común de la humanidad.
Así transcurre el debate en esta octava Conferencia de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica (COP-8) que se lleva a cabo desde el 20 hasta el 31 de marzo en Curitiba.
Tal como se negocia un régimen internacional que regule el acceso y la distribución de beneficios «preveo hace muchos años que no resultará», dijo a IPS el economista Joseph Vogel, de la Universidad de Puerto Rico-Río Piedras, quien identificó «elementos de tragedia y comedia» en el proceso.
Tanto los conocimientos tradicionales, cuyos poseedores pretenden beneficios, como los recursos genéticos «son información natural», y no reconocerlo conduce al fracaso, sentenció. Los bienes intangibles no permiten control físico, son materia de patentes, derechos de autor, secretos y marcas registradas, explicó.
Pero en el caso de la biodiversidad y los conocimientos tradicionales «no cabe el monopolio, porque están dispersos en varios países» y en varias comunidades o etnias. Si un país o comunidad intenta negociar el acceso a sus recursos biológicos con perspectiva de ganancias «provocará una guerra de precios, pues la competencia en información siempre colapsa los precios», explicó.
La industria de la biotecnología, obligada a responder a sus accionistas con utilidades, se aprovecharía de ese cuadro para bajar los precios al mínimo.
La solución, propone Vogel, es convertir los conocimientos tradicionales en secretos comerciales, ya que se trata de defender derechos de propiedad intelectual, y constituir «carteles de biodiversidad» entre los países y comunidades que dispongan de una «información» determinada, como una planta con propiedades medicinales.
Solo así podrán negociar razonablemente con la industria. Si un recurso genético negociado es endémico en toda la Amazonia, se deberá remunerar a los nueve países amazónicos, ejemplificó el economista, que sugiere una proporción de 15 por ciento como participación de los poseedores del material y del conocimiento, y no «la migaja de 0,5 por ciento» que algunos proponen.
En primer lugar, los indígenas tendrán «que callarse, no hablar con botánicos ni biólogos», ya que un material recogido hoy para estudios taxonómicos, mañana puede generar patentes, advirtió.
Como ejemplo mencionó una variedad de maní adquirida en el sur de Brasil hace más de 50 años y que décadas después proveyó de un gen resistente que está salvando la producción de cacahuetes en Estados Unidos de una plaga provocada por un virus. Ese gen ya aportó por lo menos 2.000 millones de dólares a la economía estadounidense desde 1996, estimó el Edmonds Institute, con sede en Washington.
Faltan economistas en los debates del Convenio, y esa ausencia lo priva de aportes importantes, concluyó Vogel.
Para Karen Nansen, de la no gubernamental Amigos de la Tierra en Uruguay, las negociaciones siguen la tendencia actual de privatización de los recursos naturales y biológicos, bajo la lógica del mercado y no de las exigencias ambientales o derechos de los pueblos.
Ya se patentan organismos vivos, mientras semillas y agua pasan crecientemente al control o monopolio de las empresas transnacionales, e incluso la conservación de la biodiversidad se hace cada vez más en áreas privadas. Esa «mercantilización de la vida» se va imponiendo en las leyes nacionales a través de los tratados de libre comercio, acotó.
El régimen de acceso y reparto de beneficios se incluye en esa «lógica de la propiedad intelectual», pero para los indígenas y comunidades locales «no es solución, sino privatización», según Nansen. En ese cuadro sombrío, la activista ve alguna esperanza en la «resistencia creativa» de la lucha ambiental y en movimientos como la red internacional Vía Campesina, para los que las semillas «son de los pueblos en beneficio de la humanidad».
Negociar el acceso a los recursos genéticos es «pura pérdida de tiempo, no producirá ningún beneficio a la humanidad», dijo la costarricense Silvia Rodríguez, experta en acuerdos internacionales de la no gubernamental Grain, con sede en Barcelona.
La distribución «justa y equitativa de los beneficios» del uso de recursos genéticos es algo «indefinible», que aún no se sabe cómo alcanzar, sostuvo la activista, recordando que una contrapartida más concreta para el acceso a la biodiversidad, como la transferencia de tecnología, no se cumple y es un tema casi olvidado en esta COP-8.
Costa Rica fue pionera en obtener remuneración por su rica biodiversidad. En 1991, un año antes de la aprobación del Convenio, el Instituto Nacional de Biodiversidad, privado pero vinculado al gobierno, firmó un contrato con la transnacional farmacéutica Merck por un millón de dólares y la posibilidad de acceder a una parte de las regalías si el material genético cedido por el país daba origen a alguna patente.
Fue «un fracaso, un engaño para las comunidades locales que hasta ahora no tuvieron ningún beneficio», afirmó Rodríguez.
El rechazo a la negociación no es compartido por representantes del Foro Internacional Indígena sobre Biodiversidad, que reclaman participación en las discusiones para un reparto equitativo de los beneficios.
No negociar es mantener la actual situación de pillaje de «la biodiversidad y los conocimientos que poseemos» por parte de las transnacionales, dijo a IPS Florina López, del pueblo indígena kuna de Panamá, quien coordina una red de mujeres que intentan influir en las conferencias del Convenio.
Pero López reconoce que un acuerdo sobre tal régimen llevará «muchos y muchos años» por la complejidad del tema.