Aunque el trabajo tenía sus inconvenientes también te permitía pasar tus buenos ratos, esos que uno aprovecha para subir el volumen del bolero, servirse un generoso trago y encender un cigarrillo, cómodamente recostado en el botellero, sin nadie que te interrumpa el sueño, sin que ninguna voz te sobresalte y que, abruptamente, desaparece cada vez […]
Aunque el trabajo tenía sus inconvenientes también te permitía pasar tus buenos ratos, esos que uno aprovecha para subir el volumen del bolero, servirse un generoso trago y encender un cigarrillo, cómodamente recostado en el botellero, sin nadie que te interrumpa el sueño, sin que ninguna voz te sobresalte y que, abruptamente, desaparece cada vez que la puerta se abre y entra otro cliente.
Probablemente nunca se sepa el origen del incendio. Algunos hablaron entonces de un cortocircuito, de una sobrecarga en la red, de un alto voltaje… Hubo quien se atrevió a insinuar que el responsable del incendio que consumió el bar, clientes incluidos, en menos tiempo del que tarda en consumirse un cigarrillo, bien pudo haber sido el camarero.
Yo nunca di crédito a semejante posibilidad. Y no sólo porque yo era el camarero sino porque, aún en el caso de que los finados clientes del bar se merecieran semejante fin, ni siquiera yo los odiaba tanto como para buscar su ruina y la propia quemando el local.
Sin ánimo de justificar la cremación, lo cierto es que con los clientes llegaban siempre los malos ratos, el desasosiego de tener que incorporarte mientras bajabas el volumen del bolero y buscabas donde dejar el cigarrillo para cuadrarte, finalmente, delante del intruso.
El primero acostumbraba a ser Moby Dick, cliente de proporciones parecidas a las del cetáceo de quien tomaba el nombre y que siempre correspondía a mis bostezos de bienvenida con un primer inventario de quejas y reclamaciones dignas de mejor causa y camarero: que la música estaba muy alta, que el bar apestaba a cigarrillo y que si había llegado Bob Esponja. Después pedía «lo de siempre».
Lo de siempre consistía en un café corto pero en taza grande, con la leche caliente pero no demasiado y con bastante azúcar pero no me lo endulces.
Todos los días pedía lo mismo pero yo no tenía la obligación de saberlo. Me parecía una demanda intolerable que me exigieran saber de memoria todos los malditos gustos de los malditos clientes. En cualquier caso, nunca cometí el error de responder a la provocación.
Tras asentir con la cabeza a «lo de siempre», entretenía mis siguientes diez minutos dando paseos de reconocimiento por las inmediaciones de la barra que interrumpía para fumar otro cigarrillo y deleitarme con un nuevo bolero hasta que, por sus bufidos, era evidente que «Moby Dick» ya estaba cerca del colapso. Entonces me colocaba frente a él contemplando embelesado las partículas de polvo suspendidas a lo largo y ancho del bar y le preguntaba que qué era lo de siempre.
Ese era el mejor momento. «Moby Dick» abría y cerraba la boca compulsivamente y, entre espasmos, lograba ir describiendo su tradicional solicitud. Una vez amainaba la tempestad dedicaba los siguientes minutos a criticar la profesionalidad de los camareros en pleno siglo XXI y a regalar sus más encendidos elogios a mi progenitora.
Sé que cualquier persona en mi lugar hubiera aprovechado las escasas canas del impertinente para transformarlas en una purificadora antorcha que redimiera el local de tan ingratas presencias pero después de seis meses de experiencia en el trato con esta y otras especies, me bastaba mi natural aplomo y sangre fría para sobrevivir sin inmutarme a sus embates.
Las secuelas del paso del cliente las superaba refugiándome en la cocina. Otro trago, otro cigarrillo, un bolero más y la historia que insistía en repetirse cuando un nuevo cliente aporreaba la barra reclamando mi presencia.
No hay cosa que más me moleste que me interrumpan cuando estoy soñando. Sabía que era Bob Esponja porque, además de los golpes, también dejaba oír su catadora, capaz de absorber todos los grados, exigiendo a gritos un camarero, un vaso de vino y un trapo con que limpiarse los puños de la chaqueta. Ni siquiera mientras apuraba su dosis era capaz de callarse. Entre trago y trago se las ingeniaba para reprocharme la suciedad de la barra, la tardanza en el servicio y la ausencia de «Moby Dick».
Yo, que conozco mejores maneras de pasar la mañana que sintonizar con los exabruptos de un alcohólico conocido, optaba por declararme sordo hasta que Bob Esponja, cansado de esperar el trapo, se marchaba murmurando que el vaso también estaba sucio, que tampoco era Rioja y que lo había dejado su mujer.
Por especial deferencia a su cirrosis yo evitaba comentarle que su señora bien podía haberlo acabado de cocer y respiraba aliviado cuando desaparecía por la puerta dispuesto a descorcharse la cabeza en otro bar.
Si me entretengo más de lo debido en relatar estas comunes miserias entre camareros y clientes es justamente para mejor edificar la opinión de los lectores y dejar claro que ni siquiera Lady Chancro, la cliente a quien más detestara, merecía el horrible final que tuvieron todos. Y eso que, reconozco, el día que insistió en que la cebolla de la ensalada debía ser picada a mano yo les hubiera ahorrado trabajo a las llamas, pero una cosa es que lo deseara y otra que lo hiciera posible, que nada tuve que ver con el siniestro.
En el fondo los compadecía tanto como los odiaba. Yo fui el único sobreviviente y lo más extraño es que no hice nada para merecerlo.
Era sábado, precisamente a última hora, cuando más necios se ponen los clientes, que se originó el incendio.
Recuerdo que yo estaba entre las mesas recogiendo tazas y platos y conversando con algunos clientes de confianza sobre por qué carajo tenía que limpiar entonces y no podía esperar a que terminaran de cenar cuando, de improviso, un estruendo de fuego lanzó por los aires a los clientes más próximos a la barra e, incluso, la barra.
La explosión había tenido su origen en la cocina y yo bendije mi suerte. Sólo unos minutos antes había estado allí. Al estar de baja la cocinera me había ocupado de recalentar los fritos del día anterior y mientras esperaba que la freidora estuviera a punto, sentado junto al depósito de gas, fumaba tranquilamente un cigarrillo acompañado de su correspondiente bolero. En eso estaba cuando la inconfundible voz del «Quebrantahuevos» se dejó oír desde la barra. Quería pagar y amenazaba con irse sin hacerlo de no aparecer inmediatamente un camarero.
El no sabía lo que yo estaba haciendo en la cocina. No sabía si en ese mismo instante yo estaba cortando a mano la cebolla de Lady Chancro o enfrascado en alguna trascendental meditación sobre el solsticio de invierno y la órbita lunar, pero a él le daba igual. Ese no era su problema. Otros clientes sabían esperar pero no el «Quebrantahuevos». Por el murmullo de voces calculaba que me esperaban en la barra al menos otros tres clientes pero a ninguno se le había ocurrido ponerse a dar voces, y cuando se lo digo me contesta que llevaba más de media hora y que lo único que quiere es perderme de vista. Ahí mismo le apliqué en el precio el IECG (impuesto especial para clientes gilipollas) que pagó sin rechistar y sin saberlo. Después cerré la puerta del bar para evitar que entraran más clientes y regresé a la barra. Le serví una tostada al Torrija, impenitente jugador de dominó cuya constancia nunca sería recompensada, y al advertir que se acercaban dos clientes más se me ocurrió salir a recoger las mesas para ir ganando tiempo y marcharme antes a casa.
Tras las primeras explosiones y cuando ya las llamas comenzaban a consumir sillas, mesas y clientes, me acerqué al lugar donde viera la barra por última vez, pero ya era tarde. Agolpados contra la puerta y sin poder salir, los clientes que no morían abrasados morían asfixiados, aplastados, unos contra otros y todos contra la puerta.
Otra vez las prisas. Las prisas por llegar, las prisas por pedir, por sentarse, por beber, por pagar…y ahora por irse. Las prisas siempre han sido malas consejeras pero los infelices no lo sabían y en su afán de ganar el exterior ellos mismos bloqueaban su única salida.
Nunca había visto nada igual, y eso que la densa humareda negra que cubría el local no permitía ver, como en el cine, esos primeros planos de la carne derritiéndose o los rostros desfigurados por el fuego y los ojos hundiéndose en sus cuencas. Aquello no era una película. Si lo hubiera sido ya el director habría tenido que cortar la escena y despedir al responsable de los efectos especiales por soltar más humo del debido.
Desde que me reponga y los doctores me permitan salir pienso ir a ver alguna de esas películas de catástrofes, pero no para regodearme en la tragedia y volver a vivirla y padecerla sino para reflexionar sobre la experiencia sufrida y poder extraer mejores consecuencias. Los propios médicos me lo decían, claro que con ellos resultaba más fácil hablar que con la policía que lo único que hizo fue molestarme. Hasta me acusaron de haber sido el responsable del incendio. Fueron días muy duros. Llegó a publicarse que yo era un psicópata criminal, una especie de pirómano demente, y que hasta tenía antecedentes. Así son los periodistas. Ellos no ignoraban que en ninguno de los tres casos de bares incendiados en los que yo había trabajado anteriormente, se me hubiera acusado, menos aún condenado como autor, pero traían a colación en esta oportunidad el pasado infortunio de mi carrera profesional, como si tales coincidencias no fueran casuales.
Cada vez que tuve la oportunidad de hablar con los policías les recomendé que interrogaran a los clientes porque, en todo caso, si alguien tenía motivos para incendiar el bar eran ellos, que aprovecharon el fuego para intentar marcharse sin pagar, y eso que yo tampoco creo que los responsables de la inmensa pira en que se convirtió el local fueran los clientes, que tanto horror no pudo ser premeditado y el fuego excedía cualquier posible deuda pendiente entre ellos y yo.
La propia Lady Chancro hacía días que ya no se mostraba tan arrogante. Cierto que todavía se mostraba pero no pude menos que desearle suerte cuando cruzó, cebolla en mano, girando vertiginosamente sobre una sola pierna con la cabeza envuelta en llamas. Lástima que a punto de salir por la ventana chocara de frente con Moby Dick, a quien se le había incendiado el perímetro, y los dos explotaran en medio del local desparramando cebollas y centímetros.
Yo no acertaba a reaccionar. A escasos dos metros de donde me encontraba, Doña Tea, una de las clientes más estrictas con la temperatura del café, gritaba sobre una mesa ardiendo sin otra posible salvación que las cortinas. Le hice señas para que se agarrara a ellas y trepara hasta alcanzar la ventana. Era una de esas clientes a la que si bien no guardas especial estima tampoco tienes animadversión. Apenas unos minutos antes me había pedido un café con leche muy caliente, hirviendo…pero así es la vida. Sólo habían pasado unos minutos y con su taza de café en la mano y envuelta en la cortina que, desgraciadamente, no soportó su peso, se hallaba en el suelo, presa de las llamas haciendo honor a su sobrenombre. Sólo unos minutos y aquella cortina que fuera su salvación se había convertido en un sudario que la asfixiaba, la escaldaba, la achicharraba y le mantenía el café caliente.
El fuego no respetaba nada, ni siquiera la cirrosis de Bob Esponja. Cuando advertí que ardía supuse que se lo tomaría con resignación pero enseguida comenzó a gritar como un poseso, como si pretendiera apagar las llamas a gritos. Por una vez no me gritaba a mi y tampoco gritaba nada comprensible. En las películas siempre gritan cosas que se entienden, como por ejemplo: «Me estoy quemando Susan pero tú todavía puedes salvarte», pero eso ocurre en el cine. Aquí todo eran gritos sin sentido, histéricos y flameados alaridos, hasta que sin fuerzas y sin vida se rendían al fuego.
Por un momento también pensé gritar o echar a correr pero ni mis piernas ni mi voz me respondían. Así fue hasta que, entre aquel fragor de gritos y quejidos, distinguí vagamente a un hombre al que la humareda no me dejaba reconocer que, al igual que yo, permanecía inmóvil, sentado frente a una mesa, como si careciera de sentidos y no pudiera ver a la gente abrasándose ni oír el crepitar del fuego chocarrando sus huesos.
Me impresionó su quietud, como si el incendio no fuera con él. No iba a ser así por mucho tiempo porque una pesada viga, por supuesto ardiendo, amenazaba con desplomarse en cualquier momento sobre su cabeza. Le grité para que se apartara pero parecía ausente, con los codos apoyados en la mesa y la mirada fija, extraviada en aquel infierno de brasas y humo. Corrí hacia él apartando a mi paso cascotes y cuerpos, muchos ya irreconocibles, y cuando ya casi rozaba con mis dedos su imperturbable figura, volvió sus ojos hacia mi, sonriendo, como si nada le importara lo que estaba ocurriendo. Era el Torrija, que al tiempo que colocaba la última ficha de dominó sobre la mesa acertó a decir: Capicúa 25. No pudo agregar más. La pesada viga respondió al envite y le ganó la mano con todo y capicúa.
De nuevo las ironías de la vida. El día en que el Torrija se disponía a ganar la partida de su vida perdía la vida en una partida. El que siempre pedía una tostada moría tostado debajo de una viga.
En estas divagaciones sobre los extraños designios divinos y los dolorosos destinos humanos me hallaba yo abstraído cuando, de improviso, me rodearon decenas de policías, bomberos, enfermeras, abogados, periodistas… Todos gritándome al mismo tiempo, tomándome el pulso, haciéndome fotos…
En el cine, a los que se salvan siempre los espera una hermosa mujer que ha seguido el incendio desde la calle y que, cuando te rescatan, llora emocionada y grita tu nombre ansiosa por abrazarte y casarse contigo. La realidad, sin embargo, imponía su crudeza y a falta de una primera actriz, sólo un obeso policía que tal vez me creyera sordo, acercaba su cara a la mía empeñado en deletrearme algo. Yo no podía hablar y si alguien duda de mis palabras le animo a que se incruste en la boca un tubo de oxígeno y trate de decir algo.
Desde aquel día no he hecho otra cosa que repetir esta historia a todo el mundo, a los policías que no me escucharon, a los jueces que no me creyeron, al sacerdote que no me perdonó.
Ni siquiera los médicos se interesan realmente por mi. Al principio venían a hablar conmigo a cada rato y me aplicaban test y me tiraban placas, pero conforme fueron pasando los años lo único que me dicen es que no puedo salir todavía de este hospital.
Una enfermera me ha confesado que, como consecuencia del incendio, sufro un doble desdoblamiento de personalidades y que, además, éstas se llevan muy mal.
De todas formas, aunque este manicomio tiene sus inconvenientes, también te permite pasar tus buenos ratos, esos que uno aprovecha para subir el volumen del bolero, servirse un generoso trago y encender un cigarrillo, cómodamente recostado en la cama de mi celda, sin nadie que te interrumpa el sueño, sin que ninguna voz te sobresalte y que, abruptamente, desparece cada vez que se abre la puerta y entra otro enfermero.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.