Dos son los principales argumentos por los que muchas personas votaron a la extrema derecha en Brasil: el combate al delito y a la corrupción. El legítimo reclamo de muchos electores es simple: las personas quieren vivir en paz y con seguridad, no quieren trampas ni abusos, desean prosperidad para ellos y sus familias. Pues […]
Dos son los principales argumentos por los que muchas personas votaron a la extrema derecha en Brasil: el combate al delito y a la corrupción. El legítimo reclamo de muchos electores es simple: las personas quieren vivir en paz y con seguridad, no quieren trampas ni abusos, desean prosperidad para ellos y sus familias. Pues bien: Bolsonaro, los que mueven los hilos detrás de él y los que lo apoyan, representan todo lo contrario.
Si logra vencer en la segunda vuelta electoral, no combatirá a los corruptos en el parlamento, el aparato del Estado, el empresariado o los medios porque los necesita para gobernar.
Si Bolsonaro triunfa, no traerá la paz sino la guerra.
Guerra contra los pobres, los campesinos y la clase media trabajadora
El programa económico del fascismo brasileño será comandado por el financista Paulo Guedes, educado y ejercitado en el fanatismo neoliberal. Privatizará las empresas y bienes del Estado e instaurará un régimen similar al de Pinochet en Chile: se recortarán derechos laborales como el aguinaldo garantizado por ley y las horas extras, se privatizará el sistema de pensiones condenando a la miseria a los actuales jubilados, no habrá más programas de ayuda para pobres como Bolsa Familia y otros.
Guedes además es socio y miembro del comité ejecutivo de un fondo de inversiones, por lo que es fácil entender que Brasil se convertirá en una economía financiera, dependiente, y de preponderante exportación primaria, dejando de lado el desarrollo industrial y científico, lo cual dificultará la inserción laboral de personal con formación técnica y terciaria.
Con la especulación y la venta de activos e instituciones del Estado se liquidarán millones de puestos de trabajo que hoy son el sostén de la clase media trabajadora y se achicará el consumo y el mercado interno, del cual viven los comerciantes y la mayor parte de la clase media independiente, como sucede hoy en Argentina.
Al extenderse la desocupación, los salarios serán más bajos y el trabajo será precario, dependiente de la voluntad del patrón, como lo eran antes de las reformas de la era Vargas.
El candidato apoyado por el poder dijo además que dará fin al «activismo», en clara referencia a los movimientos que reclaman por tierra y techo en el ámbito rural y urbano respectivamente. Con ello da una señal clara a sus socios latifundistas del campo, quienes ahora más que nunca tendrán carta blanca para arremeter con sicarios y milicias contra los campesinos organizados primero, y para expulsar después a todo el que se oponga a sus órdenes y a la extensión de sus dominios en el campo. Del mismo modo, ese discurso abre paso a la represión de cualquier protesta social pacífica que reivindique derechos sociales, consolidando las premisas antipopulares y esclavistas que impulsaron el golpe contra el gobierno de Dilma.
Por todo ello, ningún pobre, ningún campesino, nadie que se considere clase media, debería votar por Bolsonaro en la segunda vuelta.
Guerra contra la Educación, la Salud y la Cultura
Bolsonaro no será el que gobierne, sino una figura títere. Gobernarán los bancos, los militares, un sector de la iglesia pentecostal y a control remoto, los Estados Unidos. Será un país para pocos, para los que puedan pagar. De este modo, la educación y la salud de calidad serán pagas. Se desfinanciarán a las universidades, se desatenderá la educación pública, se cortarán programas de asistencia al desarrollo educativo de los sectores marginados. Se cerrarán centros de salud en las periferias y los hospitales del Estado quedarán desabastecidos.
Lo público será vaciado para obligar a la gente a entregarse al dominio privado, tal como aconteció en los 90′. La cultura será un privilegio para los adinerados como lo fue en la época aristocrática y monárquica. No habrá fomento estatal para el cine y las artes y la cultura libre tendrá que sobrevivir con otros trabajos, si los encuentra…
Por todo ello, ningún estudiante, maestra o profesor, ninguna doctora, enfermero o usuario de la sanidad pública, ningún cantante, pintor, escultor, escritor, nadie del mundo del arte y la cultura debería votar por Bolsonaro en la segunda vuelta.
Guerra armada
En caso de ser electo, el candidato extremista militarizará el combate contra el delito. Creer que eso detendrá el delito o el narcotráfico es ingenuo. Lo único que se logra con eso es el aumento indiscriminado de la violencia y el homicidio. Basta ver lo ocurrido en México. De acuerdo con fuentes oficiales, entre 2006 – fecha en la que el gobierno de Calderón instaló la «guerra contra el narco» con efectivos militares – y 2018, murieron en ese país 250.000 personas. La gran mayoría, personas pobres, tanto de un lado como del otro. Pero también muchos inocentes, mujeres, niños, periodistas y defensores de derechos humanos. Brasil tiene 200 millones de habitantes, 75 más que México, una política de esas características sería lisa y llanamente un genocidio.
Por otro lado, Bolsonaro ha dicho explícitamente que quiere liberar la portación de armas, al estilo norteamericano. Eso llevaría a matanzas en las escuelas, justicia por mano propia en cada esquina, ajustes de cuentas permanentes, un virtual estado de guerra civil. Con ello además, lejos de disminuir, el delito aumentará por la facilidad de los delincuentes de conseguir armamento.
Por eso, quienes realmente quieran vivir en paz, quienes detesten el delito y la violencia, no deben votar por Bolsonaro en segunda vuelta.
Guerra religiosa
Brasil ha sido a lo largo de su historia una nación tolerante de las más distintas creencias. En este gran país convivieron el cristianismo, los cultos de origen africano y fueron acogidas e integradas grandes comunidades inmigrantes de credo musulmán, judío, shintoista y budista. Del mismo modo, floreció en este país la cultura espírita, el ateísmo y varias generaciones crecieron al calor de la fe positivista, que plasmó su influencia en el lema que lleva la bandera verdeamarela.
Hace un par de décadas, comenzó a crecer del seno mismo del cristianismo una corriente pentecostal militante que ganó fuerte adhesión en la población olvidada de las periferias.
Bolsonaro, quien siendo católico toda su vida se convirtió a la iglesia evangélica recién en 2016 – probablemente por cálculo político – ha establecido una alianza para llegar al poder con el millonario Edir Macedo, fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios y dueño del multimedios Rede Record en Brasil. El objetivo es claro: convertir progresivamente a Brasil en una suerte de teocracia evangélica, modificando el aparato legal como lo hace el fundamentalismo islamista en diversos países del Medio Oriente y África.
Por ello, quien se precie de su tolerancia religiosa y viva su espiritualidad como amor por los demás, quienes rechazan indignados la posibilidad de que una única fe sea impuesta que discrimine y persiga a los diferentes, aquel que por sobre todas las cosas sienta la humanidad en todos, independientemente de su adhesión a un credo, no votará a Bolsonaro en segunda vuelta.
Guerra a los que piensan o viven diferente
Justamente la diferencia es lo que horroriza al fascismo. La libertad de expresión y opinión, la libre elección sexoafectiva, la multiplicidad de formas familiares y comunitarias, las opciones, la diversidad. La visión del mundo del fascismo es uniformar a todos y todo, es pensar de un solo modo, es no cuestionar el mundo, las normas, los hábitos. Todo debe ser determinado y obedecido, so pena de ser castigado o excluido.
La prédica intolerante, homofóbica, machista, la justificación del odio habrán de envenenar la atmósfera social, desatando en un sector de la población una fuerte agresividad, que más allá de las prácticas gubernamentales, desembocará sin duda en nuevos actos de violencia.
Por ello, toda persona crítica, democrática, que ame la libertad y guste del intercambio de opiniones, de la diversidad de colores del arco iris y la profusión de formas y especies existente en la propia naturaleza, todo aquel que admire el portento de la invención y la creatividad humana, no debería votar a Bolsonaro en segunda vuelta.
Guerra a los negros y los indígenas
Al mirar cómo votaron las regiones en Brasil, se manifiesta una verdad histórica. Si bien es cierto que los gobiernos de Lula y Dilma hicieron mucho por el postergado Nordeste brasileño – lo cual fue retribuido en las urnas con el apoyo a Haddad – es evidente como el Sur, que concentra la mayor parte de la economía brasilera, favoreció al candidato derechista. Al igual que sucedió con los estados esclavistas sureños en los Estados Unidos previo a la Guerra de Secesión, el Sur brasileño parece albergar todavía un sector racista y el Nordeste, patria de quilombos, parece constituirse nuevamente en reducto de independencia para los descendientes de antiguos cimarrones liberados de la oprobiosa esclavitud.
La memoria histórica y la intuición difícilmente se equivoquen. Un gobierno tutelado por los militares brasileños tendría muy poco que ofrecer a los negros, salvo la renovación de funestos grilletes a través de la quita del derecho a gozar de iguales oportunidades que el resto.
Algo similar ocurriría con los pueblos indígenas. Continuarían siendo vejados, discriminados, expulsados de sus territorios para favorecer a la industria maderera, la minería a gran escala, las extensiones de cultivo para biodiesel, los megaproyectos de infraestructura, la explotación de los acuíferos, en suma, la total degradación de un entorno medioambiental que alimenta material- y culturalmente a las 250 comunidades indígenas que habitan en el territorio brasileño.
Por eso, la población negra, mestiza e indígena no debería votar a Bolsonaro.
Guerra en América Latina y el Caribe
Así como un gobierno de Fernando Haddad favorecería el acercamiento de Brasil a Latinoamérica, ayudaría a recomponer la bloqueada integración regional y sería un factor de importante distensión diplomática, un triunfo de Bolsonaro en segunda vuelta augura un recrudecimiento de la agresión contra países gobernados por la izquierda como Venezuela, Bolivia, Nicaragua o El Salvador. Peor aún, el militarismo que hoy comanda la campaña, sería la voz decisiva en ese gobierno, por lo que no es descabellado pensar que establecería un eje común con el gobierno colombiano, hoy en manos del uribismo, para aumentar la amenaza de eventuales acciones bélicas conjuntas en la frontera con Venezuela.
De ser una potencia en el mundo, aliada a través del BRICS al pujante multilateralismo emergente, Brasil pasaría a ser apenas un estado subalterno de los Estados Unidos, degradado al grado de sargento para América Latina y el Caribe.
A la vez, la ascensión de un gobierno bajo tutela militar – en claro paralelo al gabinete de Trump – alentaría a algunos integrantes y facciones de diversos ejércitos latinoamericanos a pensar en replicar el ejemplo, conduciendo a la región toda de regreso a la época oscura de las dictaduras militares.
La posibilidad de nuevos conflictos bélicos, la guerra interna junto a la amenaza de un gobierno dictatorial debería bastar para que los amantes de la paz y del desarrollo humano retiren todo apoyo a Bolsonaro.
Guerra contra las mujeres
El candidato de la extrema derecha ha mostrado una actitud discriminatoria y una total falta de respeto hacia las mujeres. Señalar que una mujer es «muy fea para ser violada», considerar una «flaqueza» haber tenido una hija, justificar la diferencia salarial entre hombres y mujeres u oponerse a los cupos femeninos con la acotación «si ponen mujeres porque sí, van a tener que contratar negros también», han sido algunos de los insultos con los que Bolsonaro transparentó lo que piensa de las mujeres (y los negros).
Si a esta actitud personal se le agrega el carácter profundamente retrógrado y violento de los grupos que lo apoyan, la conclusión es obvia: su gobierno se opondrá a los derechos conquistados por las mujeres en ardua lucha, modificará los programas de educación sexual y reproductiva, frenará cualquier iniciativa tendiente a despenalizar el aborto. La violación y la violencia contra la mujer volverán a ser asunto privado y no de Estado, el que se desentenderá de toda promoción activa de la mujer en el ámbito educativo, laboral o científico.
Esta visión del mundo implica finalmente que la mujer debe cumplir el papel sumiso y obediente que el patriarcado la asigna.
Es por eso y por todo lo anterior que las mujeres brasileñas tienen una misión crucial el 28 de Octubre. Al igual que millones de hermanas de todas las épocas, ellas tienen en sus manos, sus corazones y sus votos, junto a la mayoría de hombres buenos y verdaderamente piadosos, la posibilidad de parar la guerra. Esta vez, antes de que empiece.
Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.