El 11 de septiembre de 2001 el mundo cambió. Ese día, armados de simples aviones de línea, un grupo reducido de terroristas derrumbó el mito de la globalización feliz. Sacudió a la mayor potencia global y al orden internacional vigente desde la posguerra, cuyas instituciones resisten, regidas por los principales exportadores de armas del planeta […]
El 11 de septiembre de 2001 el mundo cambió. Ese día, armados de simples aviones de línea, un grupo reducido de terroristas derrumbó el mito de la globalización feliz. Sacudió a la mayor potencia global y al orden internacional vigente desde la posguerra, cuyas instituciones resisten, regidas por los principales exportadores de armas del planeta (1).
La caída de las Torres Gemelas, a diferencia de la del Muro de Berlín, sólo trajo aparejados temores e incertidumbre. El mundo dichoso que prometía la victoria de un capitalismo liberal asimilado sin más a la democracia y el bienestar dio paso a una guerra sin fin, que no cesa de ramificarse e inflamarse desde que el 1° de mayo de 2003 (¡hace ya 13 años!), a bordo del portaaviones estadounidense USS Abraham Lincoln, el presidente de Estados Unidos George W. Bush anunció, voluntarioso y sonriente, «misión cumplida», dando por terminado el conflicto en Irak que amenaza con ser recordado en el futuro como el inicio de la Tercera Guerra Mundial.
Como si las lecciones del pasado fuesen vanas, la conflagración que actualmente arrasa a una porción importante y estratégica del planeta, del Norte de África al Sur de Asia, con epicentro en Medio Oriente, sigue siendo analizada bajo el prisma de la inmediatez y un etnocentrismo pavoroso. La proclamada intención occidental de exportar la democracia a esa vasta región demostró su falacia con el apoyo a la represión que siguió a las primaveras árabes. La destrucción de las estructuras estatales en Irak, Libia y, en distinta medida, Siria, para expulsar del poder a los antiguos socios, liberó el terreno para el tráfico de armas, mercancías y seres humanos y la multiplicación de las redes terroristas que se pretendía combatir, al acecho de una Europa en crisis y circundada de conflictos. Fomentado por los intereses geopolíticos, el enfrentamiento milenario entre las distintas ramas del islam se ha convertido en guerra abierta, provocando un caos de proporciones aún inconmensurables y el mayor desplazamiento forzado de seres humanos desde la Segunda Guerra Mundial. Las imágenes de la destrucción en Homs, tercera ciudad en importancia de Siria, dan cuenta de la magnitud de la crisis humanitaria (2).
¿Despertaremos pronto con un sentimiento renovado de justicia y empatía, clamando «cómo ha podido suceder esto»? Según una investigación presentada por la asociación International Physicians for the Prevention of Nuclear War (Médicos Internacionales por la Prevención de la Guerra Nuclear), galardonada en 1985 con el Premio Nobel de la Paz, el número total de muertes directas e indirectas provocadas por la «guerra contra el terror» en Irak, Afganistán y Pakistán en 12 años es de 1.300.000 personas (3). El informe señala que esa cifra puede en realidad superar los 2 millones y que no abarca a otros países afectados como Yemen, Somalia y Libia por falta de datos. Por otra parte, las cifras sólo dan cuenta de las víctimas de la violencia, sin contabilizar aquellas derivadas de otros daños (destrucción de infraestructura, hospitales, etc…).
Asimismo, según el Índice de Terrorismo Global, en 2015, cerca del 80% de los atentados de raíz religiosa tuvieron lugar en cinco países: Irak, Afganistán, Nigeria, Pakistán y Siria, y sus víctimas fueron principalmente musulmanes (4). El horror de los atentados terroristas en Occidente no debe cerrar las fronteras a la solidaridad y permitir que prevalezcan el miedo y el odio. La indignación social ante casos como el del niño Aylan Kurdi, ahogado en septiembre de 2015 frente a las costas de Turquía cuando intentaba escapar de la guerra junto a su familia, es tan efímera como un mensaje en el muro del Facebook -al menos trescientos niños murieron en el Mediterráneo en los últimos cinco meses (5)- y no logra contener la estigmatización de la comunidad musulmana, cuyo único resultado es un repliegue identitario que nutre a los extremismos de todos los bandos.
A medida que se implementan nuevas excepciones al Estado de Derecho en nombre de la seguridad, la democracia se reduce como piel de zapa. El caso de Francia, donde, tras los atentados de enero y noviembre de 2015 en París, el gobierno de François Hollande propone inscribir en la legislación ordinaria medidas propias del Estado de Emergencia es paradigmático y está en línea con las leyes patrióticas adoptadas por Estados Unidos desde 2001. El presidente «socialista» encontró incluso una manera original de luchar contra el auge de yihadistas locales: quitarle la nacionalidad a los binacionales culpables de actos terroristas. Ser francés y terrorista es un oxímoron.
El riesgo es que tras fracasar en el terreno de la igualdad, los gobiernos occidentales se ataquen ahora a las libertades, con la excusa de combatir el terror, anticipándose a las conmociones de una crisis económica sin fin y al creciente malestar democrático.
Luces que encandilan
Las derivas en todos los ámbitos (salud, medio ambiente, migraciones, criminalidad) de un modelo de desarrollo basado en la exclusión y el consumo desenfrenado que ha demostrado ser insostenible constituyen bombas de tiempo sociales que sólo podrán ser desactivadas mediante mayor vigilancia y represión. Ni siquiera el brillo enceguecedor de los avances tecnológicos logra disimular la violenta e inmoral desigualdad reinante: según un informe de Oxfam, en 2015, el 1% de la población mundial acumuló más riquezas que el 99% restante y 62 personas poseían lo mismo que la mitad más pobre de la población mundial, es decir 3.600 millones de personas (6). Ya en 2015, la ONG alertaba sobre la aceleración de la concentración de la riqueza, denunciando un «secuestro de los procesos democráticos por parte de las elites».
En otro informe presentado a mediados de enero de 2016, el Banco Mundial señala por su parte que alrededor del 60% de la población mundial (4.000 millones de personas) no cuenta aún con acceso a Internet, y que sólo 1.100 millones de personas lo hacen a través de accesos de banda ancha. Así, reconoce el organismo, «si bien hay muchos casos individuales de éxito […] los beneficios de la acelerada expansión de las tecnologías digitales han favorecido a las personas adineradas, cualificadas e influyentes del mundo», incrementando la brecha entre países ricos y países en vías de desarrollo (7).
La revolución tecnológica, impresionante por donde se la mire, muestra sus límites: las herramientas no son más que herramientas y, como medios de producción, sirven a quien las controla. Las soluciones mágicas que ofrecen se convierten en una vuelta de tuerca de la precarización laboral que da pie a una nueva fuga hacia adelante de la crisis económica iniciada en 2008. Alarmada por la persistencia de la misma y su impacto en los países emergentes por la baja en la cotización de las materias primas, la Organización Internacional del Trabajo señala que la precarización del empleo no deja de progresar, alcanzando a unos 1.500 millones de personas, es decir el 46% del total de empleos en el mundo. En 2016, el número de desempleados se acercaría a los 200 millones (8).
Paradójicamente, si algo define al imperio de las comunicaciones, además de que los ciudadanos sometan voluntariamente su información personal a todo tipo de vigilancia, es la exacerbación del individualismo (difícil ver el mundo cuando se está demasiado ocupado en admirar su reflejo en la pantalla). El sociólogo francés François Dubet sostiene que el «retorno de las desigualdades no es sólo un efecto mecánico de las mutaciones del capitalismo, sino que también responde al hecho de que los individuos ya no eligen la igualdad social. […] La reducción de las desigualdades descansa sobre los lazos y los sentimientos de solidaridad, que hoy están en declive, y de cierta manera no queremos más ‘pagar por los otros'» (9). Sálvese quien pueda…
Desafíos colectivos
En América del Sur, en las últimas dos décadas, tras sufrir en carne propia los experimentos neoliberales, distintos movimientos sociales y políticos alcanzaron el poder defendiendo la necesidad de renovar los compromisos colectivos, con proyectos populares e inclusivos. Pero a pesar de contar con abundantes recursos, no supieron o pudieron modificar las estructuras existentes ni crear consensos para edificar instituciones que redistribuyan la riqueza de manera duradera. Con contradicciones y una retórica muy alejada de la realidad, en muchos casos se fueron radicalizando y replegando a medida que enfrentaron la oposición -feroz- de las elites y de los grupos económicos concentrados, cerrando el camino al debate, la crítica y la posibilidad de revertir errores o mejorar el camino. El culto a los líderes, la confrontación permanente, terminaron alejando a amplias franjas de la sociedad a medida que las promesas de construir democracias más participativas se fueron diluyendo. El proceso ha perdido impulso y debe hacer frente al resurgimiento de la derecha conservadora, más pragmática y aggiornada a la plasticidad de un mundo «sin ideologías» pero siempre lleno de buenos negocios. No obstante, el giro a la izquierda latinoamericano ha cimentado bases que serán difíciles de revertir, expandiendo derechos, renovando el compromiso político de muchos ciudadanos y generando entusiasmo en otras latitudes agobiadas por las políticas de ajuste permanente.
Los éxitos individuales, incluso nacionales, no son más que una quimera frente a la magnitud de los problemas actuales. Como demuestra el desafío de hacer frente al cambio climático, las soluciones sólo pueden ser colectivas. Con sus aciertos y errores, las luchas históricas por la igualdad y la libertad deben servir de guía. Porque mientras intelectuales, periodistas, analistas, historiadores y académicos se desvelan buscando nuevas categorías para definir los cambios que moldean la lenta mutación del planeta desde la implosión del socialismo real, las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, en el fondo, son siempre las mismas: guerras, masacres, odios, fanatismos, codicia, pobreza, hambre, desigualdad, explotación, opresión, éxodos, desastres naturales…
En julio de 1999, el Dipló llegaba a Argentina, y se expandía a América Latina, para combatir el pensamiento único y aportar «una voz clara en medio del ruido» de los medios de comunicación concentrados, una mirada profunda, crítica e irreverente de la evolución del mundo. Hoy, doscientos números después, con esta edición especial editada junto a la Universidad Nacional de San Martín, renueva ese compromiso, con un análisis de las principales líneas de fractura globales (imposible abarcarlas todas), que esbozan un futuro sumamente inestable y peligroso para todos aquellos ciudadanos comprometidos con la fraternidad, el progreso, la paz y la democracia.
Notas:
1. En el período 2010-2014, Estados Unidos (31%), Rusia (27%), China (5%), Alemania (5%), Francia (5%) y Reino Unido (4%) exportaron el 77% de armas pesadas del mundo. Los cinco principales importadores fueron India (15%), Arabia Saudita (5%), China (5%), Emiratos Árabes Unidos (4%) y Pakistán (4%). Sipri Yearbook 2015, www.sipriyearbook.com
2. www.lanacion.com.ar/1867858-un-dron-muestra-como-quedo-la-ciudad-siria-de-homs-tras-la-guerra
3. www.psr.org/assets/pdfs/body-count.pdf
4. Citado por Iván Petrella, «Balance 2015. Religión, política y violencia», La Nación, Buenos Aires, 20-12-15.
5. Ozan Köse, «Que ferais-je si ce bébé était à moi?», Le Monde, París, 4-2-16.
6. Oxfam, «Una economía al servicio del 1%», 18-1-16, www.oxfam.org
7. Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial 2016. Dividendos digitales, www.worldbank.org/en/publication/wdr2016
8. «Toujours plus de précaires et de chômeurs dans le monde», Le Monde, 21-1-16.
9. Raquel San Martín, «François Dubet: No sólo somos víctimas de desigualdades, somos también sus autores», La Nación, 30-8-15.
Fuente: http://www.eldiplo.org/notas-web/bombas-de-tiempo?token=&nID=1