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Brecht, en la escena barcelonesa: Brecht, a pesar de todo

Fuentes: Sin Permiso

El lector recordará la escena: en Martín Hache (Adolfo Aristarain, 1997)  el personaje interpretado por Eusebio Poncela abandonaba el escenario en mitad de una representación de Schweyk en la Segunda Guerra Mundial después de interrumpir la obra para increpar al público, acusándole de ir a ver la obra «a echar la lagrimita por la revolución […]

El lector recordará la escena: en Martín Hache (Adolfo Aristarain, 1997)  el personaje interpretado por Eusebio Poncela abandonaba el escenario en mitad de una representación de Schweyk en la Segunda Guerra Mundial después de interrumpir la obra para increpar al público, acusándole de ir a ver la obra «a echar la lagrimita por la revolución perdida». Es un lugar común muy habitual desde que Bernard Dort publicara su Lectura de Brecht sostener que Bertolt Brecht ha sido asimilado de manera definitiva por el teatro burgués. Hay quien se consuela pensando que este hecho constituye un reconocimiento triunfal del genio Brecht. Otros pura y simplemente declaran que Brecht está superado, y que su dramática desapareció con el movimiento comunista internacional que la amparaba. Repárese en la interesante analogía que se establece aquí entre Brecht y Marx: dos autores «superados», a quienes, sin embargo, se sigue citando -eso sí, casi siempre con sordina- y a los que se trata de extirpar la carga revolucionaria de su obra, convirtiendo a Marx en un mero «analista del capitalismo» y a Brecht en un dramaturgo como cualquier otro. Pero ambos resisten y sobreviven a sus ilusos enterradores.

Traigo estas consideraciones a propósito del reciente montaje de El círculo de tiza caucasiano que ha dirigido Oriol Broggi -con traducción de Feliu Formosa- para el Teatre Nacional de Catalunya. Esta obra, una de las más representadas de su autor, fue escrita en el exilio estadounidense, aunque su origen se remonta a veinte años atrás. Contrario a la originalidad y al culto al autor (del que tanto nos cuesta desembarazarnos), Brecht tomó sin ningún reparo la historia de un drama chino de Li Hsing-tao que conoció por una traducción de Klabund publicada en los 20 y empezó una reelaboración en Dinamarca, en donde ambientaba la historia en la guerra de los Treinta Años (El círculo de tiza de Odense), luego la reutilizó para un relato (El círculo de tiza de Augsburgo), proyectó llevarla al cine con el título de El círculo de tiza en la guerra civil, y finalmente, en 1943, la redactó tal y como la conocemos como un encargo de Broadway para la actriz Louise Rainier. Ruth Berlau colaboró en la redacción de la obra, el poeta W.H. Auden tradujo las canciones al inglés y la obra se estrenó en 1948 en Estados Unidos con música de Katherine Griffith (no sería representada en Berlín en versión revisada hasta 1954, con música de Paul Dessau). El círculo de tiza caucasiano empieza con la historia de dos koljoses georgianos que se disputan un valle. El koljós de ganado «Galinsk» abandonó el terreno con el avance nazi, mientras que el koljós frutícola «Rosa Luxemburgo» lo ocupó y lo trabajó, haciéndolo fértil. La Comisión de Reconstrucción soviética envía a dos delegados para resolver la disputa a favor de uno u otro, decidiéndose finalmente que Arkadi Chaidse, un famoso cantor, explique una vieja historia china para tratar de dirimir la controversia, una historia sobre una madre que abandonó a su hijo y otra que lo adoptó y lo crío en las circunstancias más adversas. Hablar de El círculo de tiza caucasiano es hablar de Azdak, uno de los personajes más celebrados de Bertolt Brecht, un más que probable autoretrato en el papel de un tejedor de alfombras subversivo y sarcástico, bebedor y justiciero, convertido en juez por pura casualidad, que utiliza el código legal para sentarse sobre él, que hace «la vista gorda con los que no tienen nada», ayuda «a los pobres a ponerse en pie sobre sus delgadas piernas» y mira y escarba «en los bolsillos de los ricos», y que, para escándalo del respetable, se alegra al ver ahorcados a todos los representantes del orden: juez y gobernador, patriarca y recaudador de impuestos, preboste de reclutamiento y jefe de policía.

La adaptación de Broggi de El círculo de tiza caucasiano es, en una palabra, impecable. Aquí y allá aparecen las técnicas del Verfremdungseffekt (traducido por lo general como «distanciamiento», aunque resultaría más ajustado al original hablar de «efecto de extrañamiento»): los músicos aparecen en escena (se visualiza el dispositivo dramático), se usan carteles para separar el diálogo del actor, y aparecen a lo largo de la representación máscaras, marionetas y sombras chinas, algo que probablemente habría gustado a Brecht, como es sabido, un apasionado del teatro oriental y sus recursos escénicos. La escenografía minimalista de Jean-Guy Lecat, un profesional que ha trabajado con Peter Brook durante más de veinticinco años, es excelente. Los actores están bien, y la interpretación de una magnífica Anna Lizaran hace que el público se olvide de que el personaje del juez Azdak se trata, en realidad, de un hombre. Entonces, ¿cuál es el problema? Pues, por paradójico que parezca, en su impecabilidad, esto es, en que se pliega a los criterios de la piece bien faite que tanto disgustaba a Brecht. No sólo se han limado los aspectos políticos de la obra -que se pretendía una parábola sobre las virtudes del trabajo y contra la propiedad privada, como se aclara en los versos finales: «las cosas deben pertenecer a quien mejor pueda / cuidarlas, o sea, / los niños a las mujeres maternales, para que se críen bien / los vehículos a los buenos conductores, para que sean / bien conducidos / y los valles a quienes los rieguen, para que produzcan / frutos»-, sino que al evacuar las teorías teatrales de Brecht se pasa de una obra política hecha políticamente (como le gustaba decir a Jean-Luc Godard) a algo de diferente naturaleza. En la rueda de prensa de presentación Oriol Broggi declaró haber dejado «totalmente de lado las teorías de Brecht», porque «lo interesante es la historia que se explica, y no el revestimiento teórico». Sergi Belbel, el director del TNC, apuntilló así al Brecht teórico: «Afortunadamente, sobrevive más su teatro que sus teorías, producto de un momento concreto, de la situación social y de las convulsiones de su época.» (1) Leyéndolo en el diario me vino a la memoria la Canción de Salomón de La ópera de cuatro cuartos: «¡Habéis oído hablar de Brecht! / ¡Con él todos cantáis! / Y cuando él ha preguntado / todo eso, ¿cómo lo sacáis? / De este país lo habéis echado / ¡Había salido un poco preguntón!». Pero volviendo a las declaraciones de Belbel, lo que me sorprende de ellas es el adverbio: donde Belbel dice «afortunadamente» otros dirían -diríamos- justamente lo contrario, para añadir que el cuerpo teórico de Brecht -como el de Marx- tiene validez en la exacta medida en que persisten las contradicciones que por ellos fueron analizadas y que son consustanciales al capitalismo y a su industria cultural.

El ‘teatro épico’ de Bertolt Brecht tiene como objetivo abolir y superar la dramática aristotélica (que es la base de todo el arte narrativo occidental), principalmente la identificación de la audiencia con los personajes protagonistas. «A nosotros», escribe Brecht, «nos parece del máximo interés social lo que Aristóteles impone como objetivo a la tragedia: la catarsis, la purificación del espectador del espanto y la compasión, gracias a la representación de acciones que provocan el espanto y la compasión. La purificación se produce por un singular acto psíquico, la identificación del espectador con las personas actuantes, que son imitadas por los actores.» (2) Este proceso psicológico es la base de la transmisión de la mayoría de obras teatrales y cinematográficas, cuyos argumentos ponen en escena las relaciones sociales que se establecen entre los hombres. Pero como la dramática aristotélica lleva como una piel inseparable de ella la identificación, como espectadores vemos las relaciones sociales representadas como algo natural y dado, y en consecuencia, las aceptamos. En el drama aristotélico las emociones no están para ser discutidas, sino compartidas. El logro de Brecht -un logro que no habría sido tal sin la influencia del dramaturgo Erwin Piscator y del filósofo marxista Karl Korsch -dos personajes injustamente olvidados y que, por lo general, se quedan en el tintero en casi todas las biografías del dramaturgo alemán- fue descubrir que, cuando va al teatro o al cine, el trabajador es presa de un proceso de alienación análogo al de su puesto de empleo. Tratemos que explicarlo. El productor independiente desconoce el carácter social de la producción porque está aislado del resto de productores. Los productores no están conectados entre ellos como productores, sino como vendedores y compradores; no están conectados en la producción, sino en el intercambio. Las mercancías que producen son, en cambio, directamente sociales (se ponen en circulación en el mercado), mientras que las relaciones entre productores sólo lo son indirectamente (veladas por el mercado) . La forma social de producción se encuentra, por lo tanto, alienada de su contenido productivo y lo domina: las relaciones sociales entre cosas se imponen a las relaciones materiales entre personas, de modo que los hombres creen que trabajan porque sus productos tienen valor, cuando en realidad tienen un valor porque en ellos se ha depositado trabajo. Por eso los productores no se reconocen como autores de ese valor, que atribuyen a las cosas. Pues bien; este mismo productor, ahora como espectador, desconoce los mecanismos sociales de la producción cultural, y por ello es rehén de la obra (y de sus intenciones político-sociales más o menos conscientes) hasta cierto punto. «Hasta cierto punto» porque, para que los productos culturales sean aceptados (lo que Marx llamó «conciencia posible»), debe haber un público receptivo a los mismos, por muy intoxicado ideológicamente que esté. Además, Brecht extrapoló al ámbito de la representación escénica la crítica de Marx a los teóricos burgueses de la sociedad, a los que acusó de proceder de manera superficial y arbitraria al subsumir bajo unos mismos conceptos generales abstractos las diferentes relaciones y circunstancias de diversas etapas de la historia, deslizando, bajo cuerda, las relaciones y circunstancias burguesas como leyes naturales inviolables de la sociedad en abstracto; de ahí la necesidad de un teatro antiaristotélico que rechace la identificación y evite que el espectador acepte las relaciones sociales existentes allí representadas como algo natural e inevitable. Incluso obras de temática social muy bienintencionadas -aunque ya sabemos que de buenas intenciones el camino al infierno está empedrado- incurren en este proceso psicológico y social: una película como Los lunes al sol de Fernando León de Aranoa hubiera sin duda disgustado a Brecht, pues hace que nos conmovamos por el destino de los obreros de los astilleros mediante convencionalismos como el uso dramático de la música o la división de los personajes de acuerdo a tipos sociales representativos con los que nos identificamos. Nos emocionamos y sufrimos con ellos, en lugar de hacernos conscientes de su situación social como colectivo. El objetivo del teatro épico es doble, porque es a la vez didáctico y político. Con el distanciamiento del espectador respecto de lo contemplado se busca que éste reflexione sobre las relaciones sociales representadas -«mostrar los sucesos tras los sucesos», que decía Brecht- y comprenda su mecánica:

«El espectador del teatro dramático dice: sí, yo también he sentido eso. – Así soy.- Eso es natural.- Siempre será así. -El sufrimiento de este hombre me conmueve porque no hay salida para él. -Esto es arte grande: en él todo es obvio. – Lloro por los que lloran, río con los que ríen. [Mientras que] El espectador del teatro épico dice: No lo hubiera imaginado. – Así no se puede hacer. – Eso es muy llamativo, casi increíble. – Hay que pararlo. – El sufrimiento de ese hombre me conmueve porque sé que hay una salida para él. – Esto es arte grande, en él nada es obvio. – Me río del que llora y lloro por el que ríe.» (3)

Todo lo anterior ha sido con demasiada frecuencia malinterpretado por sus defensores y detractores, más aún si cabe en el Reino de España, donde se sigue atribuyendo erróneamente a Brecht el poema del pastor evangelista Martin Niemöller (el que empieza con aquello de «cuando vinieron a buscar a los comunistas…»). Cuando no fue entendido como un sainete que se mofaba de los poderosos sin más, se asumió que el teatro de Brecht era una poderosa máquina de propaganda doctrinaria que perseguía sistemáticamente la negación del entretenimiento y de la emoción, privando al espectador de cualquier asomo de placer. «Una teoría basada únicamente en las negaciones de los placeres convencionales del cine [y del teatro] -la negación de la narración, de la mímesis, de la identificación- nos deja en un callejón sin salida, en una anhedonía donde al espectador no le queda prácticamente nada con lo que conectar», escribe Robert Stam. «Para que sea efectivo» -continua- «una película debe ofrecer su quantum de placer, algo que descubrir o ver o sentir.» (4) No lo entendieron así los epígonos de Brecht, que pasaron por alto el interés del autor de Madre Coraje por la fábula o por los espectáculos populares de su época (cabaret, circo, boxeo…), y condenaron a toda una generación de espectadores teatrales al aburrimiento. Es más, Brecht recogió en cierto modo la idea de Schiller y de Marx de convertir el trabajo en juego y se propuso establecer un teatro didáctico que fuera, a la vez, divertido. Un teatro, en sus propias palabras, «gozoso, combativo y alegre». Por si fuera poco, Brecht redactó una Pequeña lista de los errores más frecuentes, más extendidos y más banales sobre el teatro épico en la que refutaba ya esta acusación:

«El teatro épico no combate las emociones, sino que las analiza y no se limita a crearlas. El teatro al uso es culpable de separar la razón y el sentimiento al eliminar prácticamente la razón. Al menor intento de introducir algo de razón en la práctica del teatro, sus defensores gritan que se pretende erradicar los sentimientos.» (5)

«No criticar a Brecht», dijo en una ocasión Heiner Müller, «es traicionarlo». Es cierto que, como dice Belbel, el teatro de Brecht es «producto de un momento concreto, de la situación social y de las convulsiones de su época». No podía serlo de otro modo. Toda obra de arte es hija de su tiempo tanto como -y en ocasiones más que- de su creador. Hay algo en el teatro épico de Brecht que se resiste a ser asimilado, pero hay una parte que, quiérase o no, ya lo ha sido. El Verfremdungseffekt de Brecht tipifica «ahora innumerables programas de televisión: la designación del dispositivo (cámaras, monitores, interruptores), la ‘ruptura’ del flujo narrativo (a través de la publicidad); la yuxtaposición de géneros y discursos heterogéneos; la mezcla de ficción y documental. Y sin embargo, la televisión, más que provocar efectos de alienación, lo que suele hacer es alienar. La autorreferencialidad de la publicidad televisiva que se deconstruye a sí misma o parodia otros anuncios sólo sirve para indicar al espectador que no debe tomarse en serio el anuncio, y este relajamiento en el estado de expectación provoca que el espectador sea más permeable al mensaje comercial.» (6) Así pues, ¿dónde se encuentra actualmente el espíritu de vanguardia y a la vez popular que caracterizó al teatro de Brecht? Me atrevo a responder -no soy el único- que muy probablemente en el teatro de Frank Castorf y Carl Hegemann para la Volksbühne de Berlín. Este emblemático edificio ideado por Oskar Kaufmann, que alojó en el periodo de entreguerras las obras del teatro político de Piscator, situado para más señas en la Rosa-Luxemburg-Platz frente a la Karl Liebknecht Haus, sede de La Izquierda alemana (Castorf y Gregor Gysi, por cierto, son viejos amigos), y sobre el que ondea una bandera roja con un vistoso signo de exclamación, es actualmente el buque insignia del teatro post-brechtiano.

El capitalismo tardío, según lo caracterizó Ernst Mandel en su obra homónima, se basa en el incremento de la velocidad del proceso de reproducción del capital y en la división del trabajo a escala internacional. Por eso sus productos culturales reflejan en mayor o menor grado esas características y tienden a ser fragmentarios, pastiches de escasa originalidad y monumentos de citas y referencias. Mercancías culturales, en fin, destinadas a ser consumidas de inmediato y desechadas como uno hace con las latas de refrescos después de bebérselas. Un teatro que quiera contestar a la dominante cultural de este turbocapitalismo tiene que ir, a la fuerza, a contrapelo. La percepción del actual espectador de teatro ha registrado enormes cambios con la popularización de los medios de comunicación de masas. El gran historiador del arte Arnold Hauser escribió (¡en la década de los cincuenta!) que «incluso asistir al teatro moderno de las metrópolis donde se exhibe alguna pieza popular o de otra clase exige una cierta preparación interna y externa -en muchos casos, los asientos han de ser reservados con antelación, uno tiene que ir a una hora fija y ha de estar dispuesto a tener toda la tarde ocupada-, mientras que uno asiste al cine de paso, con el vestido de todos los días» (7). Significativamente, el escenario de Endstation Amerika –la «implosión» de Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams dirigida por Castorf que pudimos ver recientemente en el Teatre Lliure-, accionado por una bisagra, se inclinaba casi noventa grados al final de la obra, destrozando los pocos elementos de la escenografía que aún se mantenían en pie y obligando a los actores a encaramarse por él para poder continuar con la representación.

Si lo que se quiere es atraer la atención de ese espectador sobreestimulado que ha desertado de los escenarios teatrales, a los que acude ya sólo «en grandes ocasiones» y sólo por el prestigio social que confiere, eso significa que, casi a la fuerza, este teatro deberá ser enérgico, casi hiperactivo, irreverente, insolente e incluso dinamitador de la tradición y, sobre todo, como quería Brecht, llamativo («sólo así podían salir a la luz las leyes de la causa y el efecto»). El teatro de la Volksbühne se parece bastante a eso: los críticos deploran su escaso apego al texto, se desconciertan ante sus provocaciones, no comprenden sus propuestas formales. El uso de prosaicos paneles de luces (de los que emplea aquí la administración pública) que reproducen las acotaciones del texto teatral, la introducción de una videocámara en la escena con un papel activo, la interpretación antinaturalista, casi histérica de los actores, que en ocasiones se intercambian los diálogos (un personaje masculino recita las líneas de uno femenino y viceversa)… todo ello nos remite en cierta manera a las técnicas brechtianas que, pasadas convenientemente por el tamiz de la cultura popular de consumo, son reformuladas para las nuevas generaciones de espectadores teatrales.

Además de haber producido en nuestro país Süssel Vogel Jugend -adaptación de Castorf de Dulce pájaro de juventud de Tennessee Williams-, Àlex Rigola, quien desde hace años se encarga de vigorizar el Teatre Lliure de Barcelona, ha traducido algunas de las características del teatro del Volksbühne a nuestro idioma escénico (como los paneles de luces, pero también el DJ integrado en la escena, marca de fábrica de la casa). Lo pudimos ver en sus montajes de Glengarry Glenn Ross de David Mamet (en la que un concesionario de automóviles se convertía en una metáfora del capitalismo salvaje) o, claro está, en su Santa Joana dels Escorxadors de Bertolt Brecht. «La Volksbühne», ha escrito Gitta Honegger, «es la verdadera, aunque hereje, heredera del legado de Brecht, un teatro que expone el mecanismo de producción política y cultural y que, por si fuera poco, entretiene». Por su parte, Castorf manifestó en una entrevista que el » mundo es irracional, la injusticia es tan evidente… ¿Cómo quiere que haga un teatro superficial? El teatro tiene que mostrar que nada permanece, que los procesos históricos exigen un pensamiento histórico, que todo es una estación de paso y no, como dicen los apologistas del capitalismo, que este estadio en el que nos encontramos es el único estadio de felicidad en el desarrollo de la humanidad. Es aquí donde un poco de pensamiento subversivo, nihilista, es importante. » (8) En símbolos: la bandera roja y el signo de exclamación.

NOTAS: (1) «El TNC reivindica la emoción de Brecht». El País (15-02-08). (2) Brecht, Bertolt. Escritos sobre teatro (Barcelona, Alba, 2004), p. 19. (3) Ibid., pp. 46-47. (4) Stam, Robert [2000]. Teorías del cine (Barcelona, Paidós, 2001), pp. 179-180. (5) Brecht, Bertolt. Op. Cit., p. 58. (6) Stam, Robert. Op. Cit., p. 346. (7) Hauser, Arnold [1962] Historia social de la literatura y el arte (Barcelona, Debate, 2003), pp. 510-511. (8) «Echo de menos un enemigo claro». El Cultural (24-06-2004).

Àngel Ferrero   es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad .

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