La figura repugnante del maltrato tiene un solo origen: el poder. Junto al poder, la maloliente calamidad del maltrato hizo su aparición en la edad del cromañón, aquél tiempo prehistórico que por descuido del Creador, fuera omitido de los registros bíblicos. En aquellos tiempos, hace unos 40.000 años, surgieron en cuevas de Europa unos curiosos […]
La figura repugnante del maltrato tiene un solo origen: el poder. Junto al poder, la maloliente calamidad del maltrato hizo su aparición en la edad del cromañón, aquél tiempo prehistórico que por descuido del Creador, fuera omitido de los registros bíblicos. En aquellos tiempos, hace unos 40.000 años, surgieron en cuevas de Europa unos curiosos primates muy creativos que introdujeron por primera vez y para siempre, la práctica de la «ley del más bruto». Como la brutalidad no requiere pasaporte, ella se extendió a través de los siglos y los continentes, mutándose infinidad de veces hasta adquirir la condición de derecho hereditario de la humanidad. Es así como el mazazo en las cabezas de las féminas de los tiempos de Trucutú, se continúa practicando hoy como cosa natural.
Seriamente hablando, la historia de la humanidad está llena de infinitos y vergonzosos ejemplos de ejercicio del maltrato desde las altas esferas del poder. Un ejemplo sucedió en el año 390 cuando unos «cromañones» decidieron la destrucción de la Biblioteca de Alejandría con más de 700.000 manuscritos. Esta turba suma a sus hazañas el asesinato brutal de Hipatia, la más importante y última filósofa platónica. Por su puesto, las justificaciones a su linchamiento sobraban: se trataba de una mujer que se atrevía a razonar y enseñar, y que además poseía curiosidad científica como matemática y astrónoma que era, y finalmente, lo peor, se negó obstinadamente a reconocer el dogma cristiano, diseminado a sangre y fuego por el agustinismo, o doctrina de la teocracia cristiana medieval creada por San Agustín de Hipona, aquél que en una piadosa plegaria dijo: «Señor hazme casto pero todavía no». Es así como a partir de ese momento, el judeo cristianismo y un par de siglos más tarde el islamismo, compiten su capacidad de barbarie en monstruosas guerras santas. Los cristianos terminaron por imponerse en el mundo occidental luego de los crímenes más abyectos. A partir de allí, su filosofía o dogma de la fe cristiana se transforma en el credo de todos los reinos con sus colonias. Estas leyes irrefutables pasaron a ser de obligatorio cumplimiento para todo ser vivo. La comunidad albigenses, por ser rebelde a los dictámenes del Vaticano, terminó siendo arrasada por órdenes del papa Inocencio III. El Rey Felipe Augusto de Francia puso su grano de arena en esta empresa. De acuerdo al diccionario de Rubén Gil, Edittorial Clie, la noche del 22 de julio 1209, estos misericordiosos cristianos entraron en Beziers al sur de Francia para sacrificar 70.000 herejes (por supuesto, esto incluía niños y ancianos). De haber existido para aquel entonces el premio NOBEL DE LA PAZ, ténganlo por seguro que ambas criaturas se hubieran llevado el hoy tan mal oliente galardón. A continuación, el cromañón político o política cromagnon (en el caso de las féminas), se encompincharía con los auto nombrados representantes del más allá, y en actos de inteligencia suprema decidieron institucionalizar sus poderes (in eternum), de tal manera que lo que nosotros llamamos maltrato fuese denominado algo así como estrategias de protección a los impíos, aplicado a nuestros indígenas, título que cambia con los tiempos hasta llamarse eufemísticamente «protección a los civiles». Fue así como nacieron la Santa Inquisición, loa verdugos, los confesionarios o servicios de espionaje, los ejércitos, las policías, los burócratas, las invasiones y las torturas a los irreverentes o alzados («técnicas de interrogación» de acuerdo al congreso norteamericano). Todas estas instancias terminaron demostrando una eficiencia extraordinaria.
Ahora viene lo bueno; tal y como se habla de macro y micro economía, en el maltrato se dan igual ambas categorías. Lo que al principio de la historia fue exclusivo de la iglesia, reinos y estados, es decir, el ejercicio del macro poder, con maltrato incluido, ha pasado a ser, con la aparición de la democracia burguesa, las elecciones y los partidos del siglo XX, ejercicio cotidiano del poder democratizado, esto es, todo ser que viva en polis, pasa a formar parte de la macrosociedad cromañónica en la que se practica ese extraño micro poder. A estos niveles, el maltrato genera dos especímenes: maltratador y maltratado, que viene a ser herencia putativa de las revelaciones de San Agustín en la «Ciudad de Dios»: escogidos y condenados.
Si bien es cierto que la ideología de la liberación que hoy sacude al mundo entero entraña la aspiración de libertad, igualdad y fraternidad que pregonaba la Revolución Francesa, estas pretensiones han caído en desuso hasta imponerse el maltrato o sadismo institucionalizado. Es así como la cultura popular terminó asumiendo como normal que una sociedad se dividiese en amos y siervos, en burócratas y simples ciudadanos. Las universidades como las iglesias se rigen por el patrón de las jerarquías, esto es, una pirámide o llamada «escala de gallinero»… el de más arriba, pisa o empapa al que queda abajo, quien a su vez, sueña con estar arriba para aplicar su odorifera venganza. En estas clasificaciones, los déspotas alcanzan su mayor y orgásmica realización.
¡Ojo! El ideal revolucionario debería estar inmunizado contra el virus del homo brutus (o feminam ferox). En muchos niveles de la administración pública universal, incluida nuestra revolución bolivariana, pareciera inevitable la presencia de los cromañones o cromañonas; el burócrata aquél miserable, ridículo y prepotente, con derecho a vejar a todo el que se atreva a solicitar sus servicios. Los hay desde ministros hasta porteros (sin diferencia de sexo, raza o religión), identificables por sus actitudes personales de desprecio al resto de sus congéneres, olvidando que sus conductas profundamente trogloditas y reaccionarias terminan afectando gravemente el avance de lo que pudiese ser un proceso humanista. No es difícil observar cómo, personajes a los que se les «sube el cargo a la cabeza», son la fuente del descontento o frustración de muchos venezolanos que sueñan con un país mejor. Las asociaciones se vuelven odiosamente inevitables. Así, la pésima atención de un funcionario equivale a estigmatizar a todas las instancias del gobierno como malas y en esa simplificación se nos va la revolución. Los gritos del superior o sus pésimos ejemplos de ciudadano derrotan cualquier argumento en favor del proceso, de allí que sea urgente trabajar por la revolución humana, aquella sustentada en valores de fraternidad y basada en la conciencia del compromiso con la patria, que no es otra cosa que el servicio al prójimo. Por fortuna, son muchas las instancias de gobierno en las que sí se está practicando de manera efectiva el buen ejercicio del servidor público. Se trata ahora de reproducir los buenos ejemplos y de activar la misión inaplazable de lucha contra el burocratismo. Urge la realización de campañas educativas mediáticas dirigidas a formar en valores humanos y conciencia revolucionaria tanto a líderes como a las nuevas generaciones. De no ser así, el cromañón miserable puede terminar por amenazar seriamente nuestros mejores sueños. Seamos irreverentes…burlémonos de los cromañones ¡Es necesario vencer!
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