Alfons Barceló ha sido profesor de Dinámica económica en la Universidad de Valencia y luego (hasta su jubilación) catedrático de Teoría Económica en la Universidad de Barcelona.
Mucho antes había sido expulsado de la Universidad de Barcelona por «injurias al rector», y pocos meses después, invitado a exiliarse (1962-1966) a causa de una requisitoria (con orden de «busca y captura», en compañía de Manuel Castells) del «Juzgado Militar Especial Nacional de Actividades Extremistas» (7 agosto de 1962). Ese desarraigo forzado le permitió familiarizarse en cierta medida con las universidades de París y Bruselas, así como descubrir que algunos de los escasos buenos profesores de por acá eran «exportables». Al mismo tiempo, sin embargo, se percataba de que era rarísimo encontrar por aquellos pagos especímenes de personajes equiparables a los docentes de mala calidad (muy presentes, por cierto) instalados en los recovecos de las universidades franquistas (que exigían juramento de fidelidad a los Principios del Movimiento).
En cuanto a su trayectoria intelectual e investigadora vale anotar que el director de su tesis doctoral fue Ernest Lluch (Valencia, 1978). El objetivo de sus indagaciones era evaluar la pertinencia de los esquemas reproductivos de Quesnay, Marx y Sraffa con vistas a interpretar algunos aspectos centrales de la antropología y la historia económicas. Estos materiales se plasmaron en el libro Reproducción económica y modos de producción (Serbal, 1981). En 1988 publicó su obra más original y ambiciosa (en colaboración con Julio Sánchez, profesor de matemáticas de la universidad de Zaragoza), Teoría económica de los bienes autorreproducibles (Oikos tau). Unos años después publicó Filosofía de la economía. Leyes, teorías y modelos (Icaria, 1992) (con prólogo de Valpy Fitzgerald, catedrático de la universidad de Oxford). Asimismo, unos años más tarde y por encargo, escribió Economía política radical (Síntesis, 1998) (con una Presentación de Bob Sutcliffe, y un Apéndice sobre Mujeres y Economía de Cristina Carrasco).
Desde 1963 ha ido publicando buen número de artículos y recensiones tanto en revistas académicas como en publicaciones de intervención cívica (incluido El Viejo Topo), bien con firma propia bien con seudónimo, y ya fuera solo o en comandita. Desde 1987 ha primado como esfera de intervención prioritaria las Jornadas de Economía Crítica y las colaboraciones en la revista del mismo nombre. En 2018 publicó, bajo el patrocinio del Institut d’Estudis Catalans y con el aval del propio autor, traducido al catalán, el Diccionari filosòfic de Mario Bunge (292 pp.)
Su último libro, publicado por editorial Laetoli en octubre del año 2020, lleva por título Interpretando a Bunge.
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Enhorabuena por tu último libro. Señalas en el prólogo que llevas “más de 40 años estudiando y admirando la profunda y extensa obra polifónica de Mario Bunge”. ¿De dónde tu interés por su obra? ¿Por qué hablas de obra polifónica?
El primer capítulo de dicho libro se titula precisamente «¿Cómo descubrí a Mario Bunge?» Así que remito a ese texto. ¡Y punto!
Pero no quiero escurrir el bulto sin más; así que apuntaré un par de motivaciones subyacentes, no explicitadas en el libro. A saber: a) Sobre la economía como ciencia; b) Sobre la filosofía como guía y filtro. Veamos el primer aspecto: cuando terminé la carrera de «ciencias económicas», se me hizo patente que algo raro había en esta denominación, pues no veía yo que los licenciados en otras disciplinas se presentaran como licenciados en «ciencias biológicas» o «ciencias químicas» o «ciencias arqueológicas». Tenía que haber gato encerrado. Me venía a la mente aquello de «Dime de qué presumes y te diré de qué careces» En definitiva y resumiendo, ¿era la economía una ciencia en serio? Evidentemente, no. Pero ¿podía llegar a serlo? Tal vez, pero la cosa no estaba clara, y había gran diversidad de opiniones entre los expertos.
Ciertamente en las asignaturas programadas para esa licenciatura se nos servía una mezcolanza de ingredientes varios y colocados en recipientes distintos (definiciones convencionales, catálogo de opiniones dominantes a lo largo de los siglos, apólogos ilustrativos con más o menos encanto, casos emblemáticos, lógica casera, matemática refinada), y con sabores variados (hoy diría que a la postre se podían detectar tres sabores primarios: ciencia, técnica, ideología. Los tres, siempre presentes, mas combinados en variadas dosis según cada asuntillo particular). Pues bien, una de mis inquietudes intelectuales por esa época era averiguar dónde podría encontrar alguna farola o linterna para explorar estos terrenos llenos de idearios, argumentos, caricaturas, modelos simplificados, términos embellecedores, mucha retórica.
En verdad no era un disparate pensar que la «filosofía» tendría algo que decir al respecto. Pero no era obvio esclarecer qué había dentro de este contenedor bautizado como «filosofía». Tal vez ese término no era más que un rótulo de conveniencia colocado en un arcón del desván, lleno de cachivaches y emperifollos pasados de moda, y más bien inútiles para alcanzar cualquier objetivo sensato. Así que decidí explorar estos andurriales. En el bachillerato había tenido un profesor de filosofía absolutamente impresentable desde todos los ángulos. En la universidad seguí el curso de Manuel Sacristán sobre filosofía contemporánea, en el primer año de económicas.
¿Recuerdas en qué año?
Curso académico 1960-61.
Quedé encantado con su magisterio, con su rigor expositivo, así como con las tesis antimetafísicas del Círculo de Viena. Como calificación final obtuve «matrícula de honor». Vale añadir que me cayeron simpáticos los «personalistas», aunque no me los tomé en serio como pensadores fetén. Luego, después, durante unos cuantos años, me dediqué en plan aficionado a leer textos de divulgación filosófica. Me gustaron bastante Bertrand Russell, Neurath, Piaget, Hempel, Nagel, Popper, Merton, Toulmin. Pero me resultaban mucho más iluminadores los grandes científicos contando sus batallitas (Darwin, Poincaré, Planck, Einstein, Feynman) o los expositores agudos bien enterados del tema (Gould, Pais, Smullyan, Gardner, Stewart). Me leí las antologías marxianas sobre materialismo dialéctico y hasta el Materialismo y empiriocriticismo de Lenin (y me quedé a oscuras totalmente)
En un plano práctico, sin embargo, ni las tesis, ni las experiencias ni las ocurrencias de toda esta gente proyectaban mucha luz sobre las ciencias sociales en general y la economía en particular. En resolución, el saldo final resultaba un tanto deprimente. En síntesis, aprendí mucho más leyendo (como metaeconomía) la correspondencia entre David Ricardo y el reverendo Thomas Malthus, que revisando textos de filosofía pura aparentemente magistrales. Por fin, doce años después, tras leer cerca del millar de páginas de La investigación científica de Mario Bunge, descubrí una obra que servía de manual de metaeconomía de primera calidad. Y continúo pensando que acerté por completo.
Por otro lado hablo de polifonía (evidentemente como metáfora y con su pizca de ironía) porque Bunge siempre tuvo la osadía de meterse en camisa de once varas y en corral ajeno. Y eso está bien, si se toman algunas precauciones. Si no, se cae en el descrédito merecido (y, de paso, un aplauso para Sokal y Bricmont, por su denuncia sin aspavientos de muchas «Imposturas intelectuales», enunciadas por una numerosa pandilla de charlatanes que osan mencionar rasgos y atributos de teoría de conjuntos o de cuerdas o caos o catástrofes, o del principio de indeterminación o de probabilidades, sin un conocimiento básico y riguroso de estos asuntos). Desde luego si no se atiende al rigor exigible, no es raro ir a parar a una reproducción escolástica y libresca de tópicos tal vez vacíos («El juego de los abalorios» que noveló Herman Hesse).
Hablas siempre de Bunge, lo acabas de hacer, en términos muy elogiosos, lo presentas como uno de los grandes filósofos de la ciencia del siglo XX. ¿Por qué?
No conozco a nadie con más merecimientos, que haya explorado más territorios y que haya esclarecido mejor una retahíla de conceptos y nociones básicas de la explicación científica y del método científico. Y aplaudo y suscribo su evaluación sintética: “Juzgo que una filosofía sin ontología es una filosofía invertebrada; sin semántica es una filosofía confusa; sin gnoseología es acéfala; sin ética es sorda; paralítica sin filosofía social, y obsoleta si no se apoya sobre la ciencia. Y de ningún modo se puede hablar de filosofía auténtica si carece de todo cuanto acabamos de anotar.»
Sin embargo, señalas también que es un autor minoritario. Parece una contradicción. ¿Por qué es minoritario a pesar de su enorme importancia? ¿Lo es también entre las comunidades filosóficas y entre los profesores e intelectuales que, como tú, tenéis mucho interés en el ámbito de la filosofía de la ciencias sociales?
Interesantísimo tema de sociología de la ciencia. Pero eso es bastante normal. Ya Darwin se quejaba de eso. Y Max Planck también advertía que las innovaciones teóricas no ganaban batallas fácilmente. Por lo común vencían cuando se morían los líderes académicos de la vieja guardia. Por otro lado, opino que en general la filosofía no interesa gran cosa a los científicos sociales, ni a los filósofos les preocupa mucho indagar sobre avances y problemáticas de las ciencias sociales particulares. Lo más frecuente es que cada cual vaya a su bola. A la postre, se enaltece mucho la interdisciplinariedad, pero se practica poco.
Popper, Kuhn, Lakatos, Sneed, Feyerabend, Stegmüller, Ulises Moulines,.. son también grandes filósofos de la ciencia del siglo XX…
¡Hombre! Tus candidatos al podio son muy distintos a los míos. Y creo que los míos ganarían por goleada a tu equipo. Y me limito a personas de nuestro entorno cercano como Jorge Wagensberg, José Manuel Naredo, Jesús Mosterín, Ramón Margalef, Pedro de la Llosa, Antonio Beltrán. Y como principales asesores externos dos pollos de la misma quinta (1919), Clifford Truesdell y Mario Bunge, que han descalificado contundentemente a Sneed y sus acólitos.
No son mi equipo, no son candidatos a ningún podio. Citaba los nombres de filósofos e historiadores de la ciencia conocidos e influyentes en los años setenta y ochenta. Mi admiración por Truesdell, Beltrán, Mosterín y Naredo es muy similar a la tuya. Dos de ellos han sido profesores míos.
¿Qué han pensado, qué han escrito otros filósofos de la ciencia sobre la obra de Bunge?
Esa pregunta es demasiado ingenua o cándida. Revela escasa familiaridad con las «reglas del juego» que imperan en el seno de los «colegios invisibles» de la ciencia y la filosofía institucionalizadas. O en la política partidista. Reconozco que en todos esos ambientes no sé si reinan, pero mandan bastante, la envidia, el rencor, el ninguneo, los celos y otras hierbas con parecidos atributos. Quizás dentro de 50 ó 100 años, cuando se abran los correspondientes archivos privados, se podrá averiguar lo que han pensado de verdad o escrito confidencialmente los grandes personajes de las diversas feligresías.
He vivido de cerca experiencias que me permiten afirmar rotundamente que la gran mayoría de intelectuales situados en puestos de mando evitan tomar partido cuando se huelen que podrían quedar fuera de juego o con las vergüenzas al descubierto. En plan irónico afirmaré que son raras las universidades que no tienen ningún doctor honoris causa de carácter espurio. Desde luego, haber sumado 20 doctorados honorarios, como hizo Bunge, no se puede considerar una charlotada. De todos modos no es malo saber que hay reacciones varias y enjuiciamientos poco dignos y nada ejemplares. Por eso me atreví a reproducir el siguiente breve, aunque mantengo oculta la autoría. En efecto, en un rapto de desinhibición un prohombre de la cultura catalana me envió el siguiente mensaje (11.4.2018):
Benvolgut Alfons,
No em plau gens que perdis el temps enraonant de la lamentable obra pseudocientífica i maligna del nan argentí Mario Bunge.
Humilment,
J. M. F. M.
Nan, enano, lamentable obra pseudocientífica y maligna…¡Vaya por Dios!
Uno de los textos que has incluido en el libro es un comentario tuyo a Treatise on Basic Philosophy, un proyecto bungiano de enorme envergadura, nada menos que 9 tomos publicados entre 1974 y 1989 (cinco de ellos traducidos). La meta explícita, según tú mismo comentas, es proponer una metafísica científica. ¿Es posible que una metafísica sea científica? ¿Qué significa que lo sea? ¿Es un propósito conseguido o más bien una ensoñación bienintencionada de Bunge en tu opinión?
No lo sé. Recuerdo que la primera vez que vi explicitada esta tesis, manifesté mis dudas y desconfianza. Me rondaba por la cabeza la insistencia de Sacristán en afirmar o sostener que «No existe filosofía; existe el filosofar». En seguida Mario metió baza en el asunto y sostuvo con convicción que era, no sólo legítimo, sino también conveniente, aspirar a construir un sistema filosófico. Por descontado sería una construcción falible y corregible. Pero era importante edificar con vocación perdurable (aun a sabiendas de que nada es definitivo ni inconmovible.). Porque si bien nunca habrá certezas absolutas (más allá de los casos triviales, como recordar que somos mortales y que siempre pagaremos impuestos), es bueno intentar que la Casa de los conocimientos heredados (con beneficio de inventario) sea un reducto respetable y abierto, que ayude a conservar los activos de larga duración, una vez puestos a prueba y controlados muchas veces, a la vez que resguarde de sorpresas y modas efímeras mal cocinadas. Recuerdo que hace ya bastantes años remití a Bunge el guión de una charla mía sobre Manuel Sacristán, y que en ese escrito se recogía una tesis que afirmaba algo así como que «una filosofía seria debe estar en crisis permanente». Me respondió Mario recalcando su acuerdo y aprobación de esta tesis, que le había complacido mucho.
Un breve descanso si te parece.
De acuerdo.
Fuente: El Viejo Topo, febrero de 2021.