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Cabalga, cabalga audaz, me dijo Howard Hawks

Fuentes: El Universal

La reciente aparición en español de El director es la estrella (T&B, 2007), el legendario libro de conversaciones que Peter Bogdanovich sostuvo con los realizadores que hicieron clásico el cine de Hollywood (de Fritz Lang a John Ford, de Alfred Hitchcock a Orson Welles), abre las puertas de un mundo rutilante y misterioso -en su mayor parte desconocido-, en el que habitan los rostros con que soñó el siglo XX. Miembro del grupo maldito que en los años 60 clausuró la era de los grandes estudios (William Friedkin, Michael Cimino, Dennis Hopper, entre otros), Bogdanovich, considerado en su tiempo el director joven más admirable desde Welles, realiza en las páginas que ofrecemos al lector un extraordinario retrato del hombre que encumbró a Humphrey Bogart, a Cary Grant, a John Wayne, a Marilyn Monroe…

Al entrar en el estudio en el que Howard Hawks se encontraba dirigiendo a John Wayne y a un par de actores más en la que resultó ser la última película del director, Rio Lobo -y no una de los mejores, como se hubiera apresurado a señalar él-, lo primero que oí fue la voz -y forma de expresión- características de John Wayne: «Si vas a… coger esa… pistola, Chris», decía el actor, dirigiéndose a Chris Mitchum, hijo menor de Robert, «no lo hagas así, por Dios». A continuación, entrecerrando los ojos, pasó del iluminado decorado interior a la penumbra del otro lado de la cámara: «¿Verdad, señor Hawks?». Hawks se encontraba cerca, con las manos en su postura característica, apoyadas en la parte posterior de las caderas, sacando el labio inferior, con expresión reflexiva: «Verdad, Duke». Poco después, le pregunté a Hawks si no le importaba que Wayne dirigiera así a los actores. «Qué va», dijo, con convicción, «Duke y yo hemos hecho muchas películas juntos, él sabe lo que quiero. Así ahorro saliva».

Esta confianza era muy típica de Howard Hawks, el director más relajado que he visto nunca en un rodaje -o en la vida- y, al mismo tiempo, el más seguro de sí mismo. También la forma en que manejó a Robert Mitchum cuando le ofreció El Dorado es típica de su segura manera de ser. Mitchum me dijo que Hawks le había llamado por teléfono y le había dicho: «Bob, este verano hago una película con Duke en Old Tucson. ¿Estás libre?». Mitchum contestó: «Eh… sí, claro, Howard. Pero… esto… ¿de qué va el argumento, Howard?». La respuesta de Hawks fue rápida e incisiva, con un toque de hastío e irritación: «¡Ah! Argumento no hay, Bob». Mitchum me lo contaba riendo, y aceptó hacer la película sin leer una sola línea del guión. Wayne hacía lo mismo. Duke me contó una vez que desde la primera película que hicieron juntos, Río Rojo, «lo único que le preguntaba era la fecha de comienzo del rodaje».

Hacía unos años había yo pasado una semana en Old Tucson (el célebre poblado donde se hacían las películas del Oeste) para ver la filmación de las tomas nocturnas de El Dorado, la película de Hawks protagonizada por Wayne y Mitchum, y comprobé hasta dónde llegaba su dominio de la situación, la extraordinaria sintonía que mantenía con sus estrellas, el respeto absoluto que éstas sentían por él. Dos años antes había detectado la misma actitud en los actores y técnicos de Su juego favorito con Rock Hudson y Paula Prentiss. Howard Hawks era, seguramente, el director favorito de Cary Grant; hicieron cinco películas juntos, más de las que hizo Grant con cualquier otro director, y eso que a partir de mediados de los años treinta pudo elegir por sí mismo.

Don Siegel, quien mientras estuvo al frente del departamento de montaje de la Warner a finales de los años treinta y primeros cuarenta vio trabajar a casi todos los grandes directores, me dijo que Hawks era el que tenía más aspecto de director; alto y delgado, con sus cabellos canos, es verdad que tenía aspecto de director. Según Don, cuando uno llegaba a un rodaje de Hawks, sabía inmediatamente quién mandaba.

En Estados Unidos, la élite siempre ha mirado por encima del hombro a sus artistas más populares. Tuvo que ser Truffaut quien hiciera «respetable» el periodo americano de Alfred Hitchcock, y mientras la cinefilia de Nueva York se desmayaba con Kurosawa, éste decía que había aprendido de John Ford todo lo que sabía, un director cuya filmografía posterior a los años cuarenta tanto odiaba la gente moderna. Como con el jazz, los franceses fueron los primeros que tomaron en serio a Hawks, aunque sus películas siempre han triunfado en las taquillas del mundo, y en Hollywood siempre ha disfrutado de un poder independiente que nadie cuestionó en cuatro décadas, entre 1930 y el momento en que dejó de hacer películas, seis años antes de su muerte, en 1977.

Como su obra nunca ha tenido un sello artístico ni social evidente, los creadores de tendencias nunca lo han contado entre sus favoritos. Sus películas no han generado un culto moderno, aunque se han convertido en favoritas del público, por asociación con algunas de sus estrellas, como el Bogart arquetípico de Tener y no tener y El sueño eterno, o la Marilyn ideal de Los caballeros las prefieren rubias, o el Cary Grant emblemático de La fiera de mi niña y Luna nueva. Nunca fue canonizado por El Círculo de Críticos de Nueva York, ni por la revista Time y su portada, ni siquiera por la Academia de Cine, aunque fue candidato al Oscar una vez (por Sargento York, por la que Gary Cooper ganó el de Mejor Actor), y un par de años antes de morir recibió un Oscar honorífico, el habitual intento tardío de reparar años de olvido oficial.

Pero pregunten a los espectadores de determinada edad (que no sean muy jóvenes, por que podrían no saber nada de Montgomery Clift, salvo el hecho de que llevaba pantalones de soldado -recuerden los anuncios de Gap-, así como ignorarán, con toda seguridad, que su primer papel en el cine fue Río Rojo, de Howard Hawks). Los más viejos recordarán clásicos tan radicalmente distintos entre sí como la primera Escuadrilla del amanecer o el primer Scarface, o el primer The Thing (ésta la produjo y supervisó estrecha mente), o a James Cagney en Aguilas heroicas, o a Cary Grant, de nuevo, en Sólo los ángeles tienen alas, o vestido de mujer militar en La novia era él. Acto seguido podríamos preguntar, sorprendidos: «¿Y todas estas películas las ha dirigido el mismo?». Sí, y treinta más, incluidas las mejores de John Barrymore y la primera comedia lombardiana de Carole Lombard: La comedia de la vida; las dos primeras, y más memorables, de las que hicieron juntos Bogart y Lauren Bacall: Tener y no tener y la mejor película de Philip Marlowe, El sueño eterno; el mejor filme sobre el mundo de la prensa, Luna nueva; y como dijo Norman Mailer, «la primera película que nos permite hablar de Marilyn Monroe como de una gran actriz cómica», el desinhibido musical Los caballeros las prefieren rubias, aunque Monroe ya había demostrado sus dotes cómicas en Me siento rejuvenecer, estrenada el año anterior, con Cary Grant (otra vez). También dirigió las que quizá sean las interpretaciones más emblemáticas de John Wayne, las de Río Rojo y Río Bravo.

Todo el mundo sabía que Ford, que se atribuía el mérito de haber encumbrado a John Wayne, estaba celoso del éxito y la interpretación de su actor en Río Rojo, en la piel de un hombre más maduro e insuperablemente taciturno, y que para superar a Hawks le había dado al actor un personaje más viejo todavía en La legión invencible, su siguiente película con Duke. Según Barbara Ford, su padre dijo que hasta entonces no «sabía que ese cabrón supiera actuar». Hawks me contó que Ford fue a visitarles a él y a Wayne en el rodaje de la última película que hizo Wayne, cinco años antes del último trabajo de Ford como director. Hawks me explicó que estaban comiendo, Ford sentado frente a él, y en un momento dado, sin venir a cuento, Ford le miró y dijo significativamente: «Hijo de puta». Hawks le preguntó, socarrón: «¿Qué pasa, Jack?». Howard sonrió y siguió hablando: «Y Jack volvió a mirar su plato y no volvió a hablar del asunto». Hawks se encogió de hombros, se echó a reír y supo que aquél era el mayor cumplido que podía salir de la boca de Ford.

De todos los directores del cine norteamericano, Orson Welles dijo que Hawks era «sin duda alguna, el de más talento». El crítico francés Henri Agel escribió: «Hawks es uno de los pocos aristócratas del cine y la suya es una ética de la nobleza humana». El heterodoxo crítico americano Manny Farber dijo: «Howard Hawks es la gran figura del cine de acción masculina, porque ofrece la máxima velocidad, vida interior y lucidez con un mínimo número de errores. Sus mejores películas tienen toda la velada complejidad de un buen baile de salón». Pero fue el director francés Jacques Rivette quien dio en el clavo cuando dijo: «Si Hawks encarna el cine clásico americano, si ha ennoblecido todos los géneros, ello es así porque siempre ha encontrado la cualidad, la grandeza esencial de cada género en particular, y ha combinado sus temas personales con aquellos a los que ya había dado peso y riqueza la tradición americana». La enorme variedad de su filmografía -no hay género que no tocara- habla de un incesante afán de probarse a sí mismo, casi como un renacimiento. Sus personajes son así; actúan así por profesionalidad, por valentía. Hawks lo dijo de la forma más simple: «Para mí, el mejor drama es el que presenta a un hombre en peligro».

***

Conocí al señor Hawks -así le llamaba todo el mundo en público- en abril de 1962, cuando hicimos una entrevista en su despacho de la Paramount, en Hollywood, para la monografía que estaba yo preparando para el Museum of Modern Art, con ocasión de la primera retrospectiva de su obra en Estados Unidos, The Cinema of Howard Hawks. Siete años después impartí clases sobre el tema durante un semestre en la UCLA (cosa que a Hawks le parecía divertidísima). En la monografía -reeditada más tarde en Londres y París- sólo apareció una pequeña parte de estas conversaciones, que continuaron a lo largo de una década. También entablamos una especie de amistad, a diferencia de lo que ocurrió con el resto de los directores; no fue tan íntima como la que tuve con Welles, pero también fue menos complicada. Howard, a diferencia de Orson, disfrutaba hablando de sus películas, o de las películas en general; le gustaba ofrecer consejos y advertencias sensatas y se enorgullecía de sus logros y de los míos. Una de las cosas que Welles y yo teníamos en común era la admiración que sentíamos por Hawks.

Mientras preparábamos ese primer ciclo para el museo, recabé comentarios de algunas personas que habían trabajado con Hawks. No llegué a publicarlos por falta de espacio, pero la coincidencia de puntos de vista fue interesante. La carta que me envió Dean Martin -so bre su experiencia en Río Bravo, sólo tres años atrás- fue sucinta: «Todos los días me decía: ‘Dino, no te preocupes de la siguiente escena. Ya nos la inventaremos’. Creo que [Hawks] es genial». La de Kirk Douglas fue más detallada: «Yo nunca sabía lo que pasaba por aquella fértil cabeza. Durante el rodaje de Río de sangre, igual llegábamos a una escena que no estaba bien escrita. Nos sentábamos todos, muy callados. Howard tenía un cuaderno amarillo grande en las rodillas. Se quedaba con la mirada perdida durante un buen rato y, de repente, se ponía a escribir, y de ahí salía la solución para hacer una buna escena. Es muy emocionante trabajar con él» (en El Dorado, realizada quince años después, vi cómo ocurría exactamente lo mismo).

Lauren Bacall escribió, en referencia al trabajo de Hawks como director y productor de las dos primeras películas de la actriz: «Howard Hawks cambió mi vida. Él atendió el ruego eterno de toda actriz joven: me descubrió. También me dio lecciones de valor incalculable. Es un hombre y un director excepcional, e inolvidable para mí, por razones obvias». Y el legendario Edward G. Robinson (a quien nunca llegué a conocer) me escribió una carta en la que decía lo siguiente: «Cuando llegué a Hollywood a principios de los años treinta, procedente del teatro de Broadway, no conocía las técnicas de la producción cinematográfica. Hice algunas películas, pero no capté la esencia del nuevo medio. Entonces conocí a un joven director, agradable e imaginativo, llamado Howard Hawks, e hice la primera de mis dos primeras películas con él, Pasto de tiburones (la otra fue Ciudad sin ley). Hawks entendía las diferencias que había entre el cine y el teatro. Sabía instintiva mente que los filmes tenían que contar sus historias por medios visuales. En aquellos tiempos los guiones, los de Hawks sobre todo, eran muy vagos y esquemáticos, no eran guiones como los de ahora. Pero Hawks tenía un buen argumento a grandes rasgos. Hawks nos explicaba lo que quería y confiaba en que mi experiencia teatral me permitiera improvisar y transmitir al espectador el espíritu de cada escena con más acción que diálogos. El método que seguía para construir sus historias estaba muy relacionado con la improvisación».

Los editores de Cahiers du Cinéma, la influyente revista francesa de la Nouvelle Vague, dijeron que Hawks era el director «más inteligente» de América. El propio Jean-Luc Godard dijo: «Los grandes cineastas siempre se someten, acatan las reglas del juego. Yo no lo he hecho así porque soy un cineasta menor. Valga como ejemplo el cine de Howard Hawks, Río Bravo en particular. Es una obra caracterizada por una extraordinaria lucidez psicológica e inteligencia estética, pero Hawks la ha dirigido de forma que esta lucidez pase inadvertida, que no moleste a los espectadores que han venido a ver una película del Oeste como otra cualquiera. El logro que supone deslizar todos los temas que más le interesan en una trama tradicional duplica la grandeza de Hawks».

En su autobiografia, A Child of the Century, el escritor Ben Hecht hablaba del «misteriosamente romántico Howard Hawks»: «El figurín sureño, presencia melodramática». Exacto: Howard siempre vestía con gusto y elegancia; y era capaz de arrebatar discretamente tu atención hablando de una película excepcional, una secuencia excepcional, un momento excepcional. Su discurso era tan sobrio como los diálogos de Hemingway; él mismo era el mayor héroe hawksiano, y lo interpretaba mejor que cualquiera de sus actores. Howard era un hombre interesante y conquistador. Gustaba a las mujeres, aunque Cybill Shepherd siempre decía -en los años setenta comimos y salimos juntos con frecuencia- que «no me hubiera gustado estar casada con él». En sus tiempos le confundían con John Huston, con John Ford y con Howard Hughes. Le gustaba contar el siguiente chiste sobre sí mismo: «A causa de Wayne, la gente creía que Río Rojo la dirigió Ford, y entonces se acercaban a él y le decían: ‘Ah, señor Ford, nos ha encantado Río Rojo’, y Jack contestaba: ‘¡Muchas gracias!'». Y Hawks se reía con esa risa suya, silenciosa y regocijada, y le temblaban los hombros.

Y sin embargo, después de tantas retrospectivas, de una serie de libros serios dedicados a analizar sus películas, de que George Plimpton apareciera en la televisión nacional caracterizado como el «vaquero de papel» de un rodaje de Hawks, Hawks continuó siendo el gran incomprendido de los grandes directores del cine americano. Pero su trabajo constituye una de las filmografías más vívidas, variadas y aun así coherentes de la historia del cine; y también, irónicamente, una de las más americanas. Esto explica, quizá, por qué sus películas no han envejecido como tantas otras, como las mejores; Hawks tocó una fibra de la psique americana que pervivirá eternamente.
Los buenos directores, decían, eran como sus películas; en el caso de Hawks era cierto, desde luego; entenderle a él y a sus héroes pasa por comprehender la magnitud de su profesionalidad. En El sueño eterno, sabemos que Bogart ama a Bacall cuando le dice que es «fantástica»; los hombres de Hawks no eran precisamente expresivos; no, eran críticos o brutales; por ello resultan especialmente enternecedores cuando expresan sus sentimientos, por muy velados que los mantengan.

Desde que conocí a Hawks, pasaron dos o tres años antes de que empezara a intuir que no era desinterés lo que sentía por mí. Un día, en un rodaje suyo, cuando aún no había dirigido mi primera película y todavía me dedicaba a escribir artículos para revistas, me presentó a alguien con estas palabras: «De vez en cuando escribe algo bueno». Un Pulitzer, un premio Nobel o un Oscar no podrían haber causado mejor impresión. Después de ver mi primera película, un thriller, dedicó diez minutos a analizarla con una especie de objetividad desapasionada, tan atinada como irrebatible. Y al final dijo: «Pero la acción está bien, y eso es difícil». Viniendo de un incuestionable maestro de la acción, aquello era como recibir un título de nobleza. Su habilidad para emplazar la cámara en el lugar exacto para contar lo que pasaba se manifestaba siempre de forma tan imperceptible y natural que uno no se daba cuenta de que estaba siendo manipulado. Y luego, todo terminaba demasiado pronto; no era de los que se demoraban en las cosas. Una vez me dijo una cosa que siempre he procurado recordar en todas las películas que hago: «Corta el plano cuando haya movimiento; así el público no lo notará». Al poco del estreno de Grupo salvaje, la película de Sam Peckinpah, con su exceso de muertos y acción a cámara lenta, Hawks fue a ver la película para echar un vistazo a uno de los actores: «Joder», dijo, «yo podría matar y enterrar a diez hombres en el tiempo que necesita él para matar a uno».

A Howard Hawks no se le podía preguntar por su arte o maestría. «Haz películas que recauden dinero», decía. «Y sobre todo no empieces a interesarte por los mensajes». De la misma forma, en sus películas nunca se habla del significado de lo que hacen los personajes. «Te gusta correr riesgos», le dice un personaje a Bogart en El sueño eterno. «Para eso me pagan», contesta éste. Frente a un película de guerra como Sin novedad en el frente, que hoy parece desfasada, La escuadrilla del amanecer (una de Hawks estrenada en el mismo año, 1930), mantiene su vigencia (pese a la floja interpretación de Neil Hamilton) porque los personajes de Hawks no especulan con la crisis a la que se enfrenta la humanidad ni filosofan sobre la barbarie de la guerra; lo aceptan sin afectación, como un hecho de la vida, e intentan sobrellevarlo como mejor pueden. En 1929, el hermano menor y pariente más cercano de Hawks, Kenneth Hawks, también un joven valor de la dirección, murió en un accidente aéreo mientras dirigía la que era sólo su segunda película. Mientras los soldados de Sin novedad en el frente hablan de utopías, los pilotos de La escuadrilla del amanecer -la primera película que hizo Hawks después de la muerte de su hermano- hacen un brindis por «el próximo en morir». Cuando hablamos, Howard recordó íntegramente el poema del que proviene esta frase.

En este valiente fatalismo se encuadra la actitud típica de los personajes de las películas de Hawks respecto a un mundo incierto y peligroso: para sobrevivir hay que cerrar los ojos conscientemente a la tragedia. En Sólo los ángeles tienen alas, cuando muere un piloto que se llama Joe, la mujer que acaba de llegar expresa su pesar por su pérdida, pero los viejos amigos del difunto, los demás pilotos, le preguntan significativamente: «¿Quién es Joe?». El hijo mayor de Hawks resultó gravemente herido en un accidente de circulación cuando el director rodaba Río Rojo. John Wayne me contó que nunca pudo olvidar la imperturbable reacción de Hawks: siguió trabajando como si tal cosa. Yo estuve sentado detrás de él durante un calamitoso pase previo de una película suya, Peligro… Línea 7.000. El público silbaba, se reía cuando no debía, abandonaba la sala; Hawks permaneció allí sentado, viendo la película, con su hijo Gregg al lado. Cuando acabó el suplicio abandonó la sala y al día siguiente empezó a repetir tomas. Cuando murió su hermano Bill le llamé a Palm Springs; le dije que lo sentía. «Ya lo sé», dijo, con emoción. Y puso fin a la conversación.

En 1967 bajé a Palm Springs para filmar una entrevista con Howard Hawks para la BBC (se emitió con el título «The Great Professional»). Howard tenía una casa en Stevens Road, en Palm Springs, y cuando llegamos el equipo y yo, Hawks había decidido, por algún motivo, que teníamos que ir al desierto cercano, para que su hijo Gregg sacara unas imágenes de nosotros dos paseando en calesa. Gregg sólo tenía doce años, pero ya había ganado varias carreras de motociclismo. Cuando salimos de la ciudad (y mientras los técnicos preparaban el set), Howard propuso que Gregg me llevara a mí solo a dar una vuelta en moto por las dunas, creando así una situación típicamente hawksiana, con Gregg en el papel del niño precoz -como el pequeño George Winslow de Los caballeros las prefieren rubias, el personaje más sensato de la historia- y yo en el del profesor estirado (Grant) de La fiera de mi niña que persigue a un perro a gatas, o el experto pescador (Hudson) de Su juego favorito, que es pescado por un pez. Hawks interpretaría al héroe: John Wayne en una escena de comedia dramática. Howard tenía un sentido del humor perverso; uno de mis recuerdos favoritos de él es cuando recordaba, en ligero estado de embriaguez, algunos momentos de comedia física de sus películas.

O cuando me habló de un infortunado amigo que se había caído de un árbol y se había roto un brazo. Le divertían muchísimo esas cosas. ¿Me estaba preparando para la comedia hawksiana que iba a tener lugar a continuación?
Cuando no llevábamos ni cinco minutos saltando por las dunas, Gregg y yo nos quedamos atascados en la arena. Estuve una hora vagando por las dunas de Palm Springs, hasta que llegó Hawks en su motocicleta y nos rescató. Pero cuando se detuvo, antes de decirle que estaba todo bien, que Gregg estaba ahí arriba en algún lugar, durante una fracción de segundo vi en su cara una expresión de ansiedad e inquietud como nunca le había visto antes, aunque también mantuvo la serenidad: escuchara lo que escuchara, afrontaría la situación con perfecta elegancia. En su caso, la comedia y el drama solían ser intercambiables: decía que cuando leía una historia, primero intentaba comprobar si había lugar para una comedia; si no era así, hacía un drama: el que podríamos haber protagonizado fácilmente Gregg y yo.

En el caso de Hawks, como en el de sus personajes, siempre tenemos la innegable sensación de que tras una crisis o desastre se esconde alguna fuerza interior, alguna información privada que tienen los personajes sobre cómo son las cosas, o sobre cómo deberían ser. Rivette tenía razón: es algo relacionado con la nobleza, con el honor, aunque no está exento de ambigüedad. En El Dorado, un pistolero a sueldo (Christopher George) es presentado desde el principio como un hombre caracterizado por una cierta caballerosidad despiadada: cuando impide que sus hombres tiendan una emboscada a un pistolero rival, John Wayne, define el gesto como una «cortesía profesional». Pero desde el principio es evidente que aunque los dos sienten respeto e incluso afecto por el otro, si se convirtieran en adversarios, cumplirían con su deber sin dudarlo un segundo. Cuando llega el momento, Wayne derriba a Chris George de un disparo a bocajarro. «No me has dado opción», dice George, a lo que Wayne contesta: «Eres demasiado bueno para dejarte opción». George muere con una sonrisa irónica en la boca: el mejor premio para el mejor cumplido. Es el clímax de una idea que Hawks ya había expresado treinta y siete años atrás, en La escuadrilla del amanecer, cuando el piloto británico moribundo y el piloto alemán victorioso cambian saludos de respeto antes de que el avión del inglés inicie el descenso final.

Pero Ben Hecht también tenía razón: Hawks era un gran romántico. Sus películas están pobladas de héroes; hay pocos villanos, casi ningún cobarde. En un mundo dominado por el caos, el hombre debe salir adelante; si puede hacerlo con honor, mejor. El poema -de Edgar Allan Poe- del que proviene el título de El Dorado (Me lo dijo Hawks: «Era sólo una cosa que me sabía de memoria») habla de un caballero que se hace viejo buscando una legendaria tierra de oro; al final de su vida un espíritu le dice que quizá no la encuentre jamás:

Cabalga, cabalga audaz
contestó la sombra:
Si buscas El dorado

Howard y sus personajes lo sabían instintivamente; lo que importa no es alcanzar la meta, sino buscarla bien.
Una vez, en el rodaje de Río Lobo, Hawks hizo un anuncio, algo insólito en él. Él y yo llevábamos un rato hablando; luego el ayudante de dirección le dijo que podían empezar cuando quisiera. Howard se alejó de mí unos pasos, hacia los actores, se detuvo y elevó la voz como nunca le había visto hacer. Tenía las manos sobre los riñones, como solía, las piernas juntas, y entre frases sacaba el labio inferior en actitud reflexiva, porque Hawks nunca hablaba rápido; hablaba con serenidad, reflexión y parsimonia, lo más opuesto al ritmo de sus películas. «Si hay alguien aquí», dijo, «que reconozca algunas frases o situaciones; alguien a quien le suenen estas cosas…» hizo una pausa y, sin quitar las manos de las caderas, se giró lo justo para mirarme a los ojos y dijo: » ¡…espero que se calle le boca!». Wayne, que me conocía, entendió el chiste y se rió a carcajadas, porque también sabía que en realidad Hawks se estaba riendo de sí mismo: el director era famoso por utilizar frases y situaciones parecidas de una película a otra. Bogart y Bacall hicieron una escena en una película suya y cinco años después Cary Grant y Ann Sheridan interpretaron otra versión de la misma secuencia en una comedia de Hawks. Al cabo de doce años, John Wayne y Elsa Martinelli hicieron una nueva variación en una de aventuras del director.

En Río Lobo, la protagonista (Jennifer O’Neill) emplea un toque típicamente hawkisano -disparar un arma a través de un cajón o desde debajo de una mesa-: dispara a su adversario a través de la mesa en la que ambos están sentados. Howard había hecho aquello tan a menudo que ni siquiera se había molestado en sacar un plano de la mano de ella sacando la pistola del bolso antes de disparar. Cuando se lo comenté, Hawks sonrió y llamó a su productor asociado, Paul Helmick: «Paul, Peter quiere que filmes un plano de la pistola de Jennifer saliendo del bolso. Házselo, anda». Helmick me sonrió, asintió y se marchó a organizar la toma, que fue incluida en la película. Siempre recordaré cómo le divirtió a Howard aquel incidente.

En mi primera película, que Boris Karloff protagonizó a los setenta y nueve años, utilicé una escena de una película de Hawks, El código penal -se veía por televisión-, porque aparecía un joven Boris Karloff en un personaje amenazador. Boris me dijo que gracias a Hawks, aquél había sido su «primer papel importante», y esta frase fue incluida en la película. Mi personaje dice, hablando de Hawks en el filme: «Sabe contar historias», y Karloff improvisó: «Y que lo digas». En mi segundo largometraje, necesitaba una escena del Oeste que en la película se proyectaría en un cine de pueblo. Utilicé el comienzo de la expedición ganadera de Río Rojo, por su tono optimista y aventurero, en contraste con la miseria en la que han caído los texanos.

En mi tercer largometraje quise hace una comedia en la tradición de La fiera de mi niña, pero con una carrera a lo Buster Keaton. Bauticé al protagonista masculino con el nombre de Howard (Hawks), aunque la protagonista femenina le llamaba Steve. La segunda esposa de Howard (Slim Hawks) le llamaba Steve. Hawks utilizó este recurso en Tener y no tener, donde Bacall llama a Bogart «Steve», aunque se llama Harry (él la llama a ella «Slim», el nombre que Hawks daba a su mujer, quien más tarde se convirtió en «Slim»… señora de Leland Hayward). Le dije a Howard que había «fusilado algunas cosas» de La fiera de mi niña y le pedí que leyera el guión y me dijera qué le parecía. La verdad es que los dos habíamos utilizado la broma de la chaqueta rasgada y la premisa básica: que un profesor distraído (y a punto de casarse), empeñado en conseguir una donación para su fundación, es perseguido por una locuela excéntrica y enamorada que lo resucita después de estar a punto de acabar con él.

Cuando celebramos nuestro primer ensayo en un estudio de la Warner, apareció un ayudante de dirección y me dijo que tenia una llamada de Howard Hawks por el teléfono del plató. Los actores emitieron un exagerado sonido colectivo de admiración. Riendo me dirigí al teléfono, situado en medio del plató. Lo primero que dijo Hawks era que había leído el guión y que «lo del leopardo no lo has fusilado», uno de los personajes (dos personajes, en realidad) y recursos principales de La fiera de mi niña. Me eché a reír y dije que eso no podía fusilarlo: «Supongo que no», contestó. «Lo del dinosaurio tampoco lo has fusilado». Era otro recurso argumental y una broma que recorría toda la película. Me reí otra vez y dije que eso no podía fusilarlo, y dijo que no, con un poco de tristeza. «Bueno, no pasa nada. ¿Con qué actores estás trabajando?». Le dije que Barbra Streisand y Ryan O’Neal, que no eran Katherine Hepburn y Cary Grant, pero que… «Y tanto», me interrumpió. Me eché a reír. «Pero lo harán bien. Pero que no se pongan adorables». Le dije que no lo permitiría y le di las gracias. «Bueno, chico, buena suerte».

Ninguno de los dos habíamos mencionado el hecho -aunque ya habíamos hablado de ello una vez- de que La fiera de mi niña había sido un fracaso estrepitoso en su momento, de crítica y de público. Cuando la programamos una sola vez (en 16 mm) en el cine New Yorker, en enero de 1961, y al año siguiente en la retrospectiva del Museum of Modern Art, hacía veinte años que no se exhibía en los cines de Nueva York (ni de Estados Unidos): toda una generación. Fue esta nueva generación y la siguiente las que adoptaron la película hasta convertirla en un título de culto. Recuerdo que la vi por primera vez cuando yo tenía veintiún años y la película veintidós, con una sensación de descubrimiento que casi no he vuelto a sentir en mi vida de espectador: grité de risa, pero también de asombro: ¡qué habían hecho! La idea de que los miembros de la pareja romántica se dieran batacazos o hicieran payasadas era relativamente nueva en el cine: Hawks ya lo había hecho en La comedia de la vida, cinco años antes. El fracaso de La fiera puso un broche de oro a la comedia screwball de los años treinta. Hawks había definido otro género más.

Cuando ¿Qué me pasa, doctor? triunfó en casi todos los rinconces del mundo, Howard Hawks se sintió tan orgulloso como un padre espiritual (aunque la escena de la persecución, la más conocida de la película, estaba inspirada en Buster Keaton). Cuando Hawks bajó a Rio con ocasión de otra retrospectiva, hizo personalmente, para mí, algunas instantáneas de las fachadas de los cines que ponían la película en español. Declaró que la cinta «estaba inspirada en La fiera de mi niña» y la prensa lo tradujo como «un homenaje» a La fiera de mi niña, o «casi una nueva versión» de La fiera de mi niña (mi favorita fue la que dijo que era una parodia de Bringing Up Father, una popular viñeta cómica). Para Howard -que llevaba un par de años sin dirigir, y no volvió a hacerlo antes de morir cinco años después-, el éxito de ¿Qué me pasa, doctor? fue suyo también: la tradición de un tipo de comedia que él había creado, perpetuada y resucitada.

Muchas de las cosas que me dijo Howard siguen resonando en mi memoria, ahora y cada vez que ruedo una película. En 1965 me dijo, en el rodaje de El Dorado: «El espectador no conoce la geografía de un lugar a menos que tú se la enseñes. Si no se la enseñes, puede ser lo que tú quieras que sea». En otras palabras: una película es el mundo que uno crea. Y Hawks creaba mundos a su manera; era una cineasta asombrosamente moderno; su obra viaja con los tiempos, más que otras. Sabía penetrar en los arquetipos humanos, tenía un instinto casi impecable para percibir las contradicciones de la naturaleza humana en su forma mítica. También tenía un olfato casi infalible para detectar errores cinematográficos: me dio consejos fantásticos, que no siempre seguí, y lamenté no hacerlo.

Tuve mi último contacto con él seis meses antes de su muerte, causada por complicaciones de una lesión que sufrió al tropezar con su perro, una escena típica de comedia hawksiana, con resultado de muerte. Después de tres películas mías no muy exitosas, se supone que le dijo a un crítico y conocido mutuo que me diera recuerdos de su parte, añadiendo: «Dile que venga algún día a que le dé algunas lecciones más». Tenía razón, por supuesto, pero yo era muy joven, muy inseguro, y me tomé aquel comentario a un crítico como una especie de traición, olvidando la admonición de Mary Ford («No creas nada de lo que oigas») y también la personalidad de Hawks: el comentario era típico de él. Pero me sentí dolido y estuve varios meses sin llamarle -no sabía lo de su lesión ni sus problemas de salud-; murió cuando estaba a punto de volver a llamarle, en el año octogésimo primero de su existencia. Pero su fatalismo estoico abarcaba todas los posibilidades, y Hawks entendía la idiosincrasia de la juventud y de la edad. Cuando hablamos del conflicto entre el hombre joven y el hombre viejo, presente en algunas de sus películas, Hawks dijo que en la vida suelen ganar los jóvenes, aunque estén equivocados. Como diría Howard, las cosas son así.

En su funeral, intenté ceñirme al espíritu que había plasmado en sus películas -ese intentar ignorar la muerte-, centrándome sólo en el legado positivo que había dejado atrás. Pero John Wayne parecía muy afectado. Pronunció un breve elogio fúnebre. Después le di el pésame. «Ahora también se ha ido Howard», dijo, apesadumbrado, aludiendo tácitamente a la muerte de Ford, ocurrida cuatro años atrás. Pálido y abstraído, sacudió la cabeza con tristeza y se alejó de mí. Veinte años después de la muerte de Howard Hawks, todavía pienso en él a menudo, cito sus palabras con frecuencia, le echo de menos.

Peter Bogdanovich: director de cine, guionista y ensayista, Bogdanovich es hijo de inmigrantes que huyeron de los nazis: su padre era un pintor y pianista de origen serbio y su madre descendía de una rica familia judía de Austria. comenzó la carrera como actor en la década de los 50, estudiando con la legendaria maestra de la interpretación Stella Adler, al tiempo que aparecía en televisión y representaciones teatrales de estío. Bogdanovich recibió también la influencia de los críticos franceses de los 50 que escribían en «Cahiers du Cinema,» particularmente el crítico luego devenido director de cine Francois Truffaut, y escribió artículos para Esquire Magazine. En 1968, siguiendo el ejemplo de los críticos de «Cahiers du Cinema» como Truffaut, Jean Luc Godard, Claude Chabrol y Eric Rohmer, quienes habían creado la Nouvelle Vague haciendo sus propios filmes,, el mismo Bogdanovich se hizo director cinematográfico. Contado 32 años de edad, el joven Bogdanovich fue aclamado por los críticos cuando su film más célebre, La última película (The Last Picture Show, 1971), se estrenaba en 1971. El film recibió ocho nominaciones a los Oscars, entre ellos, el de Mejor director; Cloris Leachman y Ben Johnson ganaron los respectivos a Mejor actor y actriz secundarios. A esta célebre cinta, Bogdanovich siguió con dos grandes éxitos, ¿Qué me pasa doctor? (Whats Up Doc? 1972), y Luna de papel (Paper Moon, 1973), una comedia enmarcada en la época de la Depresión. Luego, Bogdanovich volvió a mirar a su primera actividad, la escritura, y escribió unas memorias de su idilio amoroso con la aspirante a actriz Dorothy Stratten, que resultó asesinada muy poco antes de que ambos fueran a casarse. «The Killing of the Unicorn: Dorothy Stratten (1960-1980)» se publicó en 1984. El libro fue una respuesta a Teresa Carpenter, quien había escrito el artículo «Death of a Playmate» para The Village Voice, ganando el Pulitzer de 1981. Ese artículo sirvió de base para el film de Bob Fosse Star 80 (Star 80, 1983), en el que Bogdanovich quedaba retratado a través del director ficticio Aram Nicholas. Su último film es «Historia de un Crimen» (2006). (NGV)