Después de tres meses, ayer volvió a sucederme. Yo estaba parado frente al periódico, a la espera de un carro, cuando desde una tambaleante y destartalada voladora, el cobrador, que colgaba de la puerta me voceó: «¡Calvo del diablooooooooo…!» Antes de que pudiera recordarle al deslenguado equilibrista el nombre de sus progenitores, ya el bus […]
Después de tres meses, ayer volvió a sucederme. Yo estaba parado frente al periódico, a la espera de un carro, cuando desde una tambaleante y destartalada voladora, el cobrador, que colgaba de la puerta me voceó: «¡Calvo del diablooooooooo…!»
Antes de que pudiera recordarle al deslenguado equilibrista el nombre de sus progenitores, ya el bus se alejaba por la San Martín y me quedé con los improperios en la boca, sin poder desahogarme, y con la indignación de haber sido agredido, así, sin motivo alguno, sin venir a calva… digo, a cuento.
Cinco minutos me llevó digerir el absurdo incidente, y reconocer que, efectivamente, me ha crecido la frente, y que semejante condición no es una ofensa.
La coletilla «…del diablo» en nada me afectaba aunque me seguía irritando que alguien se arrogara el derecho de entrometerse en mi vida y calvicie…así fuese una vez cada tres meses.
Sin embargo, me consta que soy un afortunado y que mi queja es casi gratuita porque no quiero ni imaginar qué habría sido de mi vida de ser mujer. No quiero ni pensar, así todavía conservara mi frondosa cabellera, lo que me supondría, como mujer, salir a la calle todos los días y empezar recibiendo, aún en el portal del edificio, la inquisidora mirada del portero, arriba y abajo, y sus comentarios entre dientes. Y, ya en la calle, padecer cada tres metros los habituales y rastreros comentarios de todos los perros de la ciudad, elogiando mi exuberante «salud», todos en fila, lo mismo por delante que por detrás, siempre con la lengua amartillada, lista para disparar obscenidades.
Y que en el carro público, después de ser virtualmente desnudada por cuatro de los cinco usuarios (el quinto era mujer) la contraparte en el asiento delantero, por aquello de mejor «acomodarnos», inocentemente me pase el brazo por detrás; y que al bajarme del carro, se desboquen al fin los contenidos ánimos y tenga que oir un soez y apretado inventario de varoniles intenciones; y que en el trabajo, el mensajero, primero que me ve llegar, prorrumpa en jubilosos cacareos, los mismos que voy a seguir oyendo mientras dejo el bolso en la silla de mi oficina, tomo asiento y desfilan frente a mí, ya sea silbando o jadeando o babeando, los compañeros de trabajo más desesperados, esos que siempre están en celo; y que el camarero de la cafetería pretenda cobrarse en especie el café con leche y termine echándome en cara mi inevitable engreimiento, mi insoportable altanería por rechazar tanta ventura; y que la vuelta a casa suponga una reedición, corregida y aumentada, de los mismos personajes con los mismos comentarios; y que haya quien no se conforme con las comunes y verbales agresiones, y aproveche la impunidad de su motocicleta para nalguearte mientras te adelanta; y que al llegar la noche, varios perros más tarde, y a punto de conciliar el sueño, suene el teléfono y otro más ladre su entusiasmo…y que ello ocurra todos los días del año, todos los años de mi vida.
Y yo, molesto, porque una vez cada tres meses me encuentre con un imbécil que censure mi desprovista cabeza desde la puerta de una desvencijada voladora en marcha.