Perder una guerra imprime carácter. Lo imprime incluso setenta y siete años después de pérdida, sobre todo cuando a la derrota bélica le siguen cuatro decenios de la dictadura fascista más longeva de Europa y tres de Monarquía Parlamentaria que, a pesar de constituir un sistema político nítidamente diferente del franquismo, amplió los sectores sociales […]
Perder una guerra imprime carácter. Lo imprime incluso setenta y siete años después de pérdida, sobre todo cuando a la derrota bélica le siguen cuatro decenios de la dictadura fascista más longeva de Europa y tres de Monarquía Parlamentaria que, a pesar de constituir un sistema político nítidamente diferente del franquismo, amplió los sectores sociales con acceso a las élites e incluyó en la comunidad política amplios grupos de población a cambio de impunidad para el periodo anterior y pervivencia de algunos de sus elementos identitarios y discursivos centrales. Conviene recordar que, si bien el mapa político no era transportable a la realidad actual ni hay correlato para la mayor parte de los actores de entonces, una constante se ha mantenido en el campo de la política antagonista, admitámoslo: hoy, como en la Guerra Civil, seguimos profundamente enfrentados, divididos y sectarizados.
Uno de los efectos de esta profunda sectarización, que estuvo parcialmente suspendida durante el fenómeno político del 15-M pero hemos ido recuperando en los últimos tiempos, es la sustitución automática de la discrepancia por el enfrentamiento y del análisis político por el impulso tribal. Así, entre quienes consideran que lo mejor que puede pasar en un determinado país de Oriente Medio es una cosa y quienes consideran que es otra, no surgen reflexiones, artículos, mesas redondas y debates sino alineaciones férreas de uno y otro lado, acusaciones falsas (nadie dijo jamás que quisiera una guerra en Siria), apelaciones al pasado de cada tradición política (escogida o imputada por los detractores) y, en definitiva, un remedo de debate futbolístico chusco de medianoche sin televisión y con redes sociales.
Sería menos grave si las redes sociales no se hubieran convertido, al menos desde el 15-M, en la posibilidad real de generar una esfera pública antagonista, más democratizada y participada que otros medios de comunicación desde la que se han incorporado al sentido común de masas discursos que eran, hasta hace bien poco, marginales. La(s) izquierda(s), tan críticas con la telebasura, nos hemos convertido en consumidores y fabricantes compulsivos de twitter-basura y Facebook-basura en los últimos tiempos. También nos hemos convertido en convocantes compulsivos de todo tipo de manifestaciones, concentraciones y otros eventos a los que ya no va mucha más gente que los que las convocan y que demandan a quien quiera sentirse parte del movimiento más de tres días a la semana de asistencia a movilizaciones además de las asambleas, reuniones y eventos varios de cada colectivo u organización. Por no hablar del retorno a una forma de lenguaje y acción política que, de nuevo, está más pensada para «iniciados» que quieren reforzar posiciones dentro de grupos pequeños y homogéneos que para construir hacia quienes padecen condiciones sociales que empeoran día a día pero no canalizan políticamente su desencanto. Sentirse parte de algo tiene que ser un proceso mucho más sencillo y menos costoso que todo eso si se quieren conquistar mayorías, no puede requerir de una inversión de atención, tiempo y esfuerzo tan enorme.
En mi opinión, este proceso de divorcio de la realidad y de deterioro absoluto del ambiente político entre gentes que piensan y actúan mucho más parecido entre ellos que respecto del resto de la sociedad, tiene que ver con razones de corto y largo alcance histórico. Las de corto alcance se resuelven rápido: el 15-M inauguró el ciclo de movilizaciones más denso de la historia reciente en España. En ese marco, todas las tendencias políticas tradicionalmente marginales (izquierda extraparlamentaria, movimientos sociales y sectores críticos de sindicatos e izquierdas parlamentarias) recibieron inputs positivos en forma de crecimiento en militantes, impacto en la opinión pública, etc… Y se provocó un fenómeno doble: de un lado, la legítima satisfacción y profundización del interés en crecer de cada organización, plataforma o sensibilidad; de otro, el convencimiento sincero, pero profundamente errado en todos los casos, de que el ciclo de movilizaciones traía causa del buen hacer, la persistencia, las propuestas o cualquier otro atributo puesto en valor por cada uno de los actores políticos que se atribuían sin excepción, de forma honesta pero equivocada, el éxito.
Esta última reacción se explica mejor comprendiendo tres características del campo político antagonista que son, a un tiempo, causa y efecto del largo transitar histórico de derrota en derrota. Estas son:
– La dificultad existencial aparejada al compromiso político de izquierdas en España desde tiempos inmemoriales. «Significarse» o «meterse en política» son vectores de rechazo social inmediato en una sociedad caracterizada por una profunda cultura del consenso. Se entiende que del consenso en torno a que los ricos sean cada vez más ricos.
– El refugio de la(s) izquierda(s) en la producción intelectual, derivada de una actitud cultural basada en la justificación teórico-analítica de lo razonable de argumentos que los hechos convierten sistemáticamente en perdedores de la contienda política y de un elemento estructural: durante años las universidades han sido uno de los principales caladeros de militantes políticos.
– La realidad de que, setenta y siete años atrás, en la retaguardia de los frentes de la guerra que perdimos quienes la lucharon y sus herederos políticos, la discrepancia convertida en enfrentamiento no se resolvía en muros de Facebook, sino de fusilamiento.
Esta última característica ha generado una cultura política, sostenida en el tiempo desde entonces, presidida por una desconfianza total derivada de posicionamientos referenciados en marcos del pasado, identidades fortísimas y núcleos estrechos de socialización política. Las dos anteriores, esclerotizadas y neurotizadas por la marginalidad, la sensación de derrota permanente y la necesidad, completamente comprensible desde el punto de vista psicológico, de autojustificación de la propia vida frente al vendaval de derrotas y represión, han derivado en posiciones políticas ancladas a referentes que ya no operan para el 99% de las personas (trotskismo/estalinismo o reforma/revolución, por ejemplo), pero son útiles para reforzar el compromiso y la posición dentro del propio grupo que sí se referencia en torno a estos elementos. También a una arrogancia intelectual tendente a la autocomplacencia cuando aparecen indicios de crecimiento (las reacciones de muchas organizaciones y grupos al 15-M son sintomáticas al respecto), a dar por sentado que análisis rigurosos y trabajados no pueden contraponerse a otros análisis igualmente válidos, convirtiendo el debate de ideas en confrontación moral entre traidores y fieles y no en potencia política derivada del razonamiento colectivo.
Estas razones históricas estructuran un contexto, una cultura política, que no ha de ser estática. No hay ninguna razón para que estas actitudes tengan que ser así para siempre pero necesitamos, para cambiar las cosas, cambiarlas radicalmente. Hay dos razones fundamentales que, a mi juicio, invitan a la reflexión profunda y la acción consecuente: la primera, que tenemos una experiencia reciente en la que la superación de algunos de los problemas enunciados trajo consigo un ciclo de movilizaciones exitoso en muchos aspectos por primera vez en tiempos recientes; la segunda es que vivimos una coyuntura histórica excepcional, un momento que va a marcar el devenir de los próximos decenios y no va a estar abierta permanentemente, conviene, además de enunciarlo, asumir que esto es así con los hechos.
Algunos de los problemas que hoy nos bloquean traen causa de un conflicto armado en el que, mientras el fascismo avanzaba por el frente del Ebro, las izquierdas se mataban en la retaguardia en el Edificio Telefónica de Barcelona. Hoy, afortunadamente, no somos los mismos de entonces ni estamos condenados a repetir la historia como farsa de aquella tragedia, pero necesitamos defender la posibilidad de un mundo en el que los jóvenes tengan futuro, los trabajadores trabajo, los ancianos pensiones, la ciudadanía derechos y las hipotecas no maten. Es evidente que no basta con un cambio de actitud para hacerlo, pero nos ayudaría comprender que el enemigo no está en la trinchera de al lado, sino en la de enfrente.
Notas
[1] Por ser un artículo especialmente pegado al desempeño político y el clima actual, ha pasado por algunas manos antes de ser publicado. Agradezco mucho su lectura y sus comentarios a Fran Verdes, Antonio Márquez, Ángela Vázquez, Jorge Sola, Jorge Moruno, Raimundo Viejo, Jónatham Moriche, Marina Díaz y a mi padre, aunque toda la responsabilidad sobre los errores y las opiniones vertidas aquí son responsabilidad exclusiva del autor.
Fuente original: http://www.grundmagazine.org/2013/cambiar-de-actitud-para-cambiar-las-cosas/