Sabemos que Marx y Engels detestaban la codicia y la hipocresía propias de las costumbres burguesas. También se sabe que las consideraban un hecho necesario, una circunstancia que no podía atribuirse moralmente a un solo individuo. En el prefacio de la primera edición de El Capital esto es muy claro. «Yo no pinto las figuras del capitalista y el terrateniente en una luz de color de rosa en absoluto», admite Marx. Pero luego precisa: «Aquí se trata de personas sólo en la medida en que son la personificación de categorías económicas, la encarnación de ciertas relaciones y ciertos intereses de clase».
En otras palabras, desde el punto de vista «que concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso de la historia natural» (el punto de vista de El Capital), no tenía sentido «hacer responsable al individuo de las relaciones de las quales socialmente es producto».
Esta advertencia sirvió para subrayar el carácter científico del análisis al que el autor había sometido los mecanismos económicos de la sociedad contemporánea. Además, al lector no se le escatimó detalles sobre las atrocidades del modo de producción capitalista, nacido de la conquista, el sometimiento, el robo y alimentado todos los días por la despiadada tendencia a maximizar las ganancias a costa de la vida y la salud de los trabajadores.
El carácter científico de El Capital no restó valor al hecho de que, en la lucha de clases, los capitalistas y sus representantes políticos se convirtieron en enemigos: adversarios a batir e, inevitablemente, a despreciar. En este contexto, los sentimientos, las creencias y los ideales emergieron claramente en primer plano.
No por casualidad, al criticar en 1879 a algunos intelectuales que se habían adherido a la joven socialdemocracia alemana, y que llamaban a la moderación frente a las leyes antisocialistas promulgadas por Bismarck un año antes, Marx y Engels escribieron: «Cuando llegan al movimiento proletario tales elementos procedentes de otras clases, la primera condición que se les debe exigir es que no traigan resabios de prejuicios burgueses, pequeñoburgueses, etc., y que asimilen sin reservas el enfoque proletario”.
Los fundadores del socialismo científico estaban muy interesados en lo que, en el mismo texto, llamaron la «determinación proletaria». Era una «determinación” que, visto más de cerca, tenía sus raíces en el comunismo «rudo» que Marx encontró muy pronto en el París de la década de 1940. La aspereza, como sabemos, tuvo que ser superada. Pero no la búsqueda de la unidad, el altruismo, la abnegación total por la causa común.
Marx no había escapado al elemento de civilización superior que el movimiento proletario llevaba dentro de sí mismo, incluso en sus albores. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 se describen las reuniones de los obreros franceses con una admiración que aún hoy nos hace reflexionar: «La fraternidad de los hombres no es para ellos una frase, sino una verdad, y la nobleza del hombre brilla en los rostros endurecidos por el trabajo”.
La codicia y la hipocresía. Individualismo y competitividad. Todo esto, en la Ideología alemana, se encierra en dos fuertes metáforas: high Scheiße y high Dreck, «vieja mierda» y «vieja inmundicia». Para que no vuelva la “vieja mierda”, dicen Marx y Engels, el comunismo debe surgir en condiciones que eviten la generalización de la miseria, a partir de la cual se reproduciría la necesidad y por ende el conflicto por lo necesario.
Por otro lado, escriben más adelante, “la revolución no es necesaria sólo porque la clase dominante no puede ser derrocada de otra manera, sino también porque la clase que la derroca sólo puede triunfar en una revolución deshaciéndose de todas las viejas inmundicias y llegar a ser capaces de fundar la sociedad sobre nuevos cimientos”.
Se necesitan presupuestos objetivos y un movimiento práctico. En el plano de la historia universal, es más o menos lo mismo. En el nivel de la historia concreta, los dos elementos producen una dialéctica complicada, que ha resultado agotadora y, en muchos sentidos, dramática.
Tomemos a Lenin. Tiene claro que la transformación social impulsada por los bolcheviques se da en condiciones de atraso y cerco imperialista. Por lo tanto, se burla de todo utopismo. Se ríe de la idea «de poder construir una sociedad comunista con las manos limpias de comunistas puros, que deben nacer y educarse en una sociedad comunista pura». Son «cuentos de niños», exclamaba en 1919. «Hay que construir el comunismo con los escombros del capitalismo -dijo en el octavo congreso del partido- y sólo una clase templada en la lucha contra el capitalismo puede hacerlo».
Hablando de moral y ética, Lenin era muy seco. De joven, en 1894, había compartido provocativamente el juicio de Werner Sombart, según el cual «en el marxismo mismo, de principio a fin, no hay ni una pizca de ética».
Como hombre maduro, como líder de una revolución en curso, hablando a los jóvenes en 1920, reiteró el mismo concepto en otras palabras: “Nuestra ética está totalmente subordinada a los intereses de la lucha de clases del proletariado. Nuestra ética brota de los intereses de la lucha de clases del proletariado”.
Aquí dejaremos de lado las trágicas implicaciones que esta ética de la lucha de clases conlleva inevitablemente para la conciencia individual. El Lukács premarxista ya lo trató en bellísimos y fascinantes ensayos. Y El Che se pronunció definitivamente al respecto, subrayando por un lado “que el verdadero revolucionario se guía por grandes sentimientos de amor”, y recordando por otro que la misma presencia del amor en el kit humano del comunista se convierte en fuente de “Uno de los mayores dramas del dirigente, que debe combinar un espíritu apasionado con una mente fría, y debe saber tomar las decisiones más dolorosas sin que se le contraiga un solo músculo».
Pero el punto que nos interesa es otro. Eso, para volver a la Ideología alemana, de la «transformación masiva» de hombres y mujeres implícita en la revolución. ¿Cómo continúa este proceso indispensable después de la toma del poder? ¿Cómo puede alimentarse y fortalecerse en la difícil construcción de una nueva sociedad, asediada por las penurias económicas y por tanto por la reactivación en cierto sentido necesaria de las costumbres individualistas y competitivas propias del capitalismo?
Hipocresía, corrupción, apego al cargo, prestigio, privilegio: qué persistente es la «vieja mierda». Movilizar y transformar el pueblo. Movilizarse y transformarse junto al pueblo y aprender del pueblo que, al final, se compone de mujeres y hombres concretos, hechos de experiencia, de sabiduría cotidiana, de un elemento superior de civilización depositado en las tradiciones de fraternidad generadas por la vida y el trabajo. Detrás tenemos a Lenin con su realismo, tenemos a Mao Tse-Tung con su revolución cultural (¡no lo olvidemos!), tenemos al Che y a Fidel con sus llamados al orgullo y a la abnegación. Siempre y en todo caso encontramos la misma enseñanza: la ética más fuerte y robusta brota del comportamiento colectivo, y en particular de la lucha. El orgullo del proletariado es cambiar el mundo y, de esta manera, cambiarse a sí mismo. De poco sirve la retórica de los valores. Parece útil en el momento. Pero luego nos apuñala por la espalda.
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