De forma general, tanto en los análisis académicos como en prensa, suele imperar la explicación de los hechos económicos como entes aislados de la realidad histórica, política y social, lo que limita en buena medida el poder explicativo de la realidad. Así pues, para entender el momento que vivimos actualmente, hay que tener en cuenta […]
De forma general, tanto en los análisis académicos como en prensa, suele imperar la explicación de los hechos económicos como entes aislados de la realidad histórica, política y social, lo que limita en buena medida el poder explicativo de la realidad. Así pues, para entender el momento que vivimos actualmente, hay que tener en cuenta que han pasado ya casi nueve años desde el inicio de la crisis económica mundial en EE.UU., la cual no tiene parangón desde la Gran Depresión de los años treinta, algo que de forma intuitiva ya nos da a entender que vivimos un momento histórico en mayúsculas.
En relación con esto, si atendemos a las tesis del fallecido Giovanni Arrighi en su obra maestra El largo siglo XX, publicada en 1994, desde hace unos quinientos años el sistema (sistema-mundo o economía-mundo dirían él e Immanuel Wallerstein) en el que vivimos alterna ciclos sistémicos de acumulación, esto es, ciclos económicos dirigidos por una potencia hegemónica. En dichos ciclos, existen dos etapas, una inicial de expansión material y una final de expansión financiera. La primera se centra fundamentalmente en la inversión en la esfera productiva, en la que se crea la riqueza realmente existente. Esta etapa llega a sus límites en el momento en el que el capital acumulado no se pude reinvertir con una rentabilidad suficiente, esto es, cuando nos encontramos ante una crisis de sobreacumulación. En ese contexto, el capital, que se caracteriza fundamentalmente por perseguir siempre espacios de rentabilidad, se canaliza hacia los canales financieros, dando lugar a una enorme expansión de los mismos. Como hemos afirmado, la riqueza realmente existente se crea en el ámbito productivo, por lo que la esfera financiera está intrínsecamente relacionada con la productiva y cualquier deslindamiento entre ambas tiene que ser necesariamente temporal. De este modo, las etapas de expansión financiera suelen ser mucho más caóticas, inestables y con recesiones recurrentes.
Asimismo, todo ciclo sistémico de acumulación está enmarcado en una estructura hegemónica, esto es, una determinada correlación de fuerzas congelada en una amalgama de instituciones, una determinada cultura y una forma de ver el mundo que impera y dirige a la sociedad en una dirección determinada, todo ello bajo la batuta de una potencia que actúa como hegemón. Aquí, la hegemonía se entiende del mismo modo que la entendía el filósofo sardo Antonio Gramsci, es decir, esta sería el poder adicional del que goza un bloque dominante para hacer pasar su propio interés particular por el interés universal de la sociedad. En este sentido, siguiendo el hilo argumental del párrafo anterior, la decadencia de las hegemonías está relacionada con las etapas de expansión financiera, en la que se alcanzan los límites de poder geoeconómicos y geopolíticos, aunque también culturales e ideológicos.
De este modo, haciendo una simple incorporación de estos esquemas al momento actual, desde el fin de la II Guerra Mundial entramos en el ciclo sistémico de acumulación estadounidense, cuya estructura hegemónica estaba asociada a las instituciones de Bretton Woods y las alianzas clave de Alemania y Japón como potencias regionales. Después de varias décadas de expansión material, en los años setenta entramos en una etapa de transición que se caracterizó fundamentalmente por la ruptura del patrón oro-dólar que imperaba en el sistema monetario internacional desde los inicios de dicha hegemonía. Así, durante dicha década, se gestaban las bases de la expansión financiera que se viviría a partir de los años ochenta. Esta nueva expansión se cimentaba en tres pilares: El primero, era la libre flotación del dólar, que proporcionaba a EE.UU. un poder adicional que le permitía evitar restricciones macroeconómicas tales como el déficit público o el déficit en la balanza por cuenta corriente. El segundo, las políticas neoliberales caracterizadas por los ajustes salariales, el control estricto de la inflación y del gasto público, así como por la privatización del sector público y la liberalización de los sectores comerciales y financieros. El tercer pilar es la financiarización de la economía, que venía empujada por los dos elementos anteriores y que facilitaba una vía de escape a la crisis de la expansión material.
En consecuencia, en las últimas tres décadas hemos vivido una expansión de los canales financieros de la economía, hecho se puede constatar simplemente atendiendo a varios datos. Por ejemplo, atendiendo a la economía estadounidense, si el crédito al sector privado como porcentaje del PIB representaba un 87 % en 1970, en el año 2007 significaba el 20 6% del PIB; la capitalización bursátil pasó de un 41 % del PIB en 1975 a un 137 % en 2007; la participación en los beneficios totales del sector financiero pasó del 20% al 40 % entre la década de los ochenta y la de los dos mil. A nivel mundial, los activos financieros (sin incluir los derivados) crecieron anualmente más del doble de la inversión no financiera o del PIB per cápita entre 1982 y el 2004. En este contexto, en los países de la OCDE, la deuda de las familias aumentaba mientras la participación de los salarios en el PIB cayó 10 puntos entre la década de los ochenta y la de los dos mil. En efecto, todos los sectores de la economía estaban directa o indirectamente afectados por la progresiva financiarización de la economía.
Por consiguiente, en el año 2007 la expansión financiera alcanza sus límites y da comienzo la crisis económica más grande desde la acontecida en la década de los treinta del siglo XX. Dicha crisis pone patas arriba las contradicciones que asumió la potencia hegemónica durante los últimos treinta años, además de acelerar la crisis de legitimidad que se venía labrando desde la invasión de Irak a principios de la primera década del siglo XXI. A su vez, durante los últimos años, en el panorama internacional se labró el desarrollo de varios actores de peso, fundamentalmente India, China y Rusia. Estos dos últimos aprovecharon las rendijas que empezaba a mostrar la hegemonía estadounidense para imponerse como actores determinantes de la geopolítica mundial. En este sentido, todas estas contradicciones pusieron de manifiesto que las estructuras hegemónicas levantadas en la década de los cuarenta ya no se correspondían con la correlación de fuerzas actual y, además, no permitían una base sólida para retomar una expansión económica. En consecuencia, la crisis no sólo es económica o financiera, sino que, ante todo, es una crisis de hegemonía. Así pues, la alianza entre China y Rusia ha supuesto la formación de un bloque contrahegemónico, que ya ha empezado a impugnar la estructura hegemónica estadounidense. En esta línea, la creación del BAII, la Nueva Ruta de la Seda o el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, son instituciones que giran en torno a China y pretenden formar una alternativa al Banco Mundial o al FMI, que pueda atender en mayor medida los intereses de estos países. En contraposición, las autoridades estadounidenses han comenzado una contraofensiva a sabiendas de lo que significa el peligro de China y Rusia, principalmente afianzando sus lazos con los aliados clásicos. La nueva estrategia estadounidense se materializa en impulsar acuerdos como el TTIP o el TTP, tratados de libre comercio que por un lado intentan acelerar las características del ciclo 1980-2007 y por otro pretenden afianzar las alianzas en el Pacífico y en Europa, como freno a la expansión de la influencia china.
Además, en el ámbito geopolítico, no podríamos entender conflictos como el de la guerra de Ucrania y, sobre todo, el de Medio Oriente sin atender a lo descrito en los párrafos anteriores. En esta batalla por cambiar la correlación de fuerzas, el control de los recursos energéticos, tanto las fuentes como las zonas de tránsito, resulta fundamental. Así, Oriente Medio es la zona con las mayores reservas de petróleo del mundo, por lo que, en la guerra fría que viven Irán y Arabia Saudí, las potencias mundiales tienen que realzar sus alianzas para afianzar sus intereses en la región. No obstante, Estados Unidos está desplazando su mirada hacia el Pacífico, intentando crear alianzas y dispositivos militares que frenen la expansión de China en la región (un ejemplo claro es la última visita de Obama a Vietnam). En medio de esta disputa, una de las claves del poder de Estados Unidos sigue siendo el dólar. Esta moneda sigue siendo el centro del sistema monetario internacional, mediante la que se realizan la mayor parte de los intercambios comerciales en el mundo, por lo que todos los países están obligados a tener reservas de esta divisa para participar en los intercambios comerciales. Además, de forma paradójica, las crisis financieras en EE.UU. refuerzan el dólar como valor de refugio, ya que en momentos de tensión los capitales huyen hacia esta divisa y hacia los valores del Tesoro de Estados Unidos dada su liquidez. El ejemplo paradigmático es el de China, el mayor tenedor de dólares y de valores del Tesoro estadounidenses, que afianza y apuntala el sistema financiero internacional. Así, a diferencia de cualquier país, Estados Unidos no tiene que preocuparse de tener reservas de divisas o de controlar el déficit público o por cuenta corriente, ya que posee la emisión de la moneda central en el sistema monetario internacional. Teniendo en cuenta la importancia del dólar para EE.UU. y los problemas que genera en el resto de países, cualquier potencia que quiera hacer frente al poder estadounidense debe empezar por debilitar el poder del dólar. En esta línea, la clave del poder de dicha divisa es su aceptación y su posterior circulación, por lo que para que ambos aspectos se debiliten es necesaria una alternativa. En esta línea, en su día, tanto Sadam Hussein como Gadafi valoraron la idea de comercializar el petróleo en euros, aunque ninguna de las dos iniciativas, como sabemos, acabó en buen puerto. En la actualidad, China y Rusia empiezan a tejer canales que permitan comerciar entre ellos en sus propias monedas, algo que se puede acelerar en instituciones como el BAII o el NBD. Sin embargo, por el momento estas iniciativas están lejos de ser una alternativa al dólar, por lo menos en un periodo de corto plazo.
Por lo tanto, vivimos en un momento histórico en el que las viejas estructuras hegemónicas levantadas en Bretton Woods no permiten un liderazgo firme y consensual ni una base sólida para asegurar un relanzamiento del ciclo económico. Así, las características que representaron el último ciclo económico (1980-2007) siguen siendo las mismas en la actualidad y los problemas de deuda privada y pública, de débil inversión así como de reducida rentabilidad siguen acuciando incluso en mayor medida que al comienzo de la crisis. Mientras tanto, China y Rusia emergen como actores de peso que reclaman una reconfiguración del orden mundial, aunque por el momento no existe una alternativa fuerte a la vieja estructura. Con este contexto, no cabe duda de que vivimos una etapa de lo que Giovanni Arrighi llamaba caos sistémico, en el que el viejo mundo no acaba de morir y el nuevo no acaba de nacer.
En los próximos años, seguramente décadas, veremos una intensa pugna entre las principales potencias para ejercer una mayor influencia en la creación del edificio que represente el nuevo orden mundial. Históricamente, la pugna llevada a cabo en etapas de caos sistémico siempre derivaba en una guerra a escala mundial (las últimas fueron la I y II guerras mundiales). Este hecho nos hacer pensar en una nueva guerra a gran escala que resuelva la pugna llevada a cabo en este caos sistémico. La construcción del nuevo orden hegemónico está en disputa.
Juan Vázquez Rojo, diplomado y graduado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Coruña.
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