Quien se asome al mundo sin orejeras dogmáticas habrá de coincidir en que por primera vez en la historia moderna tres mayúsculas crisis -financiera, energética, alimentaria- están combinándose para, multiplicadas cual pelota de nieve cuesta abajo, «agravar de modo exponencial el deterioro de la economía real. El año 2009 bien podría parecerse a aquel «nefasto […]
Quien se asome al mundo sin orejeras dogmáticas habrá de coincidir en que por primera vez en la historia moderna tres mayúsculas crisis -financiera, energética, alimentaria- están combinándose para, multiplicadas cual pelota de nieve cuesta abajo, «agravar de modo exponencial el deterioro de la economía real. El año 2009 bien podría parecerse a aquel «nefasto 1929», nos alerta Ignacio Ramonet, en clara alusión a un crack cuya mera existencia quisieran olvidar los heraldos del capitalismo como fin de la historia, como régimen apoltronado por los siglos de los siglos en la cima de la humana civilización.
Al lector desavisado recordemos que, en primer lugar, continúa agudizándose la crisis financiera, que comenzó en los Estados Unidos, en agosto de 2007, con la morosidad de las hipotecas de mala calidad (subprime), y que ahora se extiende por todo el orbe. «A los descalabros de prestigiosos bancos estadounidenses, como Bear Steams, Merrill Lynch y el gigante Citigroup, se ha sumado el desastre reciente de Lehman Brothers, cuarta banca de negocios que ha anunciado, el pasado 9 de junio, una pérdida de mil 700 millones de euros».
Cada día se difunden noticias sobre nuevos quebrantos en los bancos. Conforme a nuestra fuente, «hasta ahora, las entidades más afectadas han reconocido pérdidas de casi 250 mil millones de euros. Y el Fondo Monetario Internacional estima que, para salir del desastre, el sistema necesitará unos 610 mil millones de euros (o sea, el equivalente de ¡dos veces el presupuesto de Francia!)».
Pero la lista de entuertos resultaría demasiado magra de quedar aquí. De la esfera financiera la crisis se ha trasladado al conjunto de la actividad económica. La economía de los países desarrollados se ha enfriado y los Estados Unidos se encuentran al borde de la recesión, si ya no están sumidos en ella. Como parte del caos ¿incipiente?, el precio de los alimentos luce empeñado en tocar la comba celeste, ya tocada por el de los combustibles, sobre todo el del petróleo, que amenaza con llegar a 200 dólares el barril, y a 400, de estallar la anunciada guerra contra Irán.
Ahora, si atendemos a lúcidos especialistas, entre ellos el cubano Osvaldo Martínez, nos percataremos de que hechos tales el encarecimiento -hasta 300 por ciento- de los alimentos no responden en primer término al colapso de la producción mundial, ni a los cambios climáticos. Incluso, ni a la fabricación de biocombustibles, que por el momento explicaría solo el diez por ciento de la subida.
Ocurre que, tras el estallido de la «burbuja informática», en 2001, y la crisis del sector inmobiliario, 2007, los capitales andan desalados en la búsqueda de «valores refugio», de nuevas esferas donde especular. Y una de estas es la alimentaria. La venta, varias veces, de cosechas que aún no existen supone el principal disparador de los precios. Así que el neoliberalismo es la razón principal de la «sinrazón» presente. Neoliberalismo que, amén de su presencia gravosa en el sector financiero y en el alimentario, se enseñorea también en el del petróleo, cuya oferta no es tan menguada como para determinar los actuales precios.
Y esto lo aseveran los más preclaros observadores, para los que las conocidas medidas anticrisis no pasan de armas melladas. Porque la inyección de liquidez viene a dar vida a la inflación, la disminución de impuestos a los más ricos otorga alas a la especulación y al consumismo, la rebaja de las tasas de interés supone una mayor caída del dólar…
Si en la primera mitad del siglo XX fue posible resolver la crisis, gracias al surgimiento de la concepción económica nombrada keynesianismo y a la reconstrucción de las fuerzas productivas luego de la Segunda Guerra Mundial, no devienen precisamente factibles las ideas de Keynes, con su inherente regulación, cuando el capital especulativo campea por sus respetos. Y por supuesto que el recurso de una conflagración mundial no representa una posibilidad real, al menos «racional», habida cuenta la magnitud de las armas de exterminio masivo.
No en vano Martínez ha pintado la situación con tonos «terrosos». Y es que paliativos como la ingente capacidad de producción instalada en Asia, para consumir en USA y Europa, hacen temer una (otra) crisis de superproducción. Crisis a la que, asegura el experto, se adiciona una de subproducción, de alimentos, agua, tierras fértiles, aire limpio, y una de subconsumo.
Claro, esta situación, debieran saber todos los revolucionarios de este cabrón mundo ancho y ajeno, no llevará a la caída automática del sistema que convierte al hombre en lobo de sus congéneres. Porque «el capitalismo siempre encontrará un modo de adaptarse, con un costo social terrible». Un modo de sobrevivir en las más procelosas aguas. Y seguirá sobreviviendo, sobre las espaldas de una humanidad doliente, a contrapelo de la crisis global, si los iniciados en el secreto de la debacle se lo permiten. Si no nos concertamos para derribarlo.