Debo a Érika Arteaga, médica salubrista, la utilización del término emaciación para tratar de entender las formas que asume el capitalismo global en esta nueva fase de dominación. El concepto, de origen médico, se refiere al proceso de debilitamiento de un organismo a causa de deficiencias intrínsecas agravadas por factores externos. Un niño mal alimentado, que se ve afectado por una enfermedad infecciosa, ingresa en una espiral de pérdida de peso y energía que puede terminar en su muerte.
En el caso de los países o de las sociedades empobrecidas ocurre algo similar. A las deficiencias estructurales como la pobreza y la exclusión, el capitalismo añade factores como la depredación ambiental, la comercialización de la vida, la alienación consumista o la violencia criminal que terminan por debilitar aún más los tejidos sociales comunitarios. Esto es particularmente visible en el mundo indígena.
Hoy asistimos a una forma de capitalismo que se asemeja a un agente infeccioso: permea sutilmente las estructuras sociales, económicas y culturales de nuestra sociedad. Su nueva estrategia de expansión establece como condición previa el ablandamiento de la resistencia social. Ya no caben invasiones, guerras indirectas, golpes de Estado sangrientos, asesinatos selectivos de líderes políticos ni campañas de fanatización ideológica. Ahora toca edulcorar el brebaje. La mimetización es la clave: en América Latina el capitalismo transnacional se enfundó el disfraz del progresismo.
El concepto de emaciación puede ser más pertinente que el de desposesión para entender los mecanismos de control que ejerce el capitalismo sobre la sociedad. No solo sobre los territorios. Es más fácil apropiarse de los recursos frente a un cuerpo social vulnerable o fragmentado que frente a uno que se resiste.
Casos hay varios. En las últimas dos décadas la apropiación de la riqueza por parte de las grandes corporaciones internacionales, así como de los grupos monopólicos internos, operó con mayor eficacia en países como el Ecuador que en países con gobiernos abiertamente neoliberales o de derecha. Aquí, los conflictos sociales fueron hábilmente neutralizados. No desaparecieron, es cierto, pero jamás alcanzaron la misma dimensión que en el Perú, por citar un ejemplo cercano. En ese país la imposición de la minería en determinadas zonas se saldó con decenas de muertos.
No obstante, hay que admitir que al final, y en ambos escenarios, los resultados terminan siendo similares: los procesos de acumulación capitalista están garantizados. La diferencia radica en que en nuestro país la expoliación de recursos naturales se dio con la venia de grupos supuestamente de izquierda y de organizaciones sociales cooptadas por el gobierno. Todo adobado con la muletilla de la soberanía nacional y la lucha contra el imperialismo.
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