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En la lucha final

Capitalismo, violencia ritual e ideología

Fuentes: Rebelión

[capítulo de Slavoj Zizek et al., Arte, ideología y capitalismo, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2008]

La violencia no redimida por la astucia de la razón está mucho menos presente en la cultura popular contemporánea de lo que sugieren tanto la agresividad del higienismo pedagógico postmoderno como su correlato, la omnipresente casquería hollywoodiense. Ambos guardan una relación remota con un tipo de violencia antropológica que constituye un elemento esencial de nuestro acervo cultural al menos hasta Rabelais, por no hablar de su perseverancia en cuarteles militares, estadios de fútbol, autopistas y mercados financieros. Aquiles quemando en la pira funeraria de Patroclo a doce prisioneros troyanos y Eneas cubierto por la sangre de sus enemigos no son más que casos ilustres de la guerra entendida como asesinato ritual. No es casual que una de las pocas obras modernas que recogen la imbricación positiva del salvajismo más brutal en la vida social sea Vámonos con Pancho Villa -la novela de Rafael F. Muñoz, no la película-, una oda al culto a la personalidad en las comunidades campesinas mexicanas, en la que la ultraviolencia irracional que Villa dirige contra sus propios seguidores es un componente crucial de la lealtad familiar que despierta en ellos. Esta forma de violencia pegajosa constituye también el ingrediente esencial de la nueva pesadilla ideológica de Occidente: un magma holístico arabizante supuestamente incapaz de diferenciar entre cultura, religión y política -por citar la caracterización a la que recurren obsesivamente los analistas del mundo islámico-, cuya cara benigna nos muestra National Geographic mientras la CNN explota su vertiente fanática. En el mejor de los casos, su sevicia se debe a un problema de inconmensurabilidad cultural, como ocurre con los alienígenas inconsciente y disparatadamente crueles de La voz de los muertos, la novela de Orson Scott Card. En el peor y más habitual, se atribuye a alguna clase de defecto cultural congénito.

Hoy, como siempre, casi nadie ve nada de malo en una buena carnicería humana mientras se dé alguna de las siguientes condiciones. En primer lugar, muy hegelianamente aún, la mediación tecnológica. La decapitación de un rehén a manos de Al-Qaeda es una snuff movie en YouTube, el degollamiento de un enemigo por un miembro de las fuerzas especiales dotado de gafas de visión nocturna -ese infalible detergente moral-, una superproducción apta para todos los públicos. En segundo lugar, la violencia puede formar parte de un paisaje íntimo, de algún conflicto interior con tufillo vienés. Los terroristas lograrán sus objetivos o no, pero lo importante es si Jack Bauer, el sádico héroe de la serie 24, se echa novia y se reconcilia con su hija. En El patriota, Mel Gibson -cuyo inicial rechazo de la violencia, por cierto, tiene su origen en un episodio traumático de violencia ritual- sólo inicia su escabechina cuando los ingleses atacan a su familia. De modo aún más explícito, la auténtica victoria de Maximus en Gladiator consiste en desbaratar la violencia etnológica del Coliseo mediante una sabia combinación del tipo de empatía espectacular a la que nos ha acostumbrado la televisión y esa idealización de las habilidades militares de la que abusan tanto las películas bélicas como la publicidad institucional del ejército. En definitiva, como rezaba el subtítulo de la tercera parte de La jungla de cristal: «Ahora es personal». En la cultura de masas contemporánea la mezcla de cualquier clase de textura comunitaria y violencia resulta insoportable. La versión cinematográfica de La delgada línea roja se ve obligada a convertir en una sanguinolenta experiencia new age lo que en la novela de James Jones es un maelstrom de testosterona y competitividad. Algo que resulta evidente si se lee como parte de la serie que completan De aquí a la eternidad y Silbido (un alucinante ensayo sobre el sexo oral disfrazado de novela bélica crepuscular). En ellas se explora la guerra como un prolongado rito de paso en el que adolescentes reales o sobrevenidos pelean a muerte por una gloria ridículamente fatua.

De Warriors a El club de la lucha

Resulta llamativo que, no hace mucho, elementos similares daban lugar a condiciones de aceptabilidad de la violencia bien distintas. En Historia de los bombardeos, Sven Lindqvist ha recopilado una amplia muestra de la intensa expresión en la literatura popular de las justificaciones ideológicas de los genocidios coloniales que marcaron los albores del siglo XX. La invención del bombardeo aéreo, que al fin permitió exterminar a miles de personas con toda comodidad, alimentó morbosas fantasías acerca de invasiones asiáticas y africanas de proporciones sísmicas que contaminarían la civilización occidental con repugnantes miasmas antropológicos. En la lucha de la sociedad civil de trabajadores de cuello blanco contra la turbamulta primitiva, incluso escritores de izquierdas como Jack London tomaron partido con entusiasmo por el exterminio masivo. El acto postrero de esta tragicomedia fue el ataque de pánico de Bertrand Russell quien, al término de la Segunda Mundial y justo antes de convertirse en un pacifista militante, abogó histéricamente por el bombardeo nuclear unilateral de Moscú.

Del mismo modo, prácticamente ha desaparecido una fuente moderna marginal de ultraviolencia: el héroe a là Michael Kohlhaas que se caracteriza por la total desmesura entre la ofensa que sufre y la ciclópea senda de destrucción en la que se adentra para restañarla. La razón de su ocaso es doble. De un lado, Michael Kohlhaas es rigurosamente ajeno a cualquier sentimentalismo, es la encarnación pervertida de la ley moral kantiana, una caricatura de la ética categórica. De otro lado, el corazón no entiende de mesuras, en la postmodernidad la respuesta siempre es proporcional a la ofensa o, si no, es reinterpretada en clave de trastorno psicológico (sociópatas, asesinos en serie y un extenuante repertorio de traumas…). Un caso paradigmático de este desplazamiento es la película Rambo, que convierte en un episodio de estrés postraumático lo que en Primera sangre, la gran novela de David Morrell, es un enfrentamiento típicamente kohlhaasiano.

En cambio, un contraejemplo a este patrón es Warriors, una reconstrucción de la Anábasis en la Nueva York de los años setenta del siglo XX. La película transcurre en una única noche en la que los warriors, una banda juvenil, realizan un peligroso viaje de regreso a su barrio -Connie Island- perseguidos por el resto de bandas de la ciudad. Hay que señalar, en primer lugar, que se trata de una interpretación del relato de Jenofonte de gran exactitud. Tendemos a leer la Anábasis como una honorable historia de reyes y batallas, cuando se trata de la crónica de un grupo de hooligans griegos que saquean erráticamente Asia menor durante varios años. Warriors posee varias características interesantes adicionales. Los miembros de la banda no tienen nada en contra de pelear. Les preocupa salvar el pellejo, claro, pero el combate es un ingrediente crucial de su pertenencia al grupo. Los warriors carecen completamente de tecnología y son muy pobres. De hecho, buena parte de sus problemas se solucionarían si sencillamente pudieran subirse a un taxi en vez de tener que atravesar Nueva York en metro. En cambio, la mayor parte de los héroes de las películas de acción contemporáneas o son ricos o tienen una habilidad desconcertante para no encontrarse nunca en estado de menesterosidad, por no hablar de su facilidad para acceder a un inagotable deus ex machina tecnológico.

El club de la lucha aspira a ser un contraejemplo similar a Warriors. Se trata de un film rotundamente postmoderno y, sin embargo, explícitamente anticonsumista y crítico con las formas lábiles de compromiso social contemporáneo. Como ha señalado Slavoj Žižek, la gracia de la película reside en

la dimensión emancipatoria del auto-golpearse. En cierto modo, necesitamos arriesgarnos a asumir este tipo de violencia. Cuando vivimos en un espacio virtual aislado, toda reconexión con lo Real es, por supuesto, una experiencia demoledora; es violenta. (…) Si, siguiendo a [Frantz] Fanon, definimos la violencia política no como opuesta al trabajo, sino, precisamente, como la versión política última del ‘trabajo de lo negativo’, del proceso hegeliano de la Bildung, de la auto-transformación educativa, entonces la violencia debe ser en primer lugar concebida como auto-violencia, como una reforma violenta de la sustancia misma del ser del sujeto: ésta es la lección de El club de la lucha1.

Sin embargo, El club de la lucha también parece incurrir garrafalmente en una especie de fetichismo materialista. La gloriosa escena final, ausente en la novela de Chuck Palahniuk, muestra la demolición de las sedes de las grandes compañías de tarjetas de crédito mientras suena «Where Is My Mind?», de los Pixies. Es la culminación de la fisicidad de toda la película, de esa autoagresión que menciona Žižek (¿hay algo más intensamente personal que la VISA?). Y, por eso mismo, también un indicador definitivo del modo en que olvida que el consumismo es un epifenómeno material de un sistema social monstruosamente espiritual. Es muy significativo, en este sentido, el modo en que los economistas utilizan constantemente términos pseudopsicológicos, como «crisis de confianza» o incluso «histeria colectiva», para explicar las turbulencias financieras. Una parte sustancial del capitalismo contemporáneo -muy en particular los mercados de derivados- carece de conexión con las actividades productivas, y esa es la clave de su irracionalidad. Poco sorprendentemente, el único político contemporáneo que supo sacar partido de esto fue un ex comunista alcohólico. En 1998, en el contexto de una gravísima serie de crisis financieras globales, el gobierno de Boris Yelstin «sencillamente repudió las deudas en bonos que había emitido para los especuladores financieros. El gobierno ruso no buscaba negociaciones, no imploraba más ayuda. Afirmaba simplemente que, aunque los inversores occidentales pensaran que tenían bonos públicos a corto plazo a un cierto tipo de interés, estaban equivocados: ahora tenían unos bonos a largo vencimiento a un tipo de interés mucho más reducido»2.

La base antropológica de nuestra civilización, el culto desesperado al intercambio mercantil de equivalentes, es una genuina abstracción teológica. De Dubai a Berlín, de las guerras del opio al Tratado de Niza, el mercado es la única instancia estrictamente propia de nuestra época en la que los actos individuales concluyen en esa copertenencia no deliberada a la que llamamos sociedad. El capitalismo sobrevive a través de una desgarradora doble paradoja: por un lado, el mercado es estructuralmente incapaz de generar el tipo de relaciones sociales universales -familia, matrimonio, educación…- que precisa para reproducirse, relaciones sociales que, por otro lado, obstaculizan su naturaleza expansiva. De ahí que las políticas gubernamentales occidentales del último siglo hayan estado marcadas por sucesivos movimientos pendulares entre la protección social frente a la ruleta rusa económica y la demolición de los diques antropológicos que limitan la expansión de capital. De ahí también la ambivalencia entre El manifiesto comunista -donde se denuncia la destructividad social del capitalismo, que muestra al «desnudo» la base social idiosincrásica de la sociedad moderna (esto es, las relaciones mercantiles)- y el capítulo de El capital dedicado al fetichismo de la mercancía, donde Marx da a entender que nuestra sociedad posee su propia dimensión simbólica no meramente destructiva, si bien tiende a expresarse como una retorcida forma de falsa conciencia.

De algún modo, El club de la lucha carece de una herramienta metacrítica para identificar esta estructura etnológica profunda sin confundirla con sus declinaciones ideológicas coyunturales. La ruptura violenta y tribal con el consumismo -la lucha denodada contra la sobreabundacia de cosas y no contra las relaciones sociales que la propician- se convierte en un episodio más, tal vez el definitivo, del fetichismo de la mercancía. Supone un salto importante desde aquel melancólico dominio por parte de los objetos que anunciaba George Perec en Las cosas, en la medida en que ahora la ideología consumista parece incluir sus propias formas de antagonismo. La búsqueda violenta de un fondo de autenticidad material frente a la metástasis consumista pone de manifiesto la potencia normativa del fetichismo de la mercancía: somos capaces de reconocer la mistificación que, sin embargo, continúa moviendo nuestros músculos a través de construcciones ideológicas abiertamente hostiles a ella. En nuestras sociedades parece haberse automatizado un proceso que en otros contextos requiere de una considerable violencia administrativa:

En la etapa «madura» del comunismo (…) todo el mundo sabía que nadie creía en los principios de la ideología oficial, y sin embargo todo el mundo se veía obligado a hablar y comportarse como si lo hiciera (…). El motivo de los líderes para obligar a la gente a hacer absurdas declaraciones en público no era hacerles creer en lo que estaban diciendo, sino inducir un estado de complicidad y de culpa que socavara su moralidad y su capacidad de resistencia. En efecto, se encontraban tan vaciados de individualidad que, como dijo una mujer de la antigua Alemania Oriental, «no podía de repente ‘hablar abiertamente’ o ‘decir lo que pensaba’. Ni siquiera sabía demasiado bien lo que pensaba»3.

En el fondo, El club de la lucha propone una vampirización de la tradición emancipatoria similar a la que el propio Zizek ha señalado en relación a Titanic, donde una joven burguesa que vive una profunda crisis personal recupera su vitalidad tras el contacto sexual con un miembro del proletariado colmado de fuerza (¿de trabajo?). Esta especie de vampirización erótica es la versión simbólica de la acumulación de capital por desposesión. A pesar de sus errores formales, el gran mérito de las teorías del imperialismo de principios de siglo XX fue subrayar la importancia que las periferias tenían para Occidente como exterioridades económicas. Luxemburgo, Hobgson o Hilferding demostraron que el capitalismo no sólo necesita un contexto social en el que incrustarse parasitaria y destructivamente, sino también una «exterioridad» de la que nutrirse para superar su naturaleza carcinógena: desde los enclosures de las tierras comunales a la expansión colonial pasando, más recientemente, por la expropiación del procomún cognoscitivo por medio de leyes relativas a la propiedad intelectual. Del mismo modo, el anticonsumismo de El club de la lucha se incauta de una práctica antagonista y la convierte en una forma espuria de autenticidad tribal (algo que, por cierto, no necesitan hacer los warriors, de suyo inmersos en ella).

Reglas, intencionalidad e ideología

La relación de El club de la lucha con la estructura simbólica profunda del capitalismo -el fetichismo de la mercancía- y su forma ideológica contemporánea -el ultraconsumismo- ilustra una especie de inversión de la noción de ideología althusseriana. La ideología no sería así una representación de la relación imaginaria con las condiciones reales de existencia, sino una especie de emanación simbólica de la realidad que contaminaría sistemáticamente nuestra imaginación. Un planteamiento algo más claro de esta cuestión ha ocupado un lugar fundamental en la filosofía de la acción del siglo XX.

A menudo se suele distinguir de un modo abiertamente autoparódico entre dos paradigmas enfrentados en ciencias sociales: el modelo del homo economicus y el del homo sociologicus. En esencia, el primero concibe la acción humana como el resultado de una combinación de deseos y creencias acerca de los medios para satisfacer esos deseos. Una versión extrema de esta posición es la noción de «preferencia revelada», que identifica retrospectivamente los deseos a partir de las elecciones efectivas en el mercado. Tal vez la peculiaridad más relevante de este modelo sea la proscripción de la reflexión acerca de la racionalidad de los deseos. Según una perspectiva muy extendida, la racionalidad práctica guarda relación exclusivamente con los medios, no con los fines, cuya discusión pertenecería al ámbito de la teoría. Desde este punto de vista, nadie puede tener una razón suficiente para hacer nada a menos que exista un deseo de hacer esa cosa. Por eso, en cierto sentido, el paradigma de homo economicus es el adicto, en el que se da una conexión automática entre deseo, creencia y acción.

En cambio, la escuela del homo sociologicus ha hecho énfasis en el carácter reglado y coercitivo de la realidad social. La característica fundamental de las normas sociales es su autonomía, la imposibilidad de reducirlas a conducta estratégica. Un ejemplo de Jon Elster puede resultar esclarecedor. Imaginemos que Juan está dispuesto a pagar un máximo de diez euros a un chico para que le limpie el coche. No esta dispuesto a pagar ni un céntimo más. Si el limpiador le exigiera once euros preferiría dedicar media hora a limpiar su coche él mismo. Imaginemos ahora que un vecino le ofrece a Juan veinte euros a cambio de que limpie su coche. No es difícil imaginar que Juan se negara indignado a hacer tal cosa. Ese impulso misterioso que hace que Juan reniegue de su valoración de media hora de su tiempo en once euros es una norma social. La presentación más conocida de las normas es la noción wittgensteiniana de «seguir una regla». El nervio del planteamiento de Wittgenstein es la idea de que la aplicación de cualquier regla implica una cantidad potencialmente infinita de equívocos, de modo que su cumplimiento no puede ser reducido al comportamiento consciente. Por eso una interpretación muy extendida de la noción de seguir una regla se aproxima al conductismo. Desde este punto de vista, las normas deberían ser entendidas como una forma irreflexiva de actuar del mismo modo que los demás -como ocurre con la adaptación a las reglas regionales de pronunciación- y no como creencias compartidas o intenciones.

Una parte importante de la teoría de la acción se ha dedicado a intentar suturar el hiato entre la conducta normativa que analiza el modelo del homo sociologicus y la acción intencional característica del homo economicus. Un ejemplo recurrente en este contexto es la noción de habitus de Pierre Bordieu. El habitus es una especie de «intención encarnada» que pretende expresar el modo en el que las reglas están integradas en la práctica por medio de un tipo de comprensión que no precisa de lo que normalmente consideramos mediación intencional, pero que tampoco es un mero reflejo. Se trata de una disposición a comportarse corporalmente según ciertas reglas, como en el caso de los movimientos estratégicos en el transcurso de un combate de boxeo:

La acción que guía el «sentido del juego» tiene todas las apariencias de la acción racional que diseñaría un observador imparcial, dotado de toda la información útil y capaz de dominarla racionalmente. Y sin embargo no tiene la razón por principio. Basta pensar en la decisión instantánea del jugador de tenis que pasa la red a destiempo para comprender que no tiene nada en común con la construcción sabia que el entrenador, después de un análisis, elabora para dar cuenta de ella y extraer lecciones comunicables4.

Otra forma de abordar esto mismo es plantear que, en realidad, no hay un claro límite entre nuestras creencias y deseos y nuestros comportamientos no intencionales que, de hecho, posiblemente sería más razonable entender como extremos de un continuo. Así, en palabras de Alasdair MacIntyre, muchas de nuestras creencias «son tan indeterminadas como las que puedan tener los perros, los monos o los delfines. El ser humano expresa precisamente este tipo de creencias mediante las diversas formas en que se mueve irreflexiva o prerreflexivamente en el mundo natural y social, con un comportamiento corporal que hace que su interacción con las cosas y los animales resulte de una manera y no de otra, y que dé expresión a una serie de creencias derivadas de la percepción»5. Existe también una versión diacrónica de este argumento. Básicamente afirma que, a través del proceso de aprendizaje, nuestras habilidades se desarrollan de tal modo que pueden reproducir funcionalmente un sistema de reglas sin necesidad de albergar representaciones de dichas reglas. De esta manera, la interacción entre reglas e intencionalidad sólo se podría entender teniendo en cuenta la forma en que a lo largo de nuestra vida desarrollamos habilidades que reaccionan a una estructura de reglas particular6. En cualquiera de sus manifestaciones, lo característico de esta especie de racionalidad material, de intencionalidad encarnada, es que funciona como las normas (es decir, no es necesariamente un proceso deliberado e incluso puede ser un subproducto), pero se puede influir deliberadamente sobre ella de un modo imposible en el caso de las reglas wittgenstenianas, que expresan la fuerza ciega de la sociabilidad.

Hay una importante conexión entre la noción de ideología y las distintas versiones de la racionalidad encarnada. La ideología es esa tensión muscular que nos habla en un lenguaje extranjero y con la que no podemos mantener un diálogo sino, a lo sumo, intercambiar alguna que otra onomatopeya. El fetichismo de la mercancía, en cambio, pertenece al extremo normativo, a un sustrato profundamente incrustado en nuestra piel que, a su vez, es capaz de generar estructuras ideológicas de gran potencia. Si el mercado es el rasgo antropológico que identifica nuestra época, el fetichismo es su declinación simbólica, la estructura mitológica de las costumbres que perseveran en cualquier fase del capitalismo. Las distintas vivencias ideológicas de este fundamento -del fordismo al anarcoliberalismo pasando por el ultraconsumismo- se ubican en la zona media del continuo normas-intencionalidad: no son movimientos volitivos conscientes, están lo suficientemente encarnadas como para posibilitar un doble vínculo que permite formas de rebelión sinceras y abnegadas al tiempo que mantiene férreamente el sistema contra el que se alzan.

Etnología y terror

La pureza simbólica mercantil es peligrosa. La violencia etnológica nos repugna porque nos acerca amenazadoramente al abismo de la ritualidad, y así convencionalidad, de nuestra propia civilización. Rompe el hechizo de la tranquilizadora «distancia prometeica», por emplear la expresión de Günther Anders, entre nuestra cotidianidad capitalista y sus condiciones de posibilidad materiales. Muestra la cercanía entre las madres tupinambas -que untaban sus pezones con la sangre tibia de las víctimas litúrgicas para que también los bebés pudieran participar de los ritos caníbales- y nuestros hijos que juegan con balones cosidos por niños esclavos.

En el despiadado altar del intercambio mercantil, millones de personas han sido inmoladas a fin de conjurar la transformación de unos números por otros en saldos contables literalmente imposibles de convertir en efectivo. En este mundo postideológico, posthistórico y multicultural, ya no disponemos de los frondosos entramados simbólicos modernos que daban un aire de pragmatismo y realpolitik a los holocaustos propiciatorios de teologías monetarias y misterios comerciales. La tecnificación y personalización de la violencia es el último medio para ocultar la naturaleza de unas costumbres de una destructividad tan brutal que ni siquiera podemos ritualizar. El tribalismo mercantil se reifica mediante la tecnología o se psicologiza a través de un sentimentalismo reaccionario. El antagonismo que propone El club de la lucha es su correlato: primitivismo frente a tecnología, fisicidad contra psicología. En cambio, las alternativas emancipatorias modernas buscaron un aprovechamiento intensivo de la tecnología -las «condiciones objetivas»- que propiciara estructuras políticas -la «dictadura del proletariado»- cuyo subproducto fuera un profundo cambio psicológico -el «hombre nuevo»-.

La posibilidad de que el capitalismo comience a generar estructuras antropológicas extramercantiles y no sólo ideología, esto es, que el capitalismo acepte su propia base ritual es tan aterradora que prácticamente sólo se ha atrevido a desarrollarla un escritor como James G. Ballard, dedicado en cuerpo y alma a explorar sus propios infiernos interiores. Se trata de una temática que se intuye en Crash, donde se indaga en el único lugar donde las sociedades occidentales ceden masivamente y en primera persona a la fascinación por el peligro físico extremo: la carretera. Pero es en Rascacielos donde esta perspectiva agónica se traslada al terreno de la lucha social: la novela consiste en el relato homérico de la pelea a muerte entre los acaudalados ejecutivos que viven en los pisos superiores de un gran edificio y los trabajadores de clase media que ocupan las plantas inferiores, una lucha que libera los vínculos antropológicos reprimidos por el mercado y que culmina con la instauración de un sanguinario régimen matriarcal. Esta versión etnificada de la lucha de clases madura teóricamente en Noches de cocaína y Super-Cannes, en las que Ballard se adentra en las gate communities y los resorts de alto standing que han surgido a orillas del Mediterráneo y fantasea con tribus de ejecutivos de élite que superan sus problemas psicosomáticos por medio de ciclos de violencia tribal dirigida contra inmigrantes y prostitutas. En palabras de Wilder Penrose, el psiquiatra de Super-Cannes que organiza entre los ejecutivos de una urbanización de lujo grupos de autoayuda terapéutica basados en la agresión sádica al nuevo proletariado:

Estamos creando una nueva raza de desarraigados, de exiliados internos sin vínculos humanos pero con inmenso poder. Es esta nueva clase la que controla el planeta. Me di cuenta de que estos profesionales de alto nivel tenían unos sueños de lo más extraños, fantasías repletas de unos secretos anhelos de violencia. (…). Ahora nos damos cuenta de lo sofocante que se ha hecho nuestra existencia, dedicada a la moderación y a la vía del medio. La suburbanización del alma ha invadido el planeta como una peste7.

Se trata de una posibilidad que, en parte, ya exploró Bret Easton Ellis en American Psycho, esa parodia fallida de las reaganomics. ¿Qué ocurriría si desapareciera la división del trabajo de dominación? ¿Qué pasaría si los sacerdotes de Wall Street, que cada día condenan a países a la hambruna mediante la transformación taumatúrgica de cifras en sus pantallas de plasma, completaran su jornada laboral participando en razias nocturnas por Main Street? La genial intuición de Ballard es que no habría nada de sociopático en ello. No se trataría de una degeneración psicológica colectiva, sino de una reelaboración, en términos comprensibles para el común de las culturas, de la cotidianidad de una civilización basada en la competencia despiadada y rendida a sus propias tradiciones oblatorias. Una posibilidad completamente imaginaria, claro:

Apenas unas pocas semanas después del sangriento golpe militar del 11 de septiembre de 1973 en Chile, la junta militar encabezada por el general Augusto Pinochet ordenó un alza del precio del pan de 11 a 40 escudos, un abrumador aumento del 264% de la noche a la mañana. Este «tratamiento de choque económico» había sido planeado por un grupo de economistas llamado los «Chicago Boys». (…) Cuando la Universidad se reabrió unos días después del golpe de estado, los Chicago Boys estaban exultantes. Apenas una semana después, varios de mis colegas del Instituto de Economía fueron designados para ocupar cargos claves en el gobierno militar. A la vez que los precios se disparaban, los salarios fueron congelados para asegurar «la estabilidad económica y detener las presiones inflacionarias». De la noche a la mañana el país entero se vio arrojado a la extrema pobreza; en menos de un año el precio del pan había aumentado treinta y seis veces; el 85% de la población chilena había sido empujada a cruzar la línea de la pobreza8.

Si los economistas neoliberales chilenos hubieran poseído al menos la discutible virtud de la coherencia, tras impartir Teoría de Juegos III y jugar su partido de tenis, hubieran reservado un hueco en sus agendas para acudir a Villa Grimaldi a torturar personalmente a algún prisionero político adolescente, en vez de delegar esa tarea en la soldadesca. La tribalización ficticia del capitalismo saca a la luz una violencia ritual que siempre ha estado ahí, oculta bajo incontables brinzas legitimatorias que se han ido amustiando una tras otra y cuyo último recurso simbólico es la condena de las propias relaciones antropológicas a través del psicologismo tecnófilo.

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1 Slavoj Žižek, Arriesgar lo imposible, Madrid, Trotta, 2006, pp. 115 y 117.

2 Peter Gowan, La apuesta por la globalización, Madrid, Akal, 2000, p. 157.

3 Jon Elster, Rendición de cuentas, Buenas Aires, Katz, 2006, p. 133.

4 Pierre Bourdieu, Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 23.

5 Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Barcelona, Paidós, 2001, p. 57.

6 Cf. John Searle, La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós, 1995, pp. 155 y ss.

7 James G. Ballard, Super-Cannes, Barcelona, Minotauro, 2006, pp. 252-254

8 Michel Chossudovaky, Globalización de la pobreza y nuevo orden mundial, Madrid, Siglo XXI, 2002, p. 1.