Si algún dirigente de la izquierda latinoamericana ha sido referente en estos últimos años a la hora de combinar ilustración académica, coherencia intelectual y honestidad política, este ha sido sin duda Carlos Gaviria, recientemente fallecido en Colombia.
A lo largo de su vida, Gaviria se movió en tres ejes de intervención: la Academia, la Justicia y la Política. En todas estas etapas fue dejando huella, no llegando a la última de ellas hasta avanzada edad. Este intelectual comprometido con ideas y posiciones políticas a las que nunca traicionó, se presente como candidato presidencial por el Polo Democrático Alternativo ya en 2006, elecciones en las que compitió con el ahora senador y expresidente Álvaro Uribe.
En un país con una realidad política tan compleja como Colombia, el «viejo profesor» se caracterizó por apelar de forma permanente a la razón y medidos argumentos cada vez que tuvo que confrontar políticamente con sus contradictores.
Dotado de una gran oratoria, sus argumentaciones siempre ejercieron como sistemáticos mazazos sobre las cabezas de sus contrincantes, si bien todos sabemos que en el país vecino las cosas de la «política» se resuelven de otra manera…
Carlos Gaviria se caracterizó por tener siempre un trato digno respecto a sus contrincantes políticos. Siempre jugó con las cartas sobre la mesa, siendo un férreo defensor de la democracia y utilizando la fuerza del argumento ante el argumento de la fuerza para posicionar sus puntos de vista. Su erudición le permitió no cometer errores dialécticos ni declaraciones descontextualizadas, no decía bobadas ni se vio obligado a contradecirse de afirmaciones anteriormente realizadas.
Hijo de una maestra de escuela, ejerció como profesor universitario por más de 30 años, lo que hizo de la educación su obsesión. Fue muy reconocido como académico y admirado como profesor de Derecho en la Universidad de Antioquia -el mismo lugar donde obtuvo su título como abogado antes de realizar sus estudios de posgrado en Harvard-, institución en la cual ejerció también como vicerrector.
El «viejo profesor» era además de un prestigio jurisconsulto, una eminencia en cultura general. Se destacó a su vez por sus conocimientos en historia, filosofía y ciencias políticas, los cuales se plasmaron en múltiples escritos, conferencias magistrales y charlas políticas. Su filósofo preferido era el austríaco Ludwig Wittgenstein, aquel que dijera «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Sin duda los mundos de Gaviria eran amplios, muy amplios…
Magistrado constitucional
Gaviria era un intelectual, pero en un momento donde los intelectuales de izquierda viven al cobijo del poder y su chequera, el «viejo profesor» formaba parte de la vieja y digna escuela de intelectuales librepensadores que metidos en el fango de la política movimentista se comprometen y se la juegan. Es por ello que tuvo también su período de exilio en tiempos de esplendor narcoterrorista.
En 1993 accedió a la recién creada Corte Constitucional, donde se desempeñó como Magistrado hasta el 2001. La Corte Constitucional que lideró desde 1996, cuando fue nombrado su presidente, había nacido del proceso constituyente de 1991, fruto de las negociaciones que habían significado la desmovilización de los grupos guerrilleros M-19 (1990), Ejército Popular de Liberación y Quintín Lame (1991). Se trató de un proceso transformador, y donde Carlos Gaviria desde la Corte Constitucional hizo sus aportaciones dejando profunda huella y obligada jurisprudencia a través de sus sentencias. El «viejo profesor» dotó, junto a otros que le siguieron, de contenido a una Constitución avanzada, convirtiendo en realidad muchos de los derechos y libertades allí contempladas y que como hemos podido comprobar por estos lares, suelen en muchos casos convertir en papel mojado.
Como juez siempre se manifestó como un notable defensor de la equidad social y de posiciones garantistas del Derecho. Sus sentencias más famosas tienen una argumentación de profundo calado intelectual y demostrada defensa de los Derechos Humanos. De igual manera, se caracterizó en sus sentencias por el respeto al multiculturalismo, la libertad de culto, la igualdad entre géneros, la libre orientación sexual y el respecto a los homosexuales, así como por su oposición a las normas de castigo moderado a menores.
Si bien Gaviria pensaba, como José Ortega y Gasset, que ser demócrata es una definición en segundo plano, dado que antes de demócrata se es en primer lugar otras cosas, siempre se definió como un demócrata liberal, considerando bajo esta definición el respeto hacia otras ideas. Al igual que Jean Paul Sartre, el «viejo profesor» era consciente de que las personas han de ser seres condenados a ser libres, y que en esa medida de cosas, nada es tan difícil en la vida como estar abocado a tomar decisiones. Quizás por eso, a pesar de que su opción política era la apuesta por un Estado regulador del libre mercado, nunca pensó que por ello el Estado tenía derecho a interferir en la autonomía, vida o pensamiento de las gentes. Esto se expresó en su posición en defensa de la eutanasia, por la despenalización del consumo de drogas y el aborto, y fundamentalmente su radical postura por la libertad de expresión.
El «viejo profesor» siempre defendió la tesis de que para que exista real democracia el pueblo tiene que tener acceso a la ilustración, es decir a la educación, pues de lo contrario la democracia es manipulada por los demagogos que tienen capacidad de manipular a las masas. Pensaba que el pueblo debe ser una comunidad pensante, consciente y conviviente con el fin de que los procesos democráticos y las consultas o referéndums populares sean una expresión real de la democracia, y no la manipulación de una masa amorfa que no sabe a donde va y que queda atrapada por el discurso de algún líder carismático.
En definitiva, era realmente un hombre de izquierda. Es por ese motivo que decidió involucrarse en la política cuando ya retirado de la Corte Constitucional percibió que el pésimo gobierno de Álvaro Uribe había posicionado al país en el extremo de la derecha, cercionando libertades y en muchos casos implementando un régimen de terror.
En el Senado
Como senador, Gaviria fue una eminencia intelectual allí donde cabalgaba a sus anchas la chabacanería, la mediocridad, la corrupción y la narcopolítica. Los que en algún momento estuvimos cerca de él sabemos que siempre prefirió los espacios académicos e incluso las salas de justicia a los malsanos pasillos del legislativo colombiano. Él allí era apenas un topo que pretendía reformar una institución corrupta, y donde sobrevivía con formas de hacer política que no compartía. Esa misma situación la tuvo que enfrentar puertas a dentro en su misma organización política, lo que propició que poco a poco fuera retirándose al tiempo que la izquierda volvía por sus sendas históricas de fraccionamiento, débiles liderazgos y resultados electorales decepcionantes.
Fue un hombre siempre coherente, sin dobleces y censurador del transfuguismo ideológico. Lo demostró en uno de los últimos episodios de su vida, cuando a finales del pasado año renunció a la Comisión de Auditoría de Tratados de Inversión conformada en Ecuador y la cual había presidido, tras que el presidente Rafael Correa decidiera suscribir un Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea, eufemísticamente llamado acuerdo de asociación. En su carta de renuncia el «viejo profesor» volvería a dar una cátedra de coherencia, indicándole al mandatario ecuatoriano: «puedo seguir actuando según la ética de la convicción, que es la que ha guiado mi comportamiento durante tantos años, y ella me dice que no debo contemporizar con situaciones fácticas que no por irresistibles son menos dignas de censura».
En resumen, la vida de Carlos Gaviria fue ejemplar y ejemplarizante, y convencido de la filosofía de Wittgenstein entendía que «la ética no se predica, la ética se muestra».
Lamentablemente, el pasado 31 de marzo desapareció uno de los pocos rayos de luz que se filtraba entre el actual y ya demasiado prolongado oscurantismo político colombiano.