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Texto de Manuel Sacristán escrito en septiembre de 1963

«Carta de Manuel Sacristán a Rafael Sánchez Ferlosio»

Fuentes: Rebelión

Nota de edición. Manuel Sacristán publicó en el número 24, el último número de la revista Laye, una reseña de Industrias y andanzas de Alfanhuí «Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio» (ahora en M. Sacristán, Lecturas. Icaria, Barcelona, 1985, pp. 65-86). También por aquellas fechas, el traductor de Marcuse había publicado en Revista […]

Nota de edición.

Manuel Sacristán publicó en el número 24, el último número de la revista Laye, una reseña de Industrias y andanzas de Alfanhuí «Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio» (ahora en M. Sacristán, Lecturas. Icaria, Barcelona, 1985, pp. 65-86). También por aquellas fechas, el traductor de Marcuse había publicado en Revista Española, a cuyo consejo de redacción pertenecía Rafael Sánchez Ferlosio, una obra de teatro de un solo acto: «El pasillo». Fue seguramente por aquellas fechas cuando se inicio la relación entre ambos (y con el gran lógico y filósofo, hermano de nuestro Premio Cervantes, Miguel Sánchez-Mazas, con quien Sacristán se carteó hasta sus últimos días). A consecuencia de ello, se inició una relación epistolar entre Sacristán y el autor de El Jarama que se prolongó hasta mediados de sesenta. Parte de esta correspondencia puede consultarse actualmente en una de las carpetas depositadas en Reserva de la Biblioteca Central de la UB, fondo Sacristán. La única carta de Sacristán que allí se conserva, escrita en septiembre de 1963, se reproduce a continuación.

En una entrevista de 1979 con Antoni Munné y Jordi Guiu para El Viejo Topo (ahora en De la primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán Luzón, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004, pp. 91-114, edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal), señalaba Sacristán: «[…] Me acordé, por ejemplo, de que había intelectuales a los que ya mucho antes que a mí les había pasado lo mismo: la inhibición. Sobre todo a uno al que yo quiero mucho, y con el que tengo una gran afinidad y fijación erótica, aparte de que he aprendido mucho de él: Rafael Sánchez Ferlosio. A él el ataque de silencio y de inhibición le había entrado mucho antes que a mí hace muchísimos años. Rafael es un pesimista histórico y radical que piensa que la historia es una larga evolución de mal en peor. Es un antiprogresista al pie de la letra, que piensa que la historia acabará el día que ya no haya peor, en el supuesto de que tenga fin; si no, será una carrera hacia el mal infinito. A través de la marginalidad y del silencio que yo ya había vivido a través de la persona de Rafael, aunque inconscientemente, me di cuenta de que lo que me pasaba a mí le había pasado a él».

Asuntos de permanencia otánica española fueron causa de diferencias de posición política entre ambos. Lateralmente, Rafael Sánchez Ferlosio se refirió críticamente en uno de sus escritos sobre el tema a un texto de Sacristán sobre la no permanencia: «La salvación del alma y la lógica» (ahora en M. Sacristán, Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Barcelona, Icaria-Público, 2009, pp. 201-210).

Fragmentos de esta carta fueron publicados en M. Sacristán, M.A.R.X, Mataró(Barcelona), El Viejo Topo, 2003 (edición de Salvador López Arnal)

*

Puigcerdà (Girona), 16 de septiembre de 1963.

Querido Rafael:

es posible que hoy termine el largo plazo que me ha dado tu paciencia. Digo sólo que es posible, sin estar demasiado seguro de que vaya a terminar y echar al correo esta carta, porque mi obstáculo inhibidor no se ha movido un paso durante todos estos meses. Tampoco es culpa suya, por lo demás; pues, a pesar de mis buenas intenciones, no he podido darle un solo empujón.

Yo no dirigí nunca ad hominem, como tú pareces creer, la pregunta sobre lo que había pasado después de El Jarama. Ni me interesaba como respuesta una historia puramente individual (si es que eso existe), sino razones trasferibles, como tú dices, a cualquier otro escritor. (Del «cualquier» te diré luego más).

Mi situación, de la que nace mi inhibición, era y es muy diferente. Yo estaba entonces preparando un prólogo para una edición de obras de Heine. En mi estudio de la poesía de Heine[1] había creído ver algo así como un hundimiento «objetivo» -empecemos por soltar imprecisiones, que ya las afinaremos o las retiraremos- de la poesía: que en cierto momento el poeta dejaba de crear al hilo de su vida y bajo el impulso, o sobre el cimiento, de lo ya creado, y se ponía a escribir, digamos, «aposta». Como el hecho me recordaba otros grandes hundimientos poéticos de análogo o diverso resultado, y como mi formación no es de crítico literario, sino que me ha viciado con la tradicional tendencia filosófica a precipitarse hacia hipótesis, no pude evitar que éstas me acudieran enseguida, presumiblemente atraídas por los muchos huecos de mis conocimientos literarios e históricos.

No te he escrito, sobre todo, porque sigo sin tener que contarte más que unos huecos esquemas (algo, de todos modos, muy distinto de un discurso ad hominem), cuya inconsistencia casi me consta unas veces y temo, en todo caso, siempre.

Lo que más me anima a empezar a charlar de esto contigo es el hecho que hayas empezado tú a hacerlo, y en un sentido que coincide substancialmente con mi experiencia de lector de Heine. Usando el término que he escrito antes, llegó un momento en que no quisiste escribir «aposta». (Las palabras vulgares usadas «aposta» me ayudan a no sonrojarme por un discurso de tan ofensiva imprecisión). Según tu descripción, menos inexacta, no quisiste escribir por deber profesional, o sea (si no me excedo en libertad al leerte) no quisiste verte obligado a escribir porque la oferta esté organizada según una determinada división del trabajo. O, dicho aún más cruda y simplísticamente: no quisiste que aparecieran con tu nombre libros causados muy directamente por la oferta organizada.

Creo que es la misma visión del hecho, así a grandes rasgos. Tú lo describes en términos objetivos. Yo, con la palabra «aposta», intentaba aludir al efecto individual de esa situación objetiva en el artista que sigue produciendo a pesar de encontrarse de un modo u otro en dicha situación.

No tan de acuerdo estoy, en cambio, con la idea de que esas consideraciones sean trasferibles a cualquiera que escriba, pinte, etc. Aquí me interviene una peligrosa noción esquemática, especulativa y -lo que es peor- valorativa. Pero no se cómo eliminarla.

Esa noción, que creo designa nuestro verdadero problema, podría llamarse «crisis artística objetiva» o algo por el estilo. Me parece, en efecto, que una persona que escribe, pinta, etc., puede dejar de hacerlo por dos tipos de causas: por causas individuales de muy diversa naturaleza o porque hace crisis, independientemente de sus condiciones personales, su arte mismo. Ejemplo del primer tipo de crisis es el error juvenil sobre la propia vía (Claude Bernard [2] se presentó en París con una mala tragedia en la maleta). Otros ejemplos, casi tan numerosos, son los pseudo artistas impotentes, que además de malas tragedias o novelas habrían dado también de sí mala fisiología, a diferencia de Claude Bernard. Ejemplos del segundo tipo son varios autores modernos y contemporáneos a los que consideramos «grandes» o «verdaderos» artistas. Y aquí está, naturalmente, la temida valoración. Como toda valoración, también ésta dará efectivamente lugar a una petición de principio si la utilizamos como criterio -es decir, si pensamos que la crisis artística objetiva es la de los «verdaderos» artistas; pues probablemente estaremos pensando o tenderemos a pensar, circularmente, que grandes artistas son los susceptibles de una crisis objetiva. Por eso habrá que ir con pies de plomo si interesa, como creo, la idea de crisis artística objetiva. La precaución más segura consistiría probablemente en tomar como cuestión de hecho una valoración bastante admisible acerca de los grandes artistas -que lo fue, por ejemplo, Rimbaud, y no lo fueron Dumas ni C. Bernard- y atenernos explícitamente al caso de unos pocos grandes artistas que efectivamente han hecho crisis.

A pesar del peligro y de las limitaciones que se imponen para evitarlo, yo insistiría en conservar la valoración que hay debajo de la noción de crisis artística objetiva, y a considerar ilusoria la aspiración que visiblemente tienes de evitar todo momento valorativo partiendo metódicamente del «tráfico» en tus consideraciones. La valoración me parece útil por dos razones: primero, porque nuestro mundo está lleno de escribidores, pintadores, etc., que pueden sufrir grandes conmociones individuales, acudir al psiquiatra con la misma frecuencia que a «las tabernas de moda intelectual» y a los premios y congresos literarios, sin que sus crisis tengan mucho que ver con su obra. Segundo, porque esa valoración me parece necesaria (hoy no me meteré aún a decir por qué) para que nuestras reflexiones no se queden en un corto economicismo al partir, como tienen que partir, de una consideración «externa», como tú dices, del «tráfico literario», o sea, de la organización social de la oferta artístico-literaria por los poderes dominantes del mercado.

Yo diría, pues, que nuestro problema es la crisis objetiva del artista en la época que comienza hacia 1848. Esta fecha me es cómoda por ahora porque es la de la crisis de Heine, el primer artista «verdadero» en el que he conocido la crisis artística objetiva. Es también la fecha de la primera revolución proletaria.

La trasferibilidad del problema no es en mi opinión a cualquiera que escriba, pinte, etc., sino a cualquier artista de la época indicada. Para evitar en concreto la petición de principio haría falta los artistas verdaderos de esa época. No puedo hacerlo, por ignorancia, ni quiero hacerlo, para evitarme alguna inútil, floreada y aduladora discusión contigo. Sustituyamos, si quieres, la enumeración por la indicación de algunos prototipos: Heine, Rimbaud, Maiakovski. Los elijo con intención: en Heine la crisis objetiva da en hipócrita continuación de la obra, a pesar de no creer ya en ella; en Rimbaud la crisis en una interrupción definitiva de la obra; en Maiakovski [3] el resultado de la crisis es el suicidio (con todas las complicaciones subjetivas que se quiera, pues ninguna causa es de verdad independiente y de ascendencia lineal sino en la necesaria abstracción del análisis).

El problema es pues la crisis objetiva del artista, o la crisis del arte del artista, no esencialmente determinada por su posible debilidad subjetiva. Tu carta contiene una descripción objetiva de esa crisis objetiva: el artista hace crisis porque descubre el carácter innecesario, insustantivo y fungible que van a tomar los productos de su actividad en la situación contemporánea. Lo que el artista sorprende según tu descripción es en definitiva la irrelevancia de la intención específica del arte, intención no ya relegada, sino propiamente ignorada por el tráfico, por la actual organización de la actividad, o división del trabajo. En ese dato inicial de nuestras reflexiones que va a ser tu carta se insinúa además una ulterior explicación de esa situación incompatible con el arte. La explicación parte de la demanda.

Y como aún dentro del uso de nociones esquemáticas cabe su más y su menos, creo que en este punto puede valer la pena concretar un poco cuál es la demanda que determina la situación del arte innecesario, del arte hecho aposta. Es, naturalmente, la demanda moderna, propia del capitalismo ya bien logrado en la segunda mitad del paso del siglo[XX]. Esa demanda no es expresión nada directa de necesidades [4] -en nuestro caso, de la necesidad de arte que persiste en diversas sociedades y civilizaciones a través del tiempo-, sino que está en gran parte creada por la oferta y para la oferta. Ello es así, por un lado, por la acción de mecanismos inconscientes del sistema económico mismo, importantes para la reproducción de éste. Este tipo de creación de demanda por la oferta se da probablemente, aunque en forma embrionaria, en otras sociedades, pero tienen en la nuestra la especificidad de unas grandes dimensiones y de una extrema especialización. Pero, además, la demanda moderna tiene entre sus causas una acción voluntaria de los dominadores de la oferta, es decir, de los dominadores de los medios de producción. Esa acción se presenta con innumerables formas, desde el adoctrinamiento directo y el prosopopéyico establecimiento de modelos de prestigio hasta la trivialidad de la moda. Podemos reunir todas esas formas bajo el rótulo de publicidad, entendiendo por ella el voluntarismo del mercado [5].

Esa demanda en gran parte artificial, forzada y orientada por quien domina a la oferta, puede seguir la pendiente de la «vulgaridad de las masas», sobre todo porque esa vulgaridad es casi siempre útil al poder económico-social. Por eso puede parecer una demanda «libre», dictada por las espontáneas necesidades de la «bestia humana». Pero creo que estamos en claro sobre que nadie necesita literatura pornográfica, por ejemplo, sino como compensación de la sumisión a tabúes útiles al orden establecido. No me detendré en esto.

Lo importante para nuestro problema está por el otro lado, por el de la oferta: el hecho de que demanda de «arte» no es hoy necesidad de arte pone al artista en una posición falsa. Igual que la demanda no está regida por la necesidad, la oferta no lo está tampoco por la creatividad de arte, que no es cosa sobreabundante sino excepcional.

Naturalmente que esas afirmaciones no son verdaderas sin más: debajo de la demanda fabricada está la necesidad, y debajo de la oferta desnaturalizada está la creación de arte. Pero lo decisivo es la segunda naturaleza que la sumisión al tráfico mercantil le impone. La producción del artista queda mediada por el mercado moderno, y la tal mediación impone al producto, desde su planteamiento en la mente del artista, esa segunda naturaleza que, usando palabras gordas, es la naturaleza de mercancía. La mediación del tráfico es realmente una cosa muy concreta; el libro, por ejemplo, está mediado no sólo mortalmente por los valores del mercado, ni tampoco sólo comercialmente por la red mercantil moderna (¿conoces vendedores de libro a plazo de las editoriales-monstruos?), sino también materialmente por unas cuantas ramas de la industria.

Con la mercantilización plena de la obra de arte se consuma definitivamente la incrustación rigurosa del artista en la moderna división del trabajo, un proceso que inquietó bastante a Goethe [6], que aún conoció poetas vagabundos y «libres», es decir, epifeudales. Pero se trata de ver el resultado de ese proceso tal como es hoy: la mercancía ligera -lo es seguro el libro; tal vez no, por ejemplo, un cuadro de Picasso- está hoy producida para el llamado «consumo másico», no porque siempre haya «necesidad masiva» antes de la publicidad, sino porque ese modo de consumo es el único rentable desde el punto de vista del beneficio máximo, y, por tanto, se fabrica su demanda. Esto le ocurre al libro, al film, etc, exactamente igual que a los cacharritos de materia plástica o a los sucesivos modelos de automóviles. Lo característico del moderno consumo masivo no es la cantidad sola, sino con la innovación, la pseudocreación: un millón de ejemplares de la Divina Comedia no son en sí consumo de masa modernos sino sólo por su nueva encuadernación. Son en cambio consumo de masa moderno 3.000 ejemplares de cada uno de los libros publicados a razón de uno («nuevo») por semana.

Con este tipo de mediación se superpone a lo que podríamos llamar «intención primaria» de la actividad artística una «segunda intención», la de producir a toda costa y a ciertos ritmos, que es lo que caracteriza al arte hecho aposta o profesionalmente. Por la acción del aparato de oferta, el público y el escribidor, o, en general, el público y el pseudoartista (incapaz de chicar con la enferma situación) sienten a priori que un productor comme il faut tiene que producir bastante mercancía. La falsedad de la situación del artista consiste concretamente entonces en que él no es en realidad el total productor de su producto: lo es él en colaboración (de siervo) con la industria del arte, que va desde los fabricantes de papel y celuloide hasta los editores y productores cinematográficos. El artista se encuentra en esa cambiada situación y tendría que crear algo anterior a ella y hasta incompatible con ella. El artista vive entonces una crisis de esa actividad casi imposible. El escribidor, el pintador, etc., se convierten en productores más o menos inocentes de mercancía. Esta mercancía artística queda en mi opinión muy esencialmente caracterizada por la descripción que hay en tu carta: no tiene ser concreto y propio, porque son irrelevantes la problemática concreta, la referencialidad objetiva concreta, etc. El mundo es para esa mercancía tema, materia prima, en vez de problema o fuente de entusiasmo, cólera o tristeza, etc. Puedo añadir un ejemplo más a tu lista de frases profesionales de escribidores, pintadores, etc. De una pieza teatral no «lograda» o «redonda», es decir, que no cumple aún los requisitos de clasificación de la mercancía, pero a la que ven materia prima, los entendidos suelen decir: «aquí hay obra». La frase es más sutil, pero no menos siniestra que las que tú recuerdas.

En estas últimas líneas vuelve a aparecer la valoración de un modo obsesivo. Uno de estos días, sin esperar a que contestes, voy a mandarte un par de hojas con una exposición lo más breve y completa posible de mi valoración básica [7]. No creo que ello sea necesario para que sigamos especulando sobre nuestro asunto. Pero la confesión me descargará la consciencia.

Y ahora corto, dejando un montón de cosas colgadas, como se ve por la promesa que acabo de hacer, me ha entrado grande gana de que esto sea una carta, de que haya otras y de que efectivamente me lleguen tuyas y te lleguen mías. Este habrá sido el primer buen resultado del empezar a escribir. Busco ahora mismo un sobre y te mando esto.

Un abrazo, Manolo

Estaré en Puigcerdà [8] hasta el 1º de Octubre más o menos. Pero recibo todo lo que me llega a Barcelona.

*

Notas edición:

[1] Manuel Sacristán, «Heine, la consciencia vencida». Lecturas, Barcelona, Icaria, 1985, pp. 133-215. El texto, fechado en enero de 1963, es la introducción a su propia traducción castellana de Heinrich Heine, Obras. Barcelona, Vergara, 1964.

[2] En 1984, para «Temps de gent 85», Sacristán escribió, junto a Mª Ángeles Lizón, una breve nota sobre Bernard para un calendario de científicos y filósofos publicado por una asociación de médicos catalanes entre los que se encontraba su amigo Eduard Rodríguez Farré: «Fisiólogo francés, uno de los más importantes del siglo XIX. En 1855 es elegido titular de la recién constituida cátedra de fisiología en la Universidad de la Sorbona. En 1864, bajo al auspicio y fondos proporcionados por Luis Napoleón, se le crea un laboratorio en el Museo Natural de Historia donde inicia un arduo trabajo de investigación. Sus aportaciones más importantes: la función glicogénica del hígado, los orígenes de la diabetes y el descubrimiento del sistema vasomotor. Deja una amplia obra compendiada en 17 volúmenes».

[3] Sacristán, que publicó en Ciencia Nueva, en 1967, Lecturas I, un volumen que recogía sendos ensayos suyos sobre la obra de Goethe y Heine, tenía proyectado escribir dos aproximaciones más a la obra de Rimbaud y Maiakobski. En Reserva de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, fondo Sacristán, pueden verse resúmenes y anotaciones de lectura sobre obras de Maiakovski y sobre estudios monográficos a él dedicados.

[4] Sobre la noción de necesidades, véanse «En la edición castellana del libro de Wolfgang Harich ¿Comunismo sin crecimiento?», Intervenciones políticas, ob cit, pp. 225-226, y «¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?», Pacifismo, ecologismo y política alternativa, ob. cit, pp. 49-50.

En un cuaderno de lectura sobre El Capital I depositado en Reserva de la BC de la UB, puede verse esta anotación de lectura sobre el siguiente paso del primer libro del clásico marxiano: «Está claro que cuando lo que predomina es una formación económica de la sociedad no es el valor de cambio sino el valor de uso del producto [MSL: y así ocurre en la sociedad comunista de Marx], el trabajo queda delimitado por un círculo de necesidades más estrecho o más amplio, pero sin que nazca, en todo caso, del carácter mismo de la producción ninguna necesidad ilimitada de plustrabajo (OME 40, p. 256). MSL: Lo más importante de esa formulación es el término «ilimitada», que sugiere la idea de que la constante e ilimitada creación de todo tipo de necesidades -incluso «a puño», como en otro lugar dice Marx- no es una consecuencia inevitable del progreso de la producción en sí misma, sino sólo de su explotación capitalista.

[5] En «Studium generale para todos los días de la semana» (M. Sacristán, Intervenciones políticas, Barcelona, Icaria, 1985, pp. 43-44), apuntaba el profesor de la Facultad de Económicas de la UB: «(…) Pero mientras que los elementos del sistema son potencialmente de una gran racionalidad, su regulador, el mercado, presenta rasgos esenciales de irracionalidad. No sólo en su fase heroica, en el siglo XIX: en esa época su irracionalidad reside sobre todo en su imprevisibilidad incluso a plazo breve. El mercado de los tiempos heroicos del capitalismo se comporta con la a-racionalidad de la naturaleza: sólo funciona a fuerza de hecatombes. El mercado del bizantino capitalismo contemporáneo o monopolista revela su irracionalidad en lo que podría llamarse el «voluntarismo del mercado» o más corrientemente, «publicidad». Poderes caprichosos gobiernan ese mercado y a través de él, el cerebro de los hombres, influidos hasta en su modo de sentir y percibir por lo que se decide en las oficinas publicitarias de las grandes potencias del mercado, sin atender a más racionalidad que la maximización del beneficio privado.

[6] Véase, M. Sacristán, «La veracidad de Goethe», Lecturas, op. cit, pp. 87-131. Se trata de la Introducción que Sacristán escribió para la traducción castellana de las Obras de Goethe (Vergara, 1963) de José Mª Valverde. En una voz sobre Goethe escrita para Tems de gent 1985, escribía Sacristán: «(…) El Fausto, obra que según él mismo ha escrito a Herder, revela ser, al cabo del tiempo, lo más perenne y universal de Goethe».

[7] No se conserva entre los cuadernos depositados en Reserva de la BC de la UB ninguna copia de este escrito.

[8] Durante unos veinte años, la familia Sacristán pasó las vacaciones de verano en una casa de campo alquilada en esta ciudad de la Cerdanya catalana muy próxima a la estación de ferrocarril. Véase sobre este asunto, «Entrevista con Vera Sacristán». En Salvador López Arnal y Pere de la Fuente (eds), Acerca de Manuel Sacristán, Barcelona, Destino, 1996, pp. 261-285.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.