«Y los romanos, después de destruir Cartago y arar la tierra sobre la que se asentaba… -la maestra hizo una pausa para pasear su mirada por su infantil auditorio y dar al silencio oportunidad de aumentar el suspenso- ¡regaron con sal el suelo!… Así querían evitar que en él floreciera otra ciudad.» Los niños quedaron […]
«Y los romanos, después de destruir Cartago y arar la tierra sobre la que se asentaba… -la maestra hizo una pausa para pasear su mirada por su infantil auditorio y dar al silencio oportunidad de aumentar el suspenso- ¡regaron con sal el suelo!… Así querían evitar que en él floreciera otra ciudad.» Los niños quedaron anonadados ante ese castigo trans-generacional, porque sus 11-12 años les permitían comprender que aquellos hijos de Roma no estaban condenando con ese acto a los cartagineses que antes fueron y que entonces eran, sino a los nonatos que ya nunca serían.
Sin embargo, la afirmación de la maestra que causó un verdadero revuelo en aquella aula de los ’60 fue escuchada apenas unos días después, equivalentes a varios siglos, cuando narró con lujo de detalles el proceder de los legionarios en Judea, en todo punto similar al seguido con los derrotados compatriotas de Aníbal… La intuición decía a los chicos que aquello era demasiado: los cartagineses le disputaban a Roma el dominio del mundo antiguo, pero ¿los judíos? («¡No, usted debe estar de bromas!… ¿Otra vez?… Seguro que los romanos terminaron racionando la sal por «libreta» hasta verla hecha salarium» -retó un alumno a la profe usando un conocimiento lingüístico proveniente de ella misma y la resonancia que en la Cuba revolucionaria reviste el término-símbolo «libreta», en medio del jolgorio general que produjo el asombro del imperial abuso.)
La perspicacia de los alumnos, cumplidamente reprendida, era acertada: la buena y detallista profesora, de ardoroso patriotismo y disciplinada cultura, difícilmente habría podido, a sus casi sesenta años, contrarrestar las estrechas visiones desclasadas que, acerca de las nacionalidades, ha impuesto al mundo la ideología burguesa dominante. En realidad, los judíos no son un pueblo especial; los intereses del capital los han discriminado hasta ha convertirlos en discernibles.
Y la sorpresa misma de los estudiantes nacía de otro mito: el de que los judíos son acaso las personas más «inteligentes del mundo».
Eso disputaban entre sí los críos de entonces, a pesar de la cantidad relativamente exigua de representantes de esta población que habitaba la isla, sobre la base de que Marx y Einstein eran judíos y de que la mayoría relativa de premiados con el Nobel también lo era; lo hacían además en una época en que para muchos la «inteligencia» era ingenuamente asumida como un valor absoluto, disociada del entorno cultural y de los problemas enfrentados (supuestamente se era inteligente o no desde siempre, para todo y en todo lugar), y los Premios Nobel eran considerados coto máximo universal y -digámoslo llanamente- tomados en serio. (No es ocioso apuntar, que esa peculiar percepción acerca de la inteligencia se encuentra todavía en el arsenal ideológico del pensamiento políticamente correcto y se ve, por tanto, inducida y reproducida por la maquinaria global de generación de consenso. Para comprender el alcance de lo dicho resulta muy aleccionador el controvertido libro The Bell Curve de Richard J. Herrnstein y Charles Murray, publicado en 1994.1)… En fin, es este uno de esos tópicos mayúsculos asociados a las nacionalidades, cuya alusión se excusa por la edad de los querellantes y porque su aceptación conduce a una laxa «discriminación positiva». (Igual de increíble resulta, por ejemplo, la afirmación de que es posible identificar en el extranjero a un cubano -especialmente a una cubana- por el modo de caminar…)
En resumen, todo parece indicar que circunstancias y azares históricos hicieron de los judíos, en una zona asaz contradictoria y convulsa y en una época histórica harto extendida, el chivo expiatorio perfecto para gobernantes venales, políticos marrulleros, gacetilleros irresponsables, payasos sedientos de vítores facilistas, individuos de feble pensar e investigadores superficiales, vale decir, los personajes notables y comunes que más abundan en el mundo de burgueses y gentileshombres. La sublimación pseudo-filosófica de esta perversa visión comenzó -cuando su fuerza existencial la revistió de reconocimiento social, en algún momento de finales del siglo XIX- a ser propalada bajo la denominación de antisemitismo y arropada de las teorías anticientíficas propias del social darwinismo.
El más famoso de aquellos rufianes de cerebro acalambrado que paseaban con desfachatez sus axiomas anodinos y mundanos, pero enconadamente racistas y antisemitas, por las calles europeas después de la primera gran guerra del siglo XX, llamada con evidente jactancia «Primera Mundial», fue sin dudas Adolf Hitler.
En aquella contienda, a pesar de ser austriaco, Hitler -se sabe- sirvió como enlace, con grados de Gefreiter (equivalente a cabo de escuadra) y honores militares, en las tropas alemanas del frente occidental.
Ha sido documentado2 que en 1919, en términos de pérdidas de efectivos, méritos de la técnica bélica, destreza combativa y desenlace de las operaciones y escaramuzas, los soldados alemanes de ese frente no tenían una percepción más fuerte de que estuvieran en desventaja respecto a sus rivales de la Triple Alianza de la que respectivamente tenían estas mismas tropas de sus adversarios germanos. En el frente oriental, los soldados alemanes simplemente ganaron la contienda contra las huestes del zar, mientras que -tras la Revolución de Octubre del ’17- el proletariado ruso en el poder, sabiamente guiado por el partido de Lenin, se opuso a guerrear con sus pares de allende el Elba. Por eso las unidades alemanas subalternas recibieron la decisión de poner fin a las hostilidades con una mezcla ponzoñosa de asombro, desaliento, enojo y desencanto con su alto mando.
Su reacción es comprensible pues se trataba de personas bastas que no estaban capacitadas sino para aceptar sin crítica una de las tesis cardinales de la ideología dominante, devenida en los días que corren pensamiento políticamente correcto, de que el monto de riquezas a disposición de las naciones es asunto más relacionado con la superestructura política y el modo de actuar del país considerado y una pretendida divinidad que con la base material y la realidad social objetiva. Por tanto nunca comprendieron que Alemania no podía ganar esa guerra porque carecía del suministro permanente de vituallas proveniente de las colonias, es decir, como más tarde enfrentó el autodenominado Mundo Libre Occidental al Bloque Socialista, la Entente combatió dopada.
Mucho creció el descontento de aquella enorme masa de desclasados que integraban los guardias desahuciados al conocer el oneroso castigo que impusieron a Alemania las naciones vencedoras mediante el Tratado de Versalles del 28 de junio de 1919: restitución a Francia de Alsacia-Lorena, administración de la región de Sarre por la Sociedad de Naciones, organización de un plebiscito en la región de Schleswig-Holstein, creación del «corredor de Danzig» [hoy Gdansk] que dio a Polonia acceso al mar, y un impuesto a Alemania de 20 millardos de marcos-oro a título de compensaciones bélicas.
Como resulta previsible, por ser corolario que inevitablemente deriva de la organización social capitalista, todos y cada uno de aquellos centavos habrían de ser pagados por las clases menos favorecidas de Alemania. De hecho, los burgueses nacidos en Alemania,3 cuando comprendieron que aquella contienda no conduciría al codiciado nuevo reparto del mundo que -a falta entonces de las transnacionales de la globalización neoliberal- les ofreciera las ventajas de sus iguales de otros países coloniales y neo-colonizadores (razón que desencadenó la conflagración), y que -todo lo contrario- solo les reportaría pérdidas inmediatas, exigieron a Hindenburg el cese urgente de las acciones. La verdad de que en las guerras nacionales por la libertad es el valor humano lo que cuenta y el dinero en las imperialistas, nunca antes, en toda la historia de nuestra especie, había quedado expuesta con tanta claridad.
Pero los facinerosos gestores del fascismo -sin ánimos de ofender: eso eran- carecían de resortes y referentes culturales que les permitieran elevarse sobre las opiniones vigentes en el entorno. (Tampoco todas las personas de mayor crecimiento cultural pueden hacerlo.) Consecuentemente concluyeron que como dios existe y no era justo que solo Alemania estuviera privada de las cómodas y beneficiosas relaciones de preeminencia mundial de las que gozaban Inglaterra, Holanda, Bélgica y Francia -entre otros-, algún oscuro factor impidió la victoria, pero como los alemanes son una raza superior, la responsabilidad de la derrota en la guerra del ’14 recaía no en los individuos del Alto Mando alemán, sino en una decisión estratégica errónea: conducir las operaciones en dos frentes.
Así, en el momento en que las tesis básicas del comunismo demostraban en lenguaje sociológico que no es posible otorgar iguales derechos a personas con acceso diferenciado a las riquezas materiales de su entorno y que -dada la unicidad y comunidad del ámbito material- esa distribución dispar de riquezas solo es posible mediante la explotación de unos seres humanos por otros, conclusión que convierte a la libertad universal en un espejismo, ya que los asalariados no están en condiciones de actuar en contra de sus explotadores sin poner en riesgo su subsistencia (lo peor) y su éxito existencial (en el menos perjudicial de los casos), la elaborada variante del fascismo nacional-socialista, de acuerdo con la cual es posible el desarrollo multilateral de una nación y el incremento consiguiente de sus riquezas si se emplean a esos efectos los recursos de los burgueses nativos, en el plano objetivo, y esos empeños son conducidos por las personas genéticamente adecuadas, como soporte subjetivo, fue recibida por la burguesía con una emulsión de desconfianza y enorme alivio.
Por lo dicho, a pesar de las presumibles protestas de muchos sovietólogos, parece dudosa la afirmación, frecuente en la prensa y la historiografía soviéticas de la segunda mitad del siglo pasado y aceptada gratuitamente con bastante amplitud en el otrora campo socialista, de que toda la maquinaria bélica fascista fue alevosamente diseñada con el expreso y único propósito de destruir a la Unión Soviética, como país, y al comunismo como ideología sui géneris. Esos acaecimientos han de ser juzgados subproductos del Nuevo Orden que proyectaron los jerarcas nazis para el mundo.
Otorgar semejante teleología al nazi-fascismo sin el fundamento de los hechos, ofrece una imagen distorsionada de lo ocurrido en esos años que tiende a hace creer a los neófitos -parte importante de los cuales son los jóvenes nacidos después del «efecto Gorbachov»- que en aquella época ya existía a nivel internacional una suerte de «inteligencia diabólica imperial» o «Internacional imperialista» destinada a armonizar los planes de las diferentes potencias para aniquilar (debilitar, desmovilizar, dividir, abatir, atenuar y similares) a la izquierda, y como ahora SÍ EXISTEN esos mecanismos de concertación, nuestros desconocedores actuales se verían tentados a adjudicarles una muy inexacta intemporalidad acaso desalentadora. También es cierto que si bien los poderes capitalistas mundiales no actuaron con intencionalidad concertada, posibilitaron la consolidación del fascismo por omisión tendenciosa que instrumentó la farisaica política de apaciguamiento seguida ante el Anschluss de Austria y en la anexión de Checoslovaquia que refrendó el Pacto de Múnich de 1938.
Si se acepta la teoría de que el fascismo alemán fue engendrado por el capitalismo mundial con el único propósito de abatir a la URSS, la explicación de la firma del Pacto Ribbentrop-Molotov, la ocupación nazi de Europa Occidental en 1940, la apertura del Segundo Frente de los aliados y la propia alianza entre la URSS, el Reino Unido, Francia y Estados Unidos, exigen hiperbolizaciones discursivas de apariencia tan estrambótica como las que requirió Tolomeo en su momento para describir el movimiento de los cuerpos celestes.
Las evidencias sobre aquellos eventos tampoco sustentan la tesis de que la campaña nazi de 1940, que concluyó en la ocupación de casi toda Europa occidental, prueba que el fascismo alemán era «enemigo natural» del capitalismo nacido de la Civilización Occidental, que devendría en el engendro conocido eufemísticamente como Estado de Bienestar General, sufragado por el Tercer Mundo.
Todos los discursos de Hitler y los esfuerzos de su Cancillería por establecer un pacto de largo alcance con el Reino Unido demuestran que esa invasión respondía a la premisa estratégica adoptada por los nazis de no combatir en dos frentes, pues ellos -se ha dicho- habían sido enfáticamente críticos de esta decisión del Alto Mando dirigido por Hindenburg en la guerra de 1914. En conclusión: Hitler no buscaba destruir a Europa occidental sino representarla.
(De hecho, Hitler siempre calificó en público de «execrable» la idea de aliarse a la URSS; primero porque se lo impuso la negativa del Reino Unido a formar una alianza con Alemania, y segundo porque jamás pensó honrar ese tratado y existen testimonios de que le molestaba aparecer como un violador de la palabra empeñada, aun si había sido dada a los eslavos, aunque no sentía escrúpulos por timarlos.4 Por otra parte, a pesar de que en sus inicios las ideas de Hitler eran bien recibidas por miembros prominentes de la casa imperial -recordar que en 1937, el duque de Windsor, antiguo Edward VIII, se entrevistó con Hitler durante una visita que hizo a Alemania para ver cómo se encaraba allí el problema de la vivienda y que Rudolf Hess, tercer sucesor del Reich, voló aposta a Gran Bretaña en 1941 en busca de paz-, de que Gran Bretaña nunca ocultó su aversión por la Rusia bolchevique y de que Hitler sin cesar manifestaba su admiración por el Imperio Británico, el gobierno del Reino Unido se negó a firmar un compromiso de amistad con los nazis, porque: 1) su país era aún un poderoso imperio que se expandía hasta la India y tenía en Alemania un enemigo muy superior a la URSS; 2) durante la anexión de Austria y sobre todo en el caso de Bohemia y Moravia, refrendado en el Pacto de Múnich, la Alemania de Hitler actuó con desfachatez hacia Gran Bretaña; 3) el poder del lobby judío en la City era suficientemente grande como para disuadir a Gran Bretaña a aliarse con quienes clamaban por el exterminio judío.)
Los nazis no fueron pues un perro gestado por amos invisibles, que se tornó indócil y rabioso y atacó a sus creadores en ese estado de descontrol: circunstancias favorables derivadas de la crisis social (económica, ética y etológica, en especial) de la posguerra, la debilidad de las fuerzas de izquierda en Alemania y la incierta posición de los burgueses que oscilaba entre la incapacidad de actuar por falta de respuestas convenientes y la complacencia, hicieron surgir a los nazis como el perro rabioso e indócil que siempre fue, y que siempre persiguió la creación de la Gran Alemania, para satisfacer lo que los ideólogos del nazismo llamaron espacio vital, que se extendería, en un primer momento, hasta los Urales, a costa del territorio ocupado por la raza inferior de los eslavos.
Tampoco fue un movimiento de locos que actuaba sin proyectos claros: los nazis creían firmemente en la superioridad genética de su raza en todos los ámbitos (físico, biológico, espiritual, intelectivo, creativo, especulativo, cognitivo, etc.); absolutizaron esa superioridad al punto de eludir sin remordimientos consideraciones éticas y morales respecto a la naturaleza circundante y los restantes humanos; pensaron que esas premisas bastaban para crear más riquezas materiales de las existentes únicamente con empeño y tesón, a fin de conquistar a las razas inferiores el espacio del que por derecho de supremacía merecían. Ellos confiaban casi ciegamente en esos axiomas y hay que consignar con alarma y tristeza (y preocupación) que otras muchas personas han compartido y comparten iguales convicciones en otras latitudes.
Con seguridad, algunos de los burgueses nativos de Alemania podrían haber hecho la aclaración pública de que la voluntad, los deseos sinceros, los merecimientos, la herencia cultural y otras construcciones propias del psiquismo y la espiritualidad nacionales, destinadas a revelar el mundo objetivo natural y social circundante, no bastaban para disponer de una porción mayor de la realidad que los demás: preciso es -sea reiterado- arrebatar cuanto más sea posible de la realidad que a los demás correspondiere. Ellos podrían haberlo hecho, con espectaculares resultados pedagógicos (muchos les habrían creído), porque poseían los conocimientos necesarios adquiridos de primera mano, pero semejantes declaraciones habrían constituido y sido tomadas -más que todo- como una confesión perjudicial para sus intereses de clase.
La izquierda, por su parte, también poseía esos conocimientos y pugnó por difundirlos con todas sus fuerzas. Pocos le creyeron porque su potencia no bastaba para vencer la ideología dominante, ya que para lograr hegemonía en torno a una causa no es suficiente presentar las fallas del paradigma vigente; más importante, a los fines hegemónicos expuestos, es atisbar los caminos hacia un nuevo paradigma y exponer esos hallazgos, pero las condiciones objetivas de la época (conocimientos científicos y experiencia social) no eran apropiadas para formulaciones más completas de lo que fueron.
De este modo, la mayor parte de los seres que por razones de clase y vivencias eran susceptibles a comprender la verdad, concluyeron aceptando que «siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá; el asunto para cada cual consiste, pues, en convertirse en ricos a toda costa o en resignarse con su pobreza».
(Quede dicho al paso que según muestra la práctica social, la mayoría de las personas que convienen en que el sistema vigente es injusto y deploran ese hecho gravitan hacia las posiciones de la llamada «derecha productiva». Si en virtud de ese reconocimiento deciden emprender acciones para enmendar tal sinrazón en forma paulatina, engrosan la lista de la centro-izquierda; si comprenden que los cambios en las estructuras sociales -psiquismo mediante- solo se dan si ellos se producen en forma abrupta, amplia, omnímoda y profunda, son reconocidos como revolucionarios. Barack Obama, el actual presidente estadounidense, quien al admitir la injusticia del sistema social existente y lamentarse por ello podría ser parte de la «derecha productiva», actúa como representante de la extrema derecha cuando proclama la inevitabilidad de ese desafuero, en razón de «imperfecciones humanas», acerca de las cuales se cuida de exponer el sistema de referencia que valida las peculiaridades o conductas humanas aludidas por el presidente en tal cualidad.)
Hitler igualmente jerarquizaba a las personas de acuerdo a su humana naturaleza, pero -en busca también de explicaciones del mundo plausibles a sus credos- tomó los factores étnicos por elemento catalogador concluyente de una de las construcciones teóricas más macarrónicas, rocambolescas y necias de la muy prolífica superchería mística que ha sido alguna vez vista en las ciencias sociales, naturales o exactas.
De manera tan altiva como campechana, el antiguo galardonado cabo -a quien la derrota y el consecuente suicidio podrían haberle escamoteado el otorgamiento de un Premio Nobel de la paz, después de todo las monarquías escandinavas, dentro de su cómoda y sobradamente comprometida neutralidad, eran en la práctica huéspedes del Führer- adjudicó a su propia nacionalidad la cúspide de la pirámide racial que construyó, y aceptó para ella la denominación de «arios» con que algunos antropólogos europeos, buena parte de los cuales eran alemanes, identificaban a los primeros pobladores de la región central de Europa, según dedujeron inicialmente de los estudios a que sometían -con mucho afán entonces- a la cultura de la India.
Los seguidores de las doctrinas subsidiarias de estas tesis discriminatorias afirmaban, sin exposición de pruebas, que la pureza racial era la peculiaridad incompartible de los arios, ya que sus representantes -aseguraban también sin evidencias- nunca habían sufrido conquistas coloniales que los obligaran a mixturar sus genes con los de otros pueblos. A su vez, esta pulcritud sanguínea era considerada -de nuevo sin fundamentos científicos- el factor definitivo en el aseguramiento de la superioridad aria, sin que (¿adivinen qué?) se adujeran los referentes respecto de los cuales esa «superioridad» tenía sentido. (Es curioso que, según se colige de los escritos de la «gran prensa globalizada» y los anuncios propagandísticos y promocionales, el pensamiento políticamente correcto impuesto al mundo también posea calificativos que no requieren explicación, uno de los cuales es coincidentemente «superior».)
Como era de esperar, los insulsos pero peligrosos fundadores del fascismo alemán destinaron la base de la pirámide de las nacionalidades que a la sazón habitaban Alemania a… los judíos, con las atroces consecuencias que todos conocemos.
En el poder, los nazis aplicaron reformas económicas que les rentaron fuertes fondos provenientes de sus burgueses, pero pronto aprendieron que -en el corto plazo- la sola elevación del nivel de vida de sus ciudadanos arios no conducía a un desarrollo tecnológico que les pusiera en capacidad de competir con las restantes potencias capitalistas en el plano de acumulación de riquezas. En efecto, mientras conculcaron brutalmente todas las libertades civiles e instauraron un régimen policiaco de terror, ofrecieron mejoras sociales a los alemanes arios en el campo de la educación, la salud y la seguridad, y pusieron muchos artículos mercantiles a disposición de una parte apreciable de esa población. Ninguno de esos beneficios sociales es gratuito en una economía parásita, predadora de economías coloniales y neocoloniales, que -carente de un plan de desarrollo genocentrado- propicia exclusivamente el consumismo ilimitado. Consecuentemente, en estas economías, el contrasentido estriba en que no puede haber una redistribución más equitativa de las ganancias de la burguesía si ella no obtiene ganancias, razón por la cual la supervivencia de los despojados depende de que sean explotados. En otras palabras, para rellenar las arcas de la burguesía alemana, lo nazis estaban obligados a desencadenar una vulgar guerra de rapiña.5
Desde su instauración en el poder, los nazis, fieles a sus creencias racistas, para paliar la crisis posbélica, habían estado incautando los bienes y propiedades de los judíos. En general, para la camarilla nazi, la población judía hizo las veces de un muy conveniente comodín, aunque obviamente involuntario. Además de simbolizar un culpable, carnal y asequible, de todos los males, de ella obtenían riquezas inmediatas, mano de obra esclava, seres humanos para sus crueles experimentos científicos, y un claro elemento atizador de testosterona y de sentimientos patrioteros, factor subjetivo imprescindible en años de pre contienda.
Los maximalistas del fundamentalismo fascista, cautivos de sus doctrinas -anticientíficas pero congruentes con las anti-dialécticas aproximaciones positivistas del social-darwinismo-, idearon la infausta solución final, consistente en el exterminio masivo de toda la población judía en Alemania, en la profunda creencia de que la desaparición de los portadores genéticos perturbadores del fondo de población germano, conduciría eventualmente a la sublimación refinada de la raza aria, base indispensable para el nacimiento de la esperada especie de los súper-hombres, amos absolutos del universo. (Ese proceder recibe hoy la bizarra y contraproducente denominación de limpieza étnica, mientras que las teorías segregacionistas que lo cimientan persisten enmascaradas -como se ha visto- en la peregrina creencia de que somos seres imperfectos, a medio camino entre primates y ángeles, afirmación que furtivamente beatifica las sociedades contingentes que hemos erigido, ya que nosotros somos defectivos porque el sistema -por definición- NO LO ES.)
El desempeño de la alianza de potencias muy diferentes en la derrota nazi, el acceso de Estados Unidos a la cúspide del poder mundial, el papel decisivo de la URSS en la guerra, la pujanza libertaria de los países del Tercer Mundo, la fuerza del movimiento comunista internacional, las tareas de reconstrucción de Europa, incluyendo las profundas heridas espirituales que sufrió el pueblo alemán, y la complejidad de las operaciones que se avecinaban, propiciaron el surgimiento oficial de la Organización de Naciones Unidas, en sustitución de la vetusta Liga de las Naciones, el 24 de octubre de 1945 .
En esas condiciones, el poder alcanzado por el lobby judío en Washington y Londres, la admiración que despertaron en todo el planeta la resistencia y heroicidad del pueblo judío en su enfrentamiento al fascismo y el conocimiento, necesario y profundo, que tuvo el mundo de lo que significó el Holocausto judío crearon las condiciones favorables para que la ONU, con el apoyo de buena parte de la comunidad internacional que entonces tenía derechos legales en la entidad (lo cual sintomáticamente excluía la población árabe que ocupaba Palestina, así como a Libia, Argelia, Jordania, Marruecos, Túnez, Bahréin, Omán, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, y a la pléyade de países musulmanes del norte de África), tomara una decisión para la cual se atribuyó de facultades muy especiales: las facultades para enmendar por decreto la Historia Humana. La Organización de Naciones Unidas, apenas dos años después de su institucionalización oficial, creó el estado de Israel,6 mediante la Resolución 181 del 27 de noviembre de 1947… Nunca antes ni después, la ONU ha tomado una decisión tan drástica y controversial.
A escaso margen de estas verdades y en la línea asumida para analizar la gran guerra europea que se inició en 1939, llamada nuevamente con total arrogancia «Segunda Mundial», apuntemos sin remilgos que, a despecho del crudo y metódicamente cruel entorno a que fueron sometidos los judíos bajo la bota nazi-fascista, esa contienda TAMPOCO se desencadenó para exterminar a los hebreos, a pesar de los esfuerzos denodados de la industria cinematográfica Occidental más actual por convencernos de lo contrario.
Hay que considerar, con escrupulosidad no menor a la utilizada respecto a la postura de los nazis frente a la URSS y a Europa occidental, que la espantosa solución final constituía igualmente una suerte de «meta derivada» del Neue Ordnung que das dritte Reich establecería en el mundo entero para el próximo milenio, según lo previsto en los calenturientos mega-planes de la camarilla nazi, que -en una primera etapa- incluían igualmente la aniquilación de todos los comunistas, homosexuales, gitanos y otras minorías, así como de nacionalidades no arias, los eslavos en particular. Tampoco es menos cierto que la destrucción de la URSS y del comunismo y el sometimiento del occidente continental e insular de Europa eran etapas ineludibles de esos proyectos globales.
Sin embargo, esa simple verdad -casi irrefutable para quienes se aproximan al estudio de la conflagración de 1939 sin prejuicios- no parece ser determinante en los predios cinematográficos de fabricación globalizada de consenso. El Holocausto judío se ha convertido en un subgénero cinematográfico, con toda la impronta ideológica y mercantil que semejante afirmación comporta.
Por ejemplo, en el último año la televisión cubana ha exhibido varias películas sobre el Holocausto judío que incluyen El Último Tren, de Joseph Vilsmaier y Dana Vávrová, El Lector, de Stephen Daldry, El Niño del Pijama a Rayas, de Mark Herman, Valkyrie, de Bryan Singer, Monsieur Batignole, de Bertrand Tavernier, Los Unos y los Otros, de Claude Lelouch y otras, sin compensación de los filmes programados de otros temas de aquella contienda, ni aclaraciones críticas pertinentes.
Con el apoyo de los datos que ofrecen las páginas de wikipedia -útil, pero con las limitaciones que los propios autores señalan-,7 descubrimos que en la década del 1940-1950 se hicieron 8 películas con el tema judío y 196 acerca de aquella guerra; en el siguiente decenio la relación fue de 10 a 128; luego, de 14 a 131; a continuación, de 23 a 69 y de 48 a 52 en la década del ’80. En los años ’90 del pasado siglo se filmaron 56 películas «holocáuisticas» y 35 «regulares», mientras que en la presenta década la proporción es de 34 a 40.8
(Esta comparación sería más sustancial si se tuvieran en cuenta otros índices, tales como los presupuestos asignados para las diferentes películas en relación con sus dimensiones, medidas en cantidad de figuras protagónicas y extras, locaciones y su ubicación, empleo de tecnología, etc., así como la promoción, atención del público y premios que ellas han recibido. En cualquier caso sería muy interesante conocer las fuentes primarias de financiamiento de estos empeños cinematográficos.)
Muchos especialistas y legos coincidirían que en torno al tema del Holocausto judío se han realizado filmes tan notables por una u otra razón como Cabaret (Bob Fosse), Marathon Man (John Schlesinger), El Pianista (Roman Polanski), La Decisión de Sophie (Alan J. Pakula), La Lista de Schindler (Steven Spielberg), Ven y Mira (Efim Klimov), El Jardín de los Finzi-Contini (Vittorio de Sica), El Lector (Stephen Daldry), La Caída (Oliver Hierschbiegel), El Niño del Pijama a Rayas (Mark Herman), Au Revoir, Les Enfants (Louis Malle)…
En defensa de los productores cinematográficos que en apariencia intentan por todos los medios hacer creer a las jóvenes generaciones que el único aspecto deleznable de aquella guerra fue la matanza meticulosa de judíos, se puede alegar la documentada ocurrencia de aquellos hechos, sustentadores de la ficción fílmica. Lo que resulta discriminatorio -si no sospechosamente polarizado en una época en que la conducta del gobierno de Israel hacia los palestinos remeda con prusiana exactitud la recibida en su momento por ellos- es la tendencia creciente a reducir toda la guerra del ’39 al Holocausto judío, mediante el recurso de ignorar otros eventos no menos espantosos como el exterminio sistematizado de activistas y pensadores de izquierda, para enmascarar consecuentemente la naturaleza rapaz de aquella Su Lucha [Sein Kämpf] a los espectadores.
Ante esta sofisticada manipulación del intelecto, quizás no deba asombrar demasiado que Inglourious Basterds, filme reciente de Quentin Tarantino, recibió el 20 de enero en el diario cubano Juventud Rebelde, una crítica inquietantemente ingenua, benévola y afectiva, casi efusiva, firmada por Joel del Río, notable especialista cubano de cine.9
Ciertamente no es esta una película histórica, sino de ficción, como ha alegado el director en defensa de su obra. Sin embargo, Tarantino –profits obligent– se cuidó muy bien de que en ella quedaran expuestas algunas de las más importantes tesis del pensamiento políticamente correcto: Los nazis (al menos algunos) eran personas muy cultas, mientras que sus contrincantes (algunos de ellos) eran gentes groseras y ordinarias; consecuentemente, los actos de los cultivados fascistas -aun si crueles- podrían aparecer (o interpretarse) como ataviados con el oropel que regalan las necesidades profundas (no profanas), mientras que el comportamiento de sus contendientes podría interpretarse (o aparecer) motivado por bajas pasiones vengativas; de lo anterior se desprende -tal como el filme expone- que es formalmente indistinguible la violencia de unos y otros (de donde podría inferirse que acaso raigalmente también lo sean, o más claramente, la violencia no tiene signo); Hitler era un loco que, como casi todo orate, tiene comportamientos hilarantes; el filme no analiza la causa de aquella guerra porque no es una peli histórica, pero toda ella no es más que una cacería de judíos, lo cual da por descontado de que de eso iba esa guerra…
En una cosa coincido con Joel del Río: la película merece un Oscar. Eso sí, en las referencias por las que me guío los oscares, grammys, nobeles y similares tienen solo valor de indexación, pues como ni siquiera la suma de ellos agota toda la gloria del mundo… ya se sabe cuán holgados han de verse en un grano de maíz.
NOTAS
[i] Según se lee en http://en.wikipedia.org/w/index.php?title=The_Bell_Curve , e ste libro, en que la i n teligencia se presenta c o mo un valor en sí mismo , desvinculada de la realidad, enfatiza en los siguientes pun tos:
- La inteligencia existe y es mensurable con exactitud, teniendo en cuenta la raza, el lenguaje y las fronteras nacionales.
- La inteligencia es uno de los factores correlativos más importante, en el éxito económico, social y general de los Estados Unidos, y se está convirtiendo en el más importante, si no lo es ya.
- La inteligencia es genéticamente heredable de ma n era significativa (del 40% al 80%) .
- Nadie ha sido capaz de manipular el IQ [siglas en inglés de «coeficiente de inteligencia»] por largo plazo de forma apreciable mediante cambios en los factores ambientales -excepto en los niños adoptados- y estas aproximaciones se tornan menos promisorias cada vez, en virtud de sus fracasos.
- Los EE.UU han venido negando estos hechos, y a la luz de es to s resultados se hace necesaria una mejor comprensión pública de la naturaleza de la inteligencia y de sus correlatos sociales para guiar las decisiones políticas futuras de los EE.UU.
[ii] Ver por ejemplo Hitler: A Study in Tyranny [Odhama Press Ltd. London, 1952] de Alan Bullock.
[iii] No «burguesía alemana», porque «burguesía nacional» es un terrible oxímoron, toda vez que, desde una perspectiva profunda, el calificativo de «nacional» es esencialmente relacional, de suerte que han de merecerlo, en propiedad, aquellas personas cuyo destinos estén íntima y recíprocamente vinculados en planos horizontales de la existencia social, de manera que el fracaso y el éxito sean para todos opciones mutuamente dependientes. La historia ha demostrado sobradamente que ese no es el caso de la aplastante mayoría de los burgueses nacidos en cualquier país: solo «necesitan» de sus connacionales en calidad de rebaño privado de generación de riquezas, y a la nación, como coto particular de explotación y remanso de recuerdos infantiles; cuando sus compatriotas deciden liberarse de la explotación a que ellos mismos los someten, ponen a recaudo extranjero sus fortunas y ellos se cobijan ramplonamente en naciones enemigas; es entonces -y solo entonces- que actúan como clase asociada a la nación en que nacieron… en contra de los intereses de sus compatriotas, es decir, en contra de su patria natal.
[iv] Ver obra citada Hitler: A Study in Tyranny .
[v] En el mencionado libro de Alan Bullock se narra la reunión secreta de Hitler con los generales de la Wehrmacht en 1939, en vísperas del ataque a Polonia, usando notas subrepticiamente tomadas en ella. Hitler quería solventar las dudas que habían expresado algunos de ellos respecto a la preparación de Alemania para la guerra y a las posibilidades ciertas que veían de evitar la conflagración. Allí les anunció que la contienda era necesaria aun si el gobierno polaco se plegaba a todas sus descabelladas demandas, como había hecho el de Praga el año anterior, pues se trataba ni más ni menos que de una guerra de rapiña. «[…] Nuestra situación económica es tal que no podremos resistir más que unos años -Hitler declaró-. Göring puede confirmarlo «.
[vi] De los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, votaron a favor de la resoluci ón Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética, mientras que la República de China y el Reino Unido se abstuvieron. La votación de los restantes países fue la siguiente: A favor (33 países , 59%) – África del Sur, Australia, Bélgica, Bielorrusia, Bolivia, Brasil, Canadá, Costa Rica, Checoslovaquia, Dinamarca, Ecuador, Estados Unidos de América, Francia, Guatemala, Islandia, Luxemburgo, Nicaragua, Noruega, Nueva Zelandia, Países Bajos, Panamá, Paraguay, Perú, Polonia, República Dominicana, Suecia, Ucrania, Unión Soviética, Uruguay y Venezuela ; 3 países (5%) cambiaron su voto negativo anterior y terminaron votando a favor – Haití, Liberia, F ilipinas ; en contra ( 13 paíse s, 23%) – Afganistán , Arabia Saudi ta, Cuba, Egi pt o , Grec ia , India, Irán, Iraq, L í bano, Pakistán, Siria , Turquía , y Yemen ; se abstuvieron ( 10 países , 18%) – Argentina, Chile, Colombia, El Salvador, Etiop í a, Honduras, México, Reino Unido , Rep ú blic a de China y Yugoslavia . Tailandia estuvo ausente. Como se ve, por regiones, la votación fue la siguiente: A favor – 2 de África ( África del Sur, Liberia ), 2 de Oceanía ( Australia, Nueva Zelandia ), 13 de las Américas ( Bolivia, Brasil, Canadá, Costa Rica, Ecuador, Estados Unidos de América, Guatemala, Haití, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela ), 1 de Asia (F ilipinas ) y 14 de Europa ( Bélgica, Bielorrusia, Checoslovaquia, Dinamarca, Francia, Islandia, Luxemburgo, Nicaragua, Noruega, Países Bajos, Polonia, Suecia, Ucrania, Unión Soviética ); En contra – 2 de Europa ( Grec ia , Turquía ), 1 de las Américas (Cuba), 9 de Asia y Medio Oriente ( Afganistán , Arabia Saudi ta, Egi pt o , India, Irán, Iraq, L í bano, Pakistán, Siria , y Yemen ); Ausencias y abstenciones – 6 de las Américas ( Argentina , Chile, Colombia, El Salvador, Honduras, México ), 1 de África (Etiopía), 2 de Asia ( República de China, Tailandia ), 2 de Europa ( Reino Unido , Yugoslavia ). Ella evidencia la oposición que esa medida encontró en la región en conflicto.
[vii] en.wikipedia.org/wiki/List_of_Holocaust_films; en.wikipedia.org/wiki/List_of_World_War_II_films
[viii] Las naciones realizadoras de estas filmaciones son Austria , Bélgica, B i elo r rus i a , Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Holanda, Hungría, Israel, Italia, Japón, Noruega, República Checa, la ex República Democrática Alemana, la República Federal de Alemania (antes y después de la anexión de la RDA), Reino Unido, Rusia, URSS y Yugoeslavia.
[ix] http://www.juventudrebelde.cu/cultura/2010-01-30/insolito-divertimento-de-tarantino/ . En se artículo, Joel del Río escribe: » Colmada de inteligentes citas cinéfilas, de homenaje a directores alemanes y franceses acaso olvidados (Pabst, Clouzot), Bastardos sin gloria es visualmente gloriosa, histriónicamente impecable, genéricamente paradójica por su alternancia de solemnidad fidedigna y sátira descacharrante, divertidísima reivindicación del poder del cine por encima del espanto de las guerras, del racismo, la sangre derramada y la violencia general. Porque detrás de todo este acontecer retrospectivo, se oculta una de las reflexiones más aguzadas y poderosas vistas últimamente -en el mismo nivel que un Michael Haneke- sobre los mecanismos que desatan el terror y el crimen en aquellas y en estas sociedades, antes y ahora, y seguramente mañana . » El subrayado es mío… A los referidos guiños cinematográficos de la cinta, habría que agregar los que hace descaradamente a la desideologización y al fascismo en el campo de la ética y la etiología.
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