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Cayucos

Fuentes: La República

Sabido es que se cuentan por centenas las víctimas mortales que en los últimos años se ha cobrado el trayecto que los cayucos cubren entre las costas africanas y las islas Canarias. Aunque esos muertos, como los que se producen todos los días de resultas del hambre en tantos lugares, en modo algunos nos preocupan, […]

Sabido es que se cuentan por centenas las víctimas mortales que en los últimos años se ha cobrado el trayecto que los cayucos cubren entre las costas africanas y las islas Canarias. Aunque esos muertos, como los que se producen todos los días de resultas del hambre en tantos lugares, en modo algunos nos preocupan, tiene su sentido escarbar en los diferentes subterfugios a los que hemos ido recurriendo a la hora de explicar por qué algo que debería provocar indignación y prontos remedios pasa comúmente inadvertido.

El primero, y principal, de esos subterfugios estriba sin más en el designio de ignorar lo que ocurre, asumiendo al efecto una lectura de imágenes y noticias que parece entender que éstas configuran una pura y prescindible ficción. La fórmula correspondiente se ve mal que bien alimentada por la repetición ritual de esas imágenes y noticias, que a menudo otorga a la ficción una condición crecientemente tediosa. Nada más fácil, entonces, que apagar el televisor cuando éste no se refiere a las miserias cotidianas -las que genera nuestra sórdida vida política- y a las hazañas deportivas de las que nos gustamos de ocupar.

Una segunda manera de sobrellevar la cuestión consiste en asumir un egoísta código moral que, sobre la base de la presunta inmundicia general, viene a sugerir que debemos volcarnos en exclusiva en la tarea de atender a lo nuestro, en la certeza de que, siendo así la condición humana, todos nos comportamos de la misma manera. Al fin y al cabo -viene a

decírsenos-, esos pobres negritos que mueren en el mar actuarían de la misma manera si nosotros fuésemos las víctimas. En un trasunto del argumento que ahora glosamos, es harto común que todas las culpas al respecto de estas cosas se atribuyan a la ineptitud del gobierno de turno, socialista o popular, cómodo chivo expiatorio que permite que los ciudadanos de a pie eludamos nuestras responsabilidades.

Claro es que con frecuencia se revela también otra manera de razonar en la que no faltan los espasmos xenófobos. Al amparo de una hipócrita conmiseración, no falta quien apunte la ineptitud e ignorancia de las víctimas, como no falta quien eche mano de los tradicionales resabios coloniales, que dan en identificar una suerte de responsabilidad colectiva de los habitantes del África subsahariana. La letanía correspondiente suele subrayar que éstos labraron para sí un triste destino cuando optaron por romper amarras con unas potencias coloniales, las europeas, que en virtud de esta torcida interpretación de los hechos no habrían llevado sino prosperidad y libertad a los países en cuestión. En las consideraciones correspondientes suele asomar también, naturalmente, una mención expresa a las mafias que rodean al mundo de los cayucos, y ello en virtud de una fórmula que no es difícil esbozar: cuando todas las culpas se arrojan sobre esas mafias, los demás -esto es, nosotros- quedamos razonablemente libres, una vez más, de todo pecado.

Hay, con todo, una versión moderna del argumento anterior, cual es la que reseña la estulticia de los gobernantes contemporáneos de los países africanos, empeñados, al parecer, en cerrar la puerta a los beneficios que se derivan del libre comercio. Dejemos de lado que no consta en modo alguno que esos gobernantes muestren mayor desafección por el libre comercio y sus presuntas virtudes, recordemos que la globalización es un proceso abierto en África desde siglos atrás -con efectos bien conocidos, y no precisamente estimulantes- y recalquemos, en suma, lo que se antoja ineludible: no parece que la conducta de los dirigentes políticos en el África subsahariana guarde mayor relación con lo que ahora tenemos entre manos.

Agreguemos, en fin, que en una versión extrema -por razones obvias rara vez verbalizada- de los hechos tampoco faltan quienes, al cabo, parecen entender que el viaje mortal de los cayucos no deja de tener consecuencias positivas. Tal es así a los ojos de quienes no ven en la inmigración otra cosa que el propósito malsano de quitarnos nuestros puestos de trabajo y acrecentar, en paralelo, la nómina de la delincuencia. Pena es que semejante exabrupto olvide lo que hoy por hoy se antoja evidente: buena parte del crecimiento de la economía española se debe a la presencia masiva -a la explotación, digámoslo mejor- de inmigrantes, que se han convertido con el paso de los años, contra todo pronóstico, en sustento fundamental de la sanidad y la enseñanza públicas, y que han permitido postergar en el tiempo la anunciada quiebra de la seguridad social.

Consolémonos con el recordatorio de que la inmundicia que acompaña a tantos argumentos ultramontanos no le va a la zaga, por desgracia, al silencio que marca indeleblemente la respuesta con que las gentes normales nos enfrentamos a la tragedia de los cayucos.