Las valorizaciones negativas de los virajes a la izquierda en Latinoamérica no sirven solo para alimentar un clima de opinión adverso, sino también para chantajear a los débiles a través de la deslegitimación. ¿Cómo sabes, antes de leerlo, que un libro es bueno? Porque está en el programa escolar; lo enaltece un crítico; lo publica […]
Las valorizaciones negativas de los virajes a la izquierda en Latinoamérica no sirven solo para alimentar un clima de opinión adverso, sino también para chantajear a los débiles a través de la deslegitimación.
¿Cómo sabes, antes de leerlo, que un libro es bueno? Porque está en el programa escolar; lo enaltece un crítico; lo publica cierta editorial o te lo alaba una amistad en cuyo criterio confías.
Pero esas acciones no son espontáneas, especialmente hoy. La legitimación te la dan los grandes medios de comunicación, que a su vez son promovidos por los autores ya consagrados por esos mismos medios, autores que a su vez son legitimados por el mercadeo de editoriales propiedad de esos medios. Pierre Bourdieu lo llamaba «circulación circular de la información».
Me contaba el jurado de cierto concurso internacional que los gerentes del galardón habían deslizado que el ganador tenía que ser de sexo masculino, joven y esbelto. Supongo que la decisión se tomó ante una pasarela.
Todo esto es lo que Tzvetan Todorov llama una definición funcional. Hay también una definición morfológica, más ardua, tal vez imposible. El mismo Todorov decía que ‘literatura’, por ejemplo, es un conjunto mal definido en el seno de los demás discursos. Afortunadamente ese no es el tema de este artículo.
La legitimidad es la insignia del poder. Cada sistema de poder promueve sus mecanismos de legitimación. Hoy la máxima legitimidad la tiene el varón, heterosexual, blanco, europeo o estadounidense, joven y rico. Es decir, Bill Gates. Cualquier cosa que sale de ese repertorio socava su legitimidad proporcionalmente. Una mujer blanca europea o estadounidense, joven y rica es legítima, pero menos que si fuera hombre, por ejemplo.
El diario madrileño El País se burla de las chamarras de Evo Morales, pues aunque es joven no es ni europeo ni estadounidense ni blanco ni rico. Solo le faltó ser viejo y mujer para granjearse la máxima ilegitimidad. ¡Ay, Rigoberta Menchú! Bill Gates anda con vistosos sweaters, pero, como goza de la máxima legitimidad, se toma como una excentricidad simpática.
Los más patéticos son los prisioneros de este sistema de legitimación, que por eso mismo dicen gozar de libertad. No ven que solo disfrutan de una legitimidad que los anula como personas.