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Tensiones en el horizonte

China-EE UU, comienza un nuevo ciclo de tensiones económicas

Fuentes: Viento sur

El verano de 2022 demuestra que la guerra en Ucrania no ha relegado a un segundo plano la tensión entre China y EE UU, sino todo lo contrario. Si a menudo esta tensión se considera, no sin razón, expresión de un combate entre imperialismos que compiten entre sí, también es fruto de las contradicciones de la hegemonía estadounidense sobre el capitalismo. Y de cierta ceguera de esta potencia.

Porque si China puede rivalizar hoy con Washington por la dominación mundial, es sobre todo porque ha sido parte integrante de la evolución del capitalismo estadounidense en los años 1970-1980. En aquella época, la primera economía del mundo estaba en plena crisis, y en medio de una movilización creciente de la población trabajadora y de una desaceleración de la productividad, tuvo que hacer frente a una fuerte inflación y a un descenso de la tasa de crecimiento. El modelo de posguerra, basado en una potencia industrial que le otorgaba la centralidad en el campo capitalista, se había agotado. Japón, Alemania e incluso Francia lograban arañar partes del mercado.

La respuesta a esta crisis se centrará en el ataque a la clase trabajadora estadounidense. El shock Volcker sobre los tipos de interés y después la política de Ronald Reagan se encargarán de ello. Sin embargo, esta maniobra no podía resolver todo. La economía de finales del siglo XX estaba basada en el consumo de masas. Por consiguiente, por un lado había que comprimir los salarios y por otro sostener el consumo. Para resolver este problema había que dejar de producir en EE UU gran parte de los productos consumidos allí. Fue entonces cuando China entró en liza.

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Gráfico: Déficit comercial de EE UU. © FRED Federal Reserve of Saint-Louis

El país asiático presentaba notables ventajas. Su bajísimo coste laboral permitía ofrecer al consumidor estadounidense productos muy baratos que le incitaban a mostrarse moderado en sus pretensiones sociales. Una doble oportunidad para el nuevo modelo estadounidense: permitía hacer sostenibles los empleos creados en determinados servicios y aseguraba una base monetaria ideal para el desarrollo de las finanzas.

Además del coste laboral, una de las principales ventajas de China para los capitales estadounidenses era su estabilidad política. El control ejercido por el Partido Comunista, afirmado con la represión de la plaza Tian’anmen en 1989, aseguraba una transición suave que permitiría garantizar las inversiones extranjeras y al mismo tiempo moderar el aumento de los salarios.

Una interdependencia peligrosa

En los albores del siglo XXI se estableció así una especie de condominio en que cada uno podía considerarse beneficiado. La economía mundial se repartía entonces entre una China que producía lo esencial de bienes baratos y un EE UU que los consumía y se concentraba en las tecnologías avanzadas y las finanzas. En los márgenes, Alemania y Japón aprovechaban este equilibrio para suministrar bienes de equipo a China y automóviles a EE UU, mientras que los países emergentes se enriquecían gracias a las materias primas que requería el desarrollo chino.

Sin embargo, este nuevo equilibrio no duro mucho. El modelo estadounidense chocó con sus límites con la crisis de las hipotecas basura, que le derrumbó un pilar importante, pero también con los efectos muy limitados de las innovaciones tecnológicas en el comercio exterior y el empleo. Tuvo que recurrir a un apoyo masivo del banco central y al impulso acelerado de puestos de trabajo de escasa productividad.

Progresivamente, y sobre todo después de la crisis sanitaria, la dependencia con respecto a la producción china pasó a ser un problema. Al mismo tiempo, EE UU no puede permitirse zafarse de esta dependencia porque carece de la capacidad productiva necesaria para asegurar el abastecimiento de su propio mercado y, sobre todo, porque sigue necesitando bienes baratos a fin de asegurar el equilibrio precario de su economía.

Enfrente, China también está presa de sus contradicciones. Por un lado, el país sigue prosperando en su condición de fábrica del mundo, pero por otro, tiene que abandonar este modelo a fin de pasar a ser un país de renta alta. Con el propósito de trazar una vía entre estos dos imperativos, China emprendió primero una gran campaña de inversiones, cayendo después en una gigantesca burbuja inmobiliaria. Estas decisiones la han metido en un callejón sin salida del que no sabe bien cómo salir.

Por consiguiente, China sigue necesitando a EE UU para compensar esos reveses y asegurar por tanto un coste laboral relativamente bajo, lo cual obstaculiza su desarrollo. Claro que se trata asimismo de un callejón sin salida en la medida en que ahora ya se ha consumado lo esencial de las deslocalizaciones, en que otras economías asiáticas, como Vietnam, compiten con China en determinados sectores y en que el crecimiento del mercado estadounidense ya no muestra el mismo dinamismo.

Gráfico: Importaciones estadounidenses procedentes de China. © FRED Federal Reserve of Saint-Louis.

Por tanto, la situación actual sigue caracterizándose por una dependencia mutua entre las dos superpotencias, aunque también por una competencia exacerbada, dado que cada una de ellas trata de construir un modelo económico independiente de la otra, sin conseguirlo realmente en un contexto de desaceleración estructural del crecimiento.

Resultado: esta dependencia ya no es, como lo fue en la década de 2000, una garantía de paz, sino por el contrario una fuente de tensiones. Ambas economías tratan de construir nuevos modelos de desarrollo para responder a tensiones sociales internas, y esta dependencia pasa a ser un obstáculo.

Para ilustrar esta situación podemos observar las relaciones en el ámbito de las tecnologías. A fin de ascender de gama, China sigue necesitando en gran medida elementos de tecnología de EE UU. Por ejemplo, en el segmento de los semiconductores, la producción china se ha visto frenada en seco por el embargo sobre la tecnología de máquinas de rayos ultravioletas, producidas exclusivamente en EE UU. Al mismo tiempo, sin embargo, un documento reciente del departamento de Comercio de EE UU señala que cerca del 96 % de las solicitudes de exportación de tecnologías con destino a China sujetas a licencia administrativa son aprobadas.

Ahí podemos ver toda la ambigüedad de la situación actual: EE UU quiere frenar el desarrollo tecnológico chino, percibido como un peligro porque facilitaría una mayor independencia económica de China y el desarrollo de sus tecnologías militares. Pero al mismo tiempo las exportaciones tecnológicas con destino a China son una de las condiciones de las relaciones comerciales normales que precisa Washington, no solo porque permiten evitar una guerra comercial abierta, sino también porque permiten a las empresas exportadoras chinas cubrir las necesidades del mercado estadounidense.

Sabemos desde 1914 que las interdependencias económicas no son garantías de paz, como piensan a veces ciertos autores. También pueden ser fuentes de tensiones internas y convertirse en callejones sin salida de los que se trata de salir a toda costa, incluso mediante un conflicto armado si se han agotado todas las demás opciones. Al construir esta interdependencia en las décadas de 1990-2000 con otra gran potencia militar, Washington no ha creado los fundamentos de la paz, sino los de una competencias que amenaza con volverse en contra de EE UU.

La confianza excesiva de Washington

La situación actual no deja de recordar otra. Tras la segunda guerra mundial, la economía estadounidense era la fábrica del mundo. Tenía productos, pero carecía de mercados. Habida cuenta de la situación de los principales países desarrollados en aquel entonces, esos mercados solo podían aparecer si EEUU los subvencionaba, los resucitaba y los mantenía. Es lo que sucedió con el plan Marshall, así como con la gestión de Japón. El crecimiento europeo y japonés en la posguerra era una garantía de éxito de las multinacionales estadounidenses y del crecimiento del país.

Sin embargo, a finales de la década de 1960, estos países habían crecido tanto que se convirtieron en una amenaza para la economía estadounidense. De nuevo, las necesidades iniciales del capitalismo estadounidense se habían convertido en una trampa. En aquel momento, el gobierno de Nixon estaba decidido a hacer pagar los platos rotos a los europeos y a los japoneses, mediante aranceles y el fin del sistema de Bretton Woods, abriendo la puerta a la devaluación del dólar.

Las medidas fueron especialmente violentas en su momento, pero desde el punto de vista militar los Estados a los que se dirigían eran aliados y dependían en gran medida de la protección militar de Estados Unidos frente al bloque del Este. Por lo tanto, el riesgo geopolítico era escaso, y Washington no tuvo que preocuparse realmente por sus reacciones. En su relato de la decisión de poner fin a la convertibilidad del dólar en 1971, Three Days at Camp David (HarperCollins, 2021), Jeffrey Garten cuenta cómo Richard Nixon pudo mostrarse indiferente ante las reacciones de otras grandes economías capitalistas.

Además, el ajuste de la economía estadounidense se hizo, en general, sin tener en cuenta las consecuencias para los aliados. El ejemplo más llamativo fue, por supuesto, el shock Volcker que golpeó duramente a Europa y Japón, y que causó a las actuales dificultades de estos dos bloques.

Hoy en día, la situación puede parecer bastante similar. China se ha beneficiado de las necesidades de la economía estadounidense, y poco a poco se ha convertido en un problema, porque Estados Unidos se esfuerza por definir un nuevo modelo de desarrollo. Pero en realidad es muy diferente. El desarrollo de China no se produjo en el redil político de Estados Unidos, sino en el de una potencia ya nuclear, con una población muy numerosa, que no ha sido derrotada ni liberada por Estados Unidos y que tiene un régimen diferente.

La apuesta de Estados Unidos en aquel momento es bien conocida, y fue resumida por Milton Friedman a principios de la década de 2000: el desarrollo capitalista llevaría necesariamente a la instauración de la democracia liberal. A partir de entonces, la competencia entre las dos potencias se mantendría en el marco económico. Era posible que se repitiera la experiencia de la década de 1970 y los deseos de Estados Unidos podrían haberse impuesto por la fuerza del rey dólar y el juego de intereses económicos.

Esto habría sido completamente ingenuo, y hoy lo estamos pagando. Por lo tanto, no se puede tratar a China exactamente como se trató a Japón o a Alemania Occidental en la década de 1970 sin crear tensiones geopolíticas. Sobre todo porque para garantizar una paz social cada vez más difícil de mantener y reducir la dependencia de Estados Unidos, la República Popular China debe buscar nuevos mercados y nuevas fuentes de materias primas. Esto conduce a un choque de imperialismos a nivel mundial en el que también se inscribe la cuestión ruso-ucraniana (como se desprende del cauteloso acercamiento de Pekín a Moscú).

La crisis de Taiwán es, por tanto, un episodio de esta situación en la que Estados Unidos y China se encuentran atrapados en las contradicciones y los límites de la actual economía mundial. Como estas contradicciones y tensiones no se están resolviendo realmente, podemos prever que la guerra fría entre China y EE UU marcará parte de nuestro futuro.

Texto original: Mediapart

Traducción: viento sur

Fuente: https://vientosur.info/china-ee-uu-comienza-un-nuevo-ciclo-de-tensiones-economicas/