La heterogeneidad de los actores y de los reclamos merece un tratamiento menos monolítico para que de este proceso salga fortalecida la democracia.
A comienzos de 2015, el Presidente de Ecuador, Rafael Correa anticipaba lo que sería un año difícil para la economía del país debido a la caída de los precios del petróleo y la ausencia de una moneda propia. Esta coyuntura económica desfavorable -teniendo en cuenta que las exportaciones petroleras representan el 55 % del total de las exportaciones del país- actúa como el telón de fondo del incremento del ciclo de conflictividad desatado a comienzos de año. El repunte de la estrategia de desgaste del gobierno, a través del calentamiento de las calles, alcanzó su mayor pico durante el mes de junio cuando el Presidente Correa, cumpliendo con lo que había anunciado en el Discurso a la Nación del 24 de mayo, envió a la Asamblea Nacional (donde el oficialismo cuenta con mayoría parlamentaria) el proyecto de Ley Orgánica para la Redistribución de la Riqueza. Ello en un país que, si bien entre 2006 y 2014 redujo el coeficiente de Gini en 7 puntos, aún ocupa el puesto 120 de 145 en desigualdad, lo que da cuenta de la persistencia de la concentración de la tierra y el agua como así también del crédito, la riqueza y los activos productivos.
Sin embargo, la reacción de aquellos sectores que vieron lesionados sus intereses, fue posicionar un sentido político en torno a una equivalencia entre herencia y derecho familiar, capaz de permear a la clase media ecuatoriana a movilizarse contra el gobierno de Correa, posicionando en la opinión pública que se trataba de un ataque contra la familia, lo que motivó la adhesión de un importante sector de clase media, los denominados «banderas negras». El resultado fue la ampliación del espacio de confluencia de los sectores de oposición, entre el poder económico, los líderes de los partidos de derecha, las centrales sindicales y parte del movimiento indígena. Sin embargo, existen diversos intereses que fragmentan al campo político opositor. Entre los líderes de la derecha, se cuaja una disputa por resolver quién será finalmente el candidato presidencial en 2017, lo que termina por sembrar de conflictos el polo entre Lasso y Páez por un lado y Rodas y Nebot por otro, actores que han utilizado diferentes repertorios para posicionarse en contra del proyecto político de la Revolución Ciudadana -desde la recolección de firmas para la consulta popular en contra de la reelección indefinida hasta la convocatoria y participación en las movilizaciones de las principales ciudades del país-.
En lo que respecta a los sectores de izquierda, tanto sindicales como indígenas, el fracaso del Paro Nacional convocado el pasado 13 agosto por el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), siendo la primera convocatoria de este tipo de repertorio de acción durante todo el gobierno de la Revolución Ciudadana, evidenció por un lado la falta de apoyo de algunos sectores claves para paralizar el país como los transportistas y el sector productivo – empresarial. Y, por otro lado, el impacto que ha tenido la estrategia del gobierno de instaurar un gran espacio de Diálogo Nacional por la Equidad y la Justicia Social, como herramienta de gestión política con el objetivo de mejorar las políticas públicas implementadas, procesar políticamente los conflictos y los disensos e incorporar nuevas demandas de la sociedad.
Estas tendencias de fragmentación y disputa en el campo opositor, encuentran un punto de unificación bajo el grito destituyente «Fuera Correa Fuera», elemento que amalgama a sectores con posiciones de clase y demandas mutuamente excluyentes, como es el caso del movimiento indígena y los partidos de la derecha. En otras etapas de la historia reciente del Ecuador, la estrategia destituyente fue exitosa, lo que ha dejado una huella cultural que marca la «naturalidad» y la legitimidad de las destituciones presidenciales. Si bien, en el actual contexto, esta estrategia tiene pocas probabilidades de éxito en tanto la situación institucional y social dista -y mucho- de la que sirvió de escenario a la caída de los anteriores presidentes, existe entre los sectores de oposición la certeza de que puede y debe concretarse.
Al igual que en las protestas con carácter destituyente acontecidas recientemente en Brasil o en Argentina durante el conflicto del campo, buena parte de los sectores que reclaman el fin de los gobiernos progresistas han sido los mismos que se han beneficiado de las políticas públicas implementadas en los últimos años. Esto, que parece ser una contradicción, podría pensarse como la consecuencia de un proceso no solo de movilidad social ascendente sino más aun de una ampliación de las expectativas de ascenso social ralentizadas por un año económicamente difícil (por no hablar del «mimetismo» cultural de las clases medias latinoamericanas con los intereses de sectores de alto poder adquisitivo, que acentúan el carácter contradictorio de su posición de clase).
El incremento de un ciclo de conflictividad plantea desafíos para los gobiernos, que no necesariamente se resuelven apelando a los mecanismos de la democracia representativa sino que exigen otro tipo de procesamiento político vinculado más bien a espacios de interlocución y reconocimiento político de los actores movilizados. Por el contrario, la subestimación del opositor y las demostraciones de fuerza política vinculadas al mayor o menor número de opositores y simpatizantes del gobierno en las calles no refleja cabalmente la correlación de fuerzas y más bien puede reflejar una masividad aparente, que sólo perpetua la inercia de la marcha y la contramarcha.
La heterogeneidad de los actores y de los reclamos merece un tratamiento menos monolítico para que de este proceso destituyente salga fortalecida la democracia. Excluyendo a los grupos violentos, que no persiguen más que el fin del correísmo y el posicionamiento de ciertas figuras políticas en la próxima contienda electoral, el único modo de romper con el «déjà vu» de las calles -aun celebrando que la movilización callejera es un logro de la democracia- consiste en reconocer las diferencias al interior y ampliar el debate y la interlocución política.
Nota de Rebelión: La palabra de origen quechua chuta, en Ecuador expresa asombro, queja o disgusto.