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Ciclistas en primavera

Fuentes: Rebelión

Tillmann Prüfer escribía en Zeit Magazin que antiguamente los hombres se calzaban el caso para ir a la guerra. Era símbolo de hombre intrépido. Con el casco en la cabeza la mirada del hombre se volvía altanera y sus ojos cobraban brillo y perdían miedo ante el enemigo; el sable, la albarda y el casco […]

Tillmann Prüfer escribía en Zeit Magazin que antiguamente los hombres se calzaban el caso para ir a la guerra. Era símbolo de hombre intrépido. Con el casco en la cabeza la mirada del hombre se volvía altanera y sus ojos cobraban brillo y perdían miedo ante el enemigo; el sable, la albarda y el casco incitaban al cuerpo a cuerpo, al cara a cara.

Hoy, que los más vemos la guerra por televisión y desde lejos, nos hemos liberado de esa experiencia inhumana, y el casco significa otra cosa: nos pone en guardia, nos exige prudencia y muchas veces nos provoca un apunte de miedo. Así se explica quizá que haya numerosos bicicleteros en esta primavera que se nieguen a calzárselo al zapatear con sus bicis por la ciudad, siendo no menor el peligro de partirse uno el cráneo pedaleando por nuestras calles en medio de la circulación ruidosa y agresiva o ante la súbita puerta del coche aparcado, que se abre a tu altura y te lanza de bruces a la brea.

Es cierto que el diseño de los cascos en su mayoría es feo: con ellos o uno se ve extremadamente deportivo, como participante en el Giro de Italia, o exageradamente patán, como cubo o papelera incrustada en la cabeza.

¿Acaso no hay casco digno que pueda llevarse sin sonrojo?

La industria de la vanidad viene trabajando desde años en nuevas formas. El diseñador Paul Smith ha propuesto para el Giro toda una serie variopinta, pero quizá el problema no es tanto el casco como el bicicletero.

En tiempos la moto se conducía sin casco, piénsese en la película Easy Rider de Dennis Hopper. Hoy, que la circulación es más espesa y las motos más veloces, al motorista sin casco se le tilda de suicida y loco, no se comenta su casco. Es posible que en el futuro el bicicletero deje también de hablar del casco, de su porte y su belleza, porque el no portar quizá se vuelva temerario. Y, recordando viejos tiempos, quien lo calce se introduzca sin miedo en el tráfico de la ciudad, se abalance y participe en esa batalla de cientos de coches y, sin más miramientos, zapatee las calles con sus dos ruedas desmontable y con cambio.

Y nuestra ciudad en primavera se vuelva cada año un poco más Amsterdam.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.