Al conmemorar su doble siglo, el XX que fuera el suyo y el que viene de cumplir quien sigue siendo en este siglo XXI considerada mundialmente como el ícono del feminismo, es necesario aproximarse al igual que a sus atributos, a un controvertido y muy puntual aspecto de su personalidad que tuvo una evidente resonancia […]
Al conmemorar su doble siglo, el XX que fuera el suyo y el que viene de cumplir quien sigue siendo en este siglo XXI considerada mundialmente como el ícono del feminismo, es necesario aproximarse al igual que a sus atributos, a un controvertido y muy puntual aspecto de su personalidad que tuvo una evidente resonancia social y un encubierto influjo en su magistral producción literaria.
Y es que, por ejemplo, para ser consecuente con lo que nos proponemos decir de ella y con lo que de ella se dijera tantas veces, es oportuna esta observación reveladora: mientras en el cementerio de Montparnasse el cineasta Claude Lanzmann leía en su entierro un trozo de «La fuerza de las cosas» acosado por decenas de jovencitas compungidas por el dolor de su pérdida, quien hubiese querido verlo habría encontrado en el féretro de la amante de Sartre una de sus manos inermes adornada por el anillo de compromiso que en alguna ocasión le obsequiara el norteamericano Nelson Algren, uno más de sus variados amantes.
Por estos días, quienes la han venido recordando por su centenario a través de numerosos artículos, libros y conferencias en todo el planeta, han hecho mención explícita de esa característica suya, es decir, de su publicitada y desafiante vida sexual que, como se sabe, se hace imperiosa para, al costado de sus otros títulos de soberbia escritora, comprenderla en su lucha feminista y en el acervo de su obra y de su accionar intelectual y político. Hablar de la Beauvoir sin registrarle esta elección de vida y rebeldía, de destructora de mitos y tabúes y rígidos formalismos burgueses, sería traicionarla mientras se la invoca.
«Mujeres, se lo deben todo», acaba de advertir la filósofa Elisabeth Badinter en uno de los múltiples homenajes que se le vienen rindiendo a Simone Lucie Ernestine Marie Bertrand de Beauvoir, la escritora e intelectual francesa que nacida burguesa y católica en Paris el 8 de enero de 1908 y muerta allí mismo el 14 de abril de 1986, con su libro «El segundo sexo» escandalizó a la sociedad de su tiempo no tanto por enfatizar sobre la sensibilidad vaginal, o el orgasmo masculino, o el espasmo del clítoris, como por haber revolucionado el sentimiento femenino de libertad al enunciar en frase lapidaria que «la mujer no nace, se hace», agregando que son las civilizaciones las que forjan ese género «intermediario entre el macho y el castrado que calificamos de femenino». Y la que para consolidar su proyecto feminista que terminó catapultándola a los cinco continentes, incrustara su lucha al lado de otros conflictos de sectores sociales oprimidos y minorías constreñidas anunciando a la par su aprobación del aborto y su negación del matrimonio y la maternidad.
Y esa «mujer» que ella hizo de ella y que quiso que las demás hicieran de sí mismas, entre la escritura de su prodigiosa obra y su eterno acompañamiento a Sartre -su «amor esencial»-, vivió siempre en medio de combates la emancipación que defendía y que la llevaron a desafiar tradiciones y derrumbar preceptos, aunque en su caso, aplicándole a su vida una independencia tal, que no tuvo inconvenientes en ejercer el bisexualismo y solazarse en el lesbianismo como estilo propio que jamás disimuló y muy por el contrario, divulgó en vida y dejó para la posteridad en escritos y testimonios que hoy hacen que tal escogencia sexual se haga indispensable para la elaboración de un retrato totalizador de su existencia.
Simone de Beauvoir se hizo atea a los 14 años, y cumplidos sus 21, con tres años menos y dos centímetros y medio más en estatura que él, en 1929 se unió a Sartre por el resto de sus días. «Conocer a Sartre fue el acontecimiento fundamental de mi existencia», dijo. Al lado suyo se hizo existencialista, feminista, militante política y una de las figuras más fascinantes de la inteligencia francesa por el conjunto de su obra y por el ejemplo de su indisoluble unión de amor cómplice con el filósofo francés, amor y solidaridad que siempre estuvieron a prueba de cualquier adversidad o contingencia y que los elevó universalmente a la categoría de paradigmas de una vínculo pasional sin mentiras y en plena libertad.
En 1943 publicó su primera novela, «La invitada», que despertó su optimismo para confiar en su destino y asumir una elección propia, logrando, además, la exaltación de Sartre y sus jóvenes discípulas que desde entonces la rodearon sin abandonarla. Iniciaba a partir de allí un trayecto literario y filosófico que la conduciría al interior de los conflictos existenciales del hombre, de su libertad, de la acción como elemento substancial para comprenderse y comprender a los demás y de los alcances de la responsabilidad individual como ingrediente forzoso en la búsqueda de una sociedad mejor.
Vienen después otros libros y ensayos filosóficos con especial acento en la moral y en la política -preocupaciones constantes en la pareja existencialista-, y sus cuatro autobiografías, entre ellas, «Memorias de una joven formal» (1958) y «Final de cuentas» (1972). No obstante, coincidiendo o no con su legión de admiradores y críticos, particularmente tres de sus libros resumen para mí el fundamento y la razón de su indiscutible importancia universal y explican impecablemente la esencia de todo su pensamiento.
En primer lugar, Los «Mandarines», que le hiciera merecedora del notable Premio Goncourt en 1954 y le diera acceso al pedestal de los mejores escritores de su país. «La vejez» (1970), un minucioso, penetrante y conmovedor sondeo sobre la ancianidad y las vergüenzas de su aislamiento descalificativo y, «El segundo sexo» (1949), quizás la más extensa e intensa incursión que cualquier escritor haya emprendido sobre el alma femenina, sus virtudes, sus derechos, sus haberes y carencias, y su milenaria inequitativa condición social e individual.
Así, pues, tendría también que hacer referencia a dos de sus obras que dejaron en mí cierta ambigüedad interpretativa: «La ceremonia del adiós» y su póstuma «Cartas a Sartre» que lamentablemente le bajaron el alto perfil al conjunto de sus trabajos y la condujeron a un terreno menor.
De ellas dijo en su momento el diario Libération de París cofundado por el propio Sartre en 1973: «Abuso de Beauvoir. Dos volúmenes de cartas dirigidas a Sartre… textos inéditos del Castor -así la llamó siempre él- que ofrecen la imagen de una vida llena de intrigas y planes insignificantes… «. Y Juan Nuño, el ensayista hispano-venezolano al recriminarla por lo mismo, anotaba: «… Simone de Beauvoir, la «Grande Sartreuse» que no nos ahorró ni el más mínimo detalle de la vida cotidiana de Sartre: todas sus manías, todos sus movimientos, su horario al dedillo y aún todas sus miserias fisiológicas del triste y decadente final… En realidad, ha sido fiel a sí misma: su extensa autobiografía no es sino una implacable recopilación de diarios llevados día a día, hora a hora, en donde nada queda fuera o al menos esa impresión agobiante se tiene al leerla. Ganas entran de pensar que Sartre escribió «Las palabras» -su autobiografía- como una forma relativamente gentil de darle una lección: Madame, una autobiografía se escribe así, no transcribiendo sin perdonar cuanto chisme y anécdota sucedieron».
Pero, en fin, la Simone de Beauvoir existencialista y feminista que quiso ser, y fue, y que decidió que se le reconociese así, no debería ser inmortalizada sólo con exaltaciones oportunistas mimetizando este u otro cualquiera de algunos de sus rasgos que ciertamente fueron destacados en su discurrir histórico. Y me he ocupado de ello alejándome en lo que pude de aquella camisa de fuerza del sahumerio habitual, porque también pienso con ella que el lesbianismo y el bisexualismo son cosas suyas que no la determinaron a ser mejor o peor que nadie y que a nadie tampoco tienen porqué delimitar o definir.
Por último, cómo no aludir acentuadamente a su trascendente relación con Sartre, y en aras de la brevedad, baste para ello esta aseveración del filósofo: «Yo quería afirmar mi libertad ante las mujeres, lo cual era cómico, porque era yo el que corría detrás de ellas. Un buen día quedé atrapado. El Castor aceptó esa libertad y se la quedó para sí».
Con esta rápida remembranza espero haberle sido fiel a la memoria de Simone de Beauvoir, recogiendo sin trampas ni tapujos sus fortalezas y debilidades, ambas pedazos imprescindibles de su maravillosa historia personal.
*Escritor colombiano [email protected] Website: http://www.geocities.com