Yo quería vivir en una ciudad de árboles intensos donde sus raíces nacieran desde los balcones del mar abierto. Que en las tardes, pudiera transitar por la ribera de los acantilados donde la sal de sus brazos acordonados, fueran yagrumas. Que esa ciudad, -al amanecer- destilara poemas en prosa mítica y estuviera desnuda de las […]
Yo quería vivir en una ciudad de árboles intensos donde sus raíces nacieran desde los balcones del mar abierto. Que en las tardes, pudiera transitar por la ribera de los acantilados donde la sal de sus brazos acordonados, fueran yagrumas. Que esa ciudad, -al amanecer- destilara poemas en prosa mítica y estuviera desnuda de las eternas nevadas. Son esos poemas que nacen dispuestos a bañar el caminar del surco amurallado con palabras hechas, para romper los que quieren hacerle cercos a la vida.
Esa ciudad tendría un espacio donde poder dialogar distante del zumbido de los vértigos de la guerra, de los «escopetazos góticos» y de la muerte. Ese espacio resulta necesario para anular la palabra grieta, la banalidad construida, la objetividad informativa, aséptica y equidistante que persiste desnuda de toda idea realista. Esa es mi ciudad soñada.
Vengo de visitar una ciudad interior derruida por el caos y bañada por la lluvia gris, de cenizas vertidas con olor a muerte. Es una «urbe» donde los lánguidos puentes trazan el paso hacia otros horizontes. Se confunde maquillando los pliegues de la muerte y las alambradas mutantes. Son «perímetros» que cercan el último olivo de brazos derogados en «barracas humanas».
La ciudad que yo describo sabe a hedor de muerte. La soledad es el único mortal que le acompaña. En ese lugar los sueños son una luz imposible de tocar con las manos. Vengo de andar por esa ciudad sumida bajo el horror de otros hombres que ponen trampas que agrietan la sabia y clavan los pechos del amor con estacas de muerte, gestados desde una perversa mirada.
Estos hombres se sonríen irónicamente ante la muerte plomiza. Sus manos van tocándolo todo de manera enfermiza. Tronchan la esperanza que desnuda el verso de mujeres que fueron miel y lloran su paz interrumpida. En esta quietud de ruedas truncas, las estaciones y el pan negro supieron huir de esta fortaleza.
Pude andar por esa ciudad donde los sauces pululan caídos. Se exhiben, cortados a ras para doblegar bajo su peso la voluntad del ingenio y la persistencia de los sueños. Son moles de metal erguido, de líneas sin curvas y sentimientos. El acero y el cemento se imponen ante la naturaleza. La construcción de este engendro está hecha con cálculo grandilocuente y simétrico. Son estructuras de mordazas pensadas para cortar los sueños de las sales del mar.
Esta ciudad no es imaginación reencontrada o desmesura febril. Sinuosas voces ensordecen los partos del azar, descolgando los intentos de penetrar la brisa. Solo existe para el ejercicio matutino una rampa meditabunda, una sola puerta y un solo destino.
Antes, en esa ciudad -que fue campo de florestas-, «cabalgaban» cipreses, pinos y abedules, desgranando el aire que acoge con sus mantas el inmenso bregar de la vida.
En esa ciudad los tonos son precisos. Líneas negras, blancas y grises convergen ante muchas voces. Corren surcando las entrañas de la tierra que se asfixia. Quiero pensar que esta ciudad no existe. Me empeño en escribir que siempre fue un sueño.
Ayer estaba en mi balcón de tardes de periódicos. Desde la ventana veo germinar troncos de envoltura recta, paredes drogadas entre concreto recio y acero ennegrecido. Son los nuevos dinosaurios de la era potsfascista.
Aún persiste como clones multiplicados otras huellas de la barbarie. La Base Naval de Guantánamo mantiene bajo limbo jurídico a un número indeterminado de presos. Detrás de estas «heroicidades» está el gobierno de los Estados Unidos.
Palestina «vive» bajo el cerco de las tropas israelíes, entre muros y alambradas eternas. Este glorioso pueblo ha de ser dignificado por la humanidad. Su inaceptable presidio es responsabilidad de todos los que amamos la paz. De cada ciudadano humilde y comprometido con los más elementales derechos de esta tierra. Es el tiempo de los hombres y las mujeres que han luchado y luchan por hacer de este planeta, un «espacio habitable».
Todavía se respira «olor a sangre» en Abu Ghraib. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) dejó su sello en este lugar, para anular los aires de la humanidad y apagar los sueños. Estamos ante los máximos responsables de desatar el horror y el miedo internacional. El «Emperador» y sus secuaces preparan nuevas lanzas para la guerra. Van afilando mordazas en escenarios para el genocidio y «nuevas» torturas en «cárceles sin nombre».
Tuvimos una señal fue bien clara. Las bombas atómicas que cercenaron la vida de cientos de miles de hombres y mujeres de Hiroshima y Nagasaki. Tan solo dos bombas que -aún hoy-, sigue dejando huellas de dolor, de angustia, de inevitables herencias para varias generaciones que claman por una paz real y definitiva.
Cientos de miles de desaparecidos y fusilados por el régimen franquista siguen siendo una página en blanco. Las cunetas, los campos de viñedos, los pueblos abandonados o las urbanizaciones de hoy, esconden terroríficas historias y anulan la memoria de generaciones de hombres y mujeres que lucharon por defender la República Española.
Son hechos que aún esperan por el juicio de la historia. Todavía quedan heridas que saldar ante un pueblo heroico que supo escribir epopeyas de gloria. Fueron gestas ante un combate desigual. Son la dignidad y el heroísmo que han de formar parte de los grandes valores de estos tiempos.
En la memoria presente está la terrorífica «Escuela de Mecánica de la Armada» en la Argentina. Escenario de dolor continuado. De sistemáticas torturas y desaparecidos que -aún hoy- se les sigue el rastro, como parte de una voluntad por saldar la deuda histórica con los hombres y las mujeres que fueron anulados de la vida. Mutilados bajo el manto de la «libertad y la democracia».
Esa «Ciudad Interior» existe, yo estuve allí. Fue en una mañana de visita obligada, de reencontrarme con la historia. Fue en un día de soleadas voces y luces cargadas que -aún hoy- estremecen las paredes de esta «ciudad interior».
Todavía se pueden ver las cenizas de «muchos tiempos». Han quedado para el recuerdo y la memoria imperecedera, lapidas «sembradas» dejadas por los que lucharon para un mundo de paz. Fueron la voluntad de desterrar las garras del fascismo hitleriano de este planeta que aún llora de dolor. Esa «Ciudad interior» se llama: «Campo de Concentración de Sachsenhausen».
Video: http://www.youtube.com/watch?
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