En sociedades como la española, cuando las familias se van de vacaciones es ya costumbre que a los perros los larguen a la calle y a los abuelos les rompan una pierna o un brazo, para así poder internarlos en un hospital y evitarse tan decrépita compañía en la playa. Semanas más tarde, cuando regresan […]
En sociedades como la española, cuando las familias se van de vacaciones es ya costumbre que a los perros los larguen a la calle y a los abuelos les rompan una pierna o un brazo, para así poder internarlos en un hospital y evitarse tan decrépita compañía en la playa. Semanas más tarde, cuando regresan a la rutina de la ciudad, recogen a los abuelos y a los perros que hayan sobrevivido al abandono, y recomponen la imagen familiar no vaya a quedarse el álbum sin tan sentida referencia.
Los jóvenes que tienen la fortuna de tener trabajo, al igual que los que esperan una primera oportunidad laboral, cuando llega el sábado se internan en bares provistos de dos galones de agua y una buena dotación de pastillas sicotrópicas que les ayuden a mantenerse saltando 48 horas seguidas, ensordecidos por una música infernal, hasta que vuelve el lunes y se reitere de nuevo el ciclo.
Y puede parecer lamentable, pero me dicen que son los inevitables costos del progreso.
Los estudiantes, que en épocas pasadas compartían inquietudes e indagaban sus dudas y certezas soñando con quimeras, hoy cotizan en la Bolsa y procuran y guardan celosamente beneficios y dividendos para acogerse a tan temprana hora a planes de jubilación y retiro y asegurarse a los veinte años la vejez.
Y puede parecer absurdo, pero me confirman que son los inevitables costos del progreso.
Los niños, que en pretéritos tiempos eran acunados con cuentos para procurarles dulces sueños, ahora trasnochan solos frente a la computadora, abstraídos en juegos donde mueren y matan, rodeados de mecánicos monstruos.
Y puede parecer penoso, pero me cuentan que son los inevitables costos del progreso.
Las parejas, que hace no mucho tiempo iban al cine o al parque, para soñar de la mano promisorios futuros, agonizan ahora en silencio sus horas muertas frente al televisor, mientras mastican colorantes y beben gases.
Y puede parecer triste, pero me cuentan que son los inevitables costos del progreso.
Pero… ¿de qué progreso?