En anterior palique aludíamos al aserto marxista de que el capitalismo rezuma opacidad, porque logra camuflar, un tanto, su índole explotadora. En gran medida, gracias a teorías como la del clérigo inglés Malthus (1766-1834), empeñado en que, por naturaleza, el aumento de población es geométrico, y el de los alimentos, aritmético. Desproporción que se habrá […]
En anterior palique aludíamos al aserto marxista de que el capitalismo rezuma opacidad, porque logra camuflar, un tanto, su índole explotadora. En gran medida, gracias a teorías como la del clérigo inglés Malthus (1766-1834), empeñado en que, por naturaleza, el aumento de población es geométrico, y el de los alimentos, aritmético. Desproporción que se habrá de regular mediante guerras, epidemias, limitación de los matrimonios… Con una suerte de rapiña bienhechora.
Aclaremos: no es que no se pueda dar el caso de que la «nave» con que surcamos el espacio colapse por exceso de pasaje, posibilidad en cuya prevención cerebros zahoríes ya están planeando la diáspora cósmica de los humanos. Tendencialmente, el orbe transita de la plétora a la propagación del hambre, según revelan análisis tales el de Lester R. Brown en IPS. Del lado de la demanda, el aumento demográfico, la creciente prosperidad de algunos -China, India, Brasil- y la conversión de enormes plantaciones en combustible para automóviles se combinan hasta proyectar el consumo a niveles sin precedentes. En el ámbito de la oferta, la erosión del suelo, la escasez hídrica, los precios de las provisiones, continúan en una espiral con visos de apocalipsis.
Sin embargo, en la actualidad lo constatable es el panorama esbozado por Esther Vivas (Rebelión.org): «Hoy se produce más comida que en ningún otro período en la historia. La producción alimentaria se ha multiplicado por tres desde los años 60, mientras que la población mundial, desde entonces, tan sólo se ha duplicado […] Pero 870 millones de personas en el planeta, según indica la FAO, pasan hambre y anualmente se desperdician […] mil 300 millones de toneladas de comida, un tercio del total que se produce. Alimentos para comer o tirar, esa es la cuestión.»
Solo en el Viejo Continente, ejemplifica blandiendo datos oficiales, cada año se lanzan a los tachos 89 millones de toneladas en buen estado: 179 kilos per cápita. «Un número que sería incluso muy superior si dicho informe incluyera, también, los residuos de alimentos de origen agrícola generados en el proceso de producción o los descartes de pescado arrojados al mar. En definitiva, se calcula que en Europa, a lo largo de toda la cadena agroalimentaria, del campo al hogar, se pierde hasta el 50 por ciento de los alimentos sanos y comestibles».
¿Las fuentes del derroche? «En el campo, cuando el precio cae por debajo de los costes de producción, al agricultor le resulta más barato dejar el alimento que recolectarlo, o cuando el producto no cumple los criterios de tamaño y aspecto dictados. En los mercados mayoristas y las centrales de compra, donde los alimentos tienen que pasar una especie de ‘certamen de belleza’ respondiendo a los criterios establecidos, principalmente, por los supermercados. En la gran distribución (súpers, hipermercados…), que requieren de un alto número de productos para tener los estantes siempre llenos, aunque después caduquen y se tengan que tirar, donde se producen errores en la confección de pedidos, hay problemas de envasado y deterioro de los alimentos frescos. En otros puntos de venta al detalle, como mercados y tiendas, en los que se tira aquello que ya no se puede vender.»
O sea, que el desperdicio se debe sobre todo a un problema estructural, de fondo. Convertida en mercancía, la esencia de la pitanza ha pasado a un segundo plano. Si no cumple determinados criterios estéticos no se considera rentable su distribución. Y se trocará en festín de roedores y otras alimañas. «El impacto de la globalización alimentaria al servicio de los intereses de la agroindustria y los supermercados, promoviendo un modelo de agricultura kilométrica, petrodependiente, deslocalizada, intensiva, que fomenta la pérdida de la agrodiversidad y del campesinado, tiene una gran responsabilidad en ello. Poco importa que millones de personas pasen hambre. Lo fundamental es vender. Y si no lo puedes comprar, no cuentas.»
No contamos, no, en un sistema cuya concepción de la libertad incluye tácitamente la condena de otros a la muerte, en virtud de una atroz desigualdad. Como asevera Vives, un ámbito de paradojas: gente sin casa y casas sin gente, ricos más ricos y pobres más pobres, despilfarro versus hambre. «Nos dicen que el mundo es así y que mala suerte. Nos presentan la realidad como inevitable. Pero no es verdad. Ya que a pesar de que el sistema y las políticas dicen ser neutrales no lo son. Tienen un sesgo ideológico y reaccionario claro: buscan el beneficio, o ahora la supervivencia, de unos pocos a costa de la gran mayoría. Así funciona el capitalismo, también en las cosas del comer.»
Y ese presentismo, que se sobrepuja día a día a sí mismo, impide a unos cuantos convencerse de que en un futuro, a tiro de misil o de piedra, la Tierra podría no alcanzar a nutrir a los voraces «lactantes» que somos. Pero sin sofismas sobre una naturaleza inapelable, por favor. Reparemos en la dimensión social. Hagamos de la opacidad luz, o, en su defecto, preparémonos para el adiós.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.