Mi abuela ya perdió casi toda su visión, pero escucha. Lo único que mi abuela sabe sobre lo que pasó en su país el día de su cumpleaños es lo que ha oído en los noticieros nacionales.
El pasado 11 de julio mi abuela cumplió 91 años. Mientras los jóvenes de la familia hablábamos con ella desde distintas partes del mundo, miles de cubanos salían a las calles a protestar. Mi abuela ya perdió casi toda su visión, pero escucha. Lo único que mi abuela sabe sobre lo que pasó en su país el día de su cumpleaños es lo que ha oído en los noticieros nacionales.
He tenido el privilegio de poder seguir en comunicación con mi familia en Cuba a pesar del apagón digital que ha afectado a muchos. En una de nuestras interlocuciones ayer martes, mi abuela me preguntó por qué los manifestantes saqueaban tiendas en divisa y si habían liberado al primo de mi amiga que participó en las manifestaciones del domingo. Me quedé pensando en la primera pregunta, pero contesté la segunda. El primo de mi amiga seguía detenido por “desorden público”. Mi abuela me volvió a preguntar qué había hecho, si “ese muchacho no es un delincuente”.
El Gobierno y los medios de comunicación oficiales cubanos construyen desde el domingo una narrativa parcializada e irresponsable sobre los acontecimientos del 11 de julio. Primero, criminalizan las protestas: ahora son única y exclusivamente “disturbios” orquestados desde Estados Unidos. Segundo, estigmatizan constantemente a los ciudadanos que participaron, reduciéndolos a “mercenarios”, “revolucionarios confundidos” o “delincuentes”. Estas respuestas vuelven a evidenciar que la excepcionalidad del caso cubano puede ser muy relativa. Cuando los ciudadanos de distintos países de América Latina tomaron las calles en el otoño de 2019, la prensa conservadora los deslegitimó, puso el acento en la contabilización de los desastres materiales, en la destrucción del mobiliario público y en la obstaculización de la vida colectiva. Desde el poder y sus instituciones solo se hablaba de “enemigos poderosos” y de “actos vandálicos”.
Sí, las protestas del pasado domingo en Cuba incluyeron violencia y desorden público. Lo que comenzó con reclamos pacíficos y legítimos, en la tarde eran exigencias al ritmo de piedras. Podríamos quedarnos con ese único relato, pero prefiero que nos hagamos nuevas preguntas y deconstruyamos lo que sucedió en claves menos elitistas, menos clasistas, menos ideológicas, más empáticas.
Empecemos por hacernos preguntas sobre los territorios de manifestación, cuáles fueron las provincias, los municipios y las comunidades que salieron a las calles. Después hablemos de los ciudadanos que gritaron las palabras “libertad”, “medicinas” y “comida”. No es casual que las protestas comenzaran en la periferia, en San Antonio de los Baños, que se multiplicaran rápidamente en las provincias del oriente del país y que se concentraran en los barrios más vulnerables de la capital.
Los bots no tienen rostros porque no son personas reales. Pero no hay nada más real que los ojos que he visto en las fotos del 11 de julio. La ropa de los manifestantes, el mestizaje, el lenguaje y las canciones, nos gritan datos sobre los cuales los medios no hablan. En los videos yo veo también a los menos beneficiados de las políticas universales, los que han naturalizado la violencia porque han convivido y crecido con ella en sus casas, en sus comunidades y en sus propias escuelas, porque han sido sus víctimas. Ahí estaban los que llegaron de últimos a internet, los que siguen sin poder costearse un acceso sistemático a la web y que, seguramente, no tienen cuentas en Twitter.
En 2019, los estudiantes chilenos lanzaron piedras, impidieron el acceso a los metros, rompieron cristales de icónicas empresas privadas y destruyeron monumentos. El presidente Sebastián Piñera los acusó entonces de criminales, pero otros vieron en sus actos una forma de revolución, ruptura con los principales símbolos del neoliberalismo, rechazo a las instituciones que los oprimían, destrucción de todo lo que asociaron al poder. Desde Cuba, muchos aplaudieron a esos jóvenes y a los del movimiento Black Lives Matter que salieron a las calles en uno de los peores momentos de la pandemia en Estados Unidos. Casualmente, hoy para esas mismas personas los manifestantes del 11 de julio no son más que delincuentes.
Lo que se asume hoy como “actos vandálicos” también ha sido estudiado desde las Ciencias Sociales con disímiles enfoques. Uno de ellos intenta leer cultural y simbólicamente esa “violencia performativa”, se habla también de rituales, de reconstrucción de valores y nuevas identidades. Y a nosotros, ¿no nos dice nada que los manifestantes ataquen precisamente tiendas en divisa, estaciones policiales y patrullas? Sí, nos dice lo que se evita reconocer. La gente rompió las tiendas a las que no puede entrar porque la existencia de estos locales precariza aún más sus vidas. Se volcaron patrullas policiales también porque no estaban ahí para protegerlos, sino para reprimirlos. La violencia de sus actos es también una ruptura con todos los símbolos del poder. Esa lectura aplica para cualquier tipo de sociedad. No legitimo los asaltos de propiedad, ni la destrucción de los patrimonios individuales o sociales. Tampoco comparto la descontextualización y la criminalización interesada de sus causas.
También hay mucho que leer en las reacciones del Gobierno, en las primeras órdenes del presidente y en los lenguajes de la represión, llenos de nefastos simbolismos ¿Qué nos dicen esas imágenes de un grupo de jóvenes arrojados como sacos de papa a un camión de basura?
El pueblo cubano sufre tanto el bloqueo del gobierno de Estados Unidos como la ineficiencia del nuestro, las políticas erradas, la burocracia, el autoritarismo, la lentitud y el carácter tardío de las reformas, las limitaciones de sus alcances. La sociedad civil viene haciendo alertas y demandas desde hace bastante tiempo, las cuales han sido mal entendidas, mal procesadas y también reprimidas. Se han acumulado frustraciones, descontentos y mucha desesperanza.
Las distintas manifestaciones que habían tenido lugar entre 2019 y 2021, debieron asumirse como claras señales de cambio. Ya se estaban construyendo nuevos escenarios y desafiando a una institucionalidad que no es monolítica, pero tampoco está preparada para resolver los disensos de manera democrática, ni tiene mecanismos claros para gestionar conflictos que la trascienden, porque se originan desde otros espacios de poder.
El 11 de julio es el catalizador de procesos que habían comenzado mucho antes. El gobierno perdió la oportunidad de sumarse a la transformación que impulsó su propia ciudadanía. Pudo apelar a la conciliación, pudo pedir un voto de confianza a la sociedad a la que se debe, pudo prometer que saldríamos juntos de la crisis, solicitar cordura en medio de la pandemia, garantizar revisiones y soluciones. Sin embargo, el domingo apostó por el enfrentamiento y la arrogancia, ponderó las causas externas y minimizó las internas.
Tanto el gobierno como los medios de comunicación tienen la responsabilidad de comenzar a mostrar y representar a una Cuba plural que no ha sido contada y con la que no se ha contado. Ese país incluye a la oposición, a los que están en las calles y no son “revolucionarios”, a los cubanos todos. Las estigmatizaciones y los silencios contribuyen a la polarización y a la caricatura, que alcanza incluso a sus simpatizantes, a los comunistas que en esos mismos espacios han sido representados como un todo uniforme, cerrado, monocolor y sin pensamiento crítico.
Yo no sé si después de esta crisis habrá un camino para el entendimiento; quiero creer que sí, y formar parte de él. Quiero una Cuba inclusiva y soberana. Quiero que los ciudadanos que ahora tienen restringido el acceso a Internet sepan lo que pasó el 11 de julio, vean todas las imágenes de las manifestaciones para que puedan construirse opiniones informadas, distingan las que son falsas y tomen decisiones. Sobre todo, quiero que cesen la represión, el enfrentamiento entre cubanos y las disparatadas e irresponsables demandas de intervención extranjera que circulan dentro y fuera del país.
En medio de tanto caos, quiero pensar también en los saldos positivos. Creo que los ciudadanos de mi país no dejaremos que nos arrebaten nuevamente la protesta como mecanismo legítimo de canalización de nuestras demandas. Comenzaremos a acumular la experiencia política necesaria para estructurar las exigencias y clarificar las consignas. En definitiva, iremos probando todos los repertorios de acción colectiva y los reinventaremos. Distinguiremos todos que el Artículo 56 de la Constitución cubana reconoce el derecho de manifestación, pero que la sociedad está desarmada mientras no se creen los mecanismos legales para institucionalizarlo y, por lo tanto, comenzaremos a exigirlos. En ese camino aprenderemos también a lidiar con las fuerzas policiales y con la violencia, a sortearla, a enfrentarla sin reproducirla. Pero lo que realmente espero es que no tengamos que volver a convivir con la violencia de Estado.
Cuando vuelva a estar junto a mi abuela le narraré lo que pasó mientras ella cumplía 91 años. He guardado videos, fotos y textos que no puede ver ni leer. Describiré cada detalle, cada rostro y, lamentablemente, le contaré sobre cada gota de sangre que nunca debió correr. Le explicaré que sí hubo delitos y estímulos desde el exterior, pero también causas internas tan reales y dolorosas como la distancia que nos separa.
Carolina García Salas. Graduada de Periodismo (2012) Investigadora del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (2012-2021), miembro del equipo editorial de la Revista Temas (2015-2019). Máster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Salamanca (2021).
Fuente: https://oncubanews.com/cuba/como-le-explico-a-mi-abuela-que-no-son-delincuentes/