Las distintas civilizaciones humanas han llamado de variadas maneras al petróleo, sustancia que puede tener múltiples colores y las más variadas composiciones. Los egipcios lo llamaron Mumilla, con petróleo se embalsamaron las momias y a él le deben su nombre. Los persas lo referían como mum. Los sumerios utilizaron un término para cada género y […]
Las distintas civilizaciones humanas han llamado de variadas maneras al petróleo, sustancia que puede tener múltiples colores y las más variadas composiciones. Los egipcios lo llamaron Mumilla, con petróleo se embalsamaron las momias y a él le deben su nombre. Los persas lo referían como mum. Los sumerios utilizaron un término para cada género y variante de las sustancias bituminosas que utilizaban, por ejemplo, la palabra nafta tiene su origen en la palabra sumeria napatu (piedras que arden). Los semitas utilizaron la palabra betún de Judea, judaico, asfalto y brea. Los antiguos europeos lo mencionaban como el ingrediente principal del fuego griego, pez mineral y pez negra vegetal; en Roma lo nombraban como lacus asfaltis y en los Balcanes como nafta de Serbia. En América, los Incas lo denominaban copey, los indígenas mexicanos utilizaron la palabra chapapote y los nativos de la costa de Venezuela lo llamaron mene de Mauroa. En Asia, lo llamaban alquitrán de Rangún, barniz negro y shíyóu (sigue siendo la misma palabra desde la antigüedad en China). Por último, los colonos ingleses en Norteamérica usaron el término seepages o filtración. Además, en la historia se utilizaron tantos otros apodos como aceite mineral, aceite de la piedra, malta, bitumen, etc. La Santa Biblia lo menciona en la edificación de la Torre de Babel en la cual sirvió de mortero; en la historia del nacimiento de Moisés mediante el cual se calafateo su arquilla de juncos; y en la destrucción de Sodoma y Gomorra cuando algunos cayeron en pozos de asfalto en el valle de Sidim. El sabio persa Al-Razi, por su parte, fue el descubridor de la destilación de petróleo en el siglo IX y en esa época la ciudad de Bagdad ya tenía sus calles asfaltadas. Marco Polo en el siglo XIII en su viaje por la frontera de Georgia habló sobre su raudal («hay un riachuelo donde corre aceite mineral, en tal abundancia que 100 barcos pueden cargar a la vez») y sus usos («es bueno para quemar y para salvar a los hombres y los camellos afectados por picazón y sarna»). El español Oviedo y Valdez en 1535 refiere a la existencia de un manantial de petróleo a 2 o 3 leguas al oeste de isla Cubagua en Venezuela: «un licor como aceite junto a la mar que los naturales lo llaman stercus demonis utilísimo en medicina». Diversos embajadores en el Cáucaso también lo refieren mencionando centenares de pozos cerca de la ciudad de Bakú y geógrafos de la talla de Humboldt y Codazzi en sus recorridos por América hicieron extensos mapas de sus emanaciones. El médico venezolano José María Vargas en 1839 evalúa su importancia económica en un informe sobre un análisis químico a una muestra de petróleo: «…según sus circunstancias actuales, es más precioso y digno de felicitación para los venezolanos y su liberal gobierno que el de las de plata u oro». Lo increíble de la historia es que un personaje como Rockefeller, en su afán de ser el primero y controlarlo todo, hasta la historia, pudo promover una obra de ficción, la cual por increíble que parezca es aún aceptada mundialmente, en la que Benjamín Silliman Jr. de la Universidad de Yale y el falso coronel Drake fueron los pioneros y descubridores del oro «negro» (ver la Historia del petróleo, obra de Daniel Yergin galardonada con Premio el Pulitzer en 1992, Capítulo 1: El comienzo). Este es un claro ejemplo de lo que Enrique Dussel denomina como colonización del pensamiento, donde una historia real compartida por toda la civilización humana puede ser borrada y sustituida por una versión con fines imperialistas.
De todos los vocablos, quizá los indígenas de Venezuela tuvieron la conciencia más clara al llamarlo por su verdadero nombre: «estiércol del demonio», según reportó Oviedo y Valdez cuando se exportó el primer barril de petróleo de Venezuela para curar la gota del emperador español Carlos V en el siglo XVI. Si escribiéramos la historia al revés, del presente hacia al pasado, iríamos buscando causas y no como lo hacemos convencionalmente que sólo nos concentramos en las consecuencias de guerras y conquistas. Si intentáramos reescribir la historia, veríamos que los refugiados de Yemen, Siria, África subsahariana, Libia, Irak y Afganistán deben su purgatorio a un solo germen endemoniado y no a la historia oficial que se justifica en el terrorismo islámico, las armas de destrucción masiva de Sadam o la caída de las Torres Gemelas de Nueva York. Lo mismo ocurriría para la Segunda y la Primera Guerra Mundial, en las cuales los historiadores hablan de guerras raciales con consecuencias como la del holocausto, pero se olvidan que su causa fue un botín petrolero por la cual las potencias se enfrentaron. Los historiadores normalmente no mencionan que Hitler rompió su pacto con Stalin e invadió la Unión Soviética en búsqueda de petróleo liviano para poder alimentar su letal Luftwaffe, que fue privada del preciado líquido proveniente de tierras africanas y árabes. Estos rigurosos narradores se olvidan mencionar la repartición de las acciones de la Anglo Iranian (entre EE.UU. 40%, Inglaterra 40%, Shell 14% y Francia 6%) también durante la Segunda Guerra Mundial. Y en la Primera Guerra Mundial los cronistas no mencionan la repartición de las acciones de Iraq Petroleum Company (entre Inglaterra 52,5%, EE.UU. 21,25%, Francia 21,25% y otros 5%) y bien poco mencionan el acuerdo de Sykes-Picot de 1916 mediante el cual Inglaterra puso su bota sobre Irán, Arabia, Irak, Chipre, Palestina y Egipto, mientras que Francia hizo lo propio sobre Líbano, Siria y parte de Turquía. Una lógica similar fue la que justificó el intento de invasión a Venezuela en 1902 (también llamado Bloqueo Naval) por la que potencias europeas movilizaron toda su armada a causa de una supuesta deuda, obviando que el motivo real eran las inmensas riquezas petroleras que las potencias ya se disputaban en esa tierra. Si siguiéramos en reversa, así hasta el pasado, tal vez pudiéramos descubrir que Alejandro Magno fue quizás hasta tierras persas en búsqueda de un «ingrediente mágico» para poder crear el fuego griego del que tanto le hablaban sus alquimistas, ¡quién sabe, quién lo sabrá!
Lo cierto es que en el siglo XX los políticos hablaban sin pudor de su visión imperial sobre el petróleo. Quizás el más claro exponente de esta visión fue Henry Berenguer, representante de la Comisión Francesa del Petróleo en la Primera Guerra Mundial cuando dijo en 1914: «El que sea dueño de petróleo será dueño del mundo, porque gobernará los mares por medio de los petróleos pesados, el aire por medio de los petróleos ultra-refinados y la tierra por medio de las gasolinas y de los aceites de calor y alumbrado. Y, además de esto, gobernará a sus congéneres en un sentido económico a causa de las fantásticas riquezas que obtendrá del petróleo». Antes que él, el primer lord del Almirantazgo Británico, Winston Churchill, hablaba claramente del tema en 1913: «Nos corresponde ser dueños, o de cualquier manera gestores, en los lugares de extracción de una porción razonable de la cantidad de petróleo crudo que exijan nuestras necesidades». Hoy en día, los políticos norteamericanos y sus socios son mas hipócritas cuando descargan sus bombas sobre pueblos indefensos acusándolos de terroristas y no aclaran que simplemente lo hacen porque son poseedores de una riqueza debajo de sus tierras, tal como lo acaba de expresar en su llegada a Irak el actual secretario de Defensa de EE.UU., James Mattis: «No estamos aquí por su petróleo». ¡Qué descaro!
En ese país asediado por su petróleo de nueve letras, Venezuela, pero que verdaderamente se pudiese llamar Abya Yala, como lo nombraban sus pobladores originales por su tierra de sangre vital y en plena madurez, estos maldijeron al petróleo. Dirían los invasores europeos que así lo mentaban porque se le manchaban los pies descalzos a los «indios» cuando caminaban por encima de sus emanaciones o por su olor a azufre. Otros dirían que era porque impedía la siembra de sus tierras o contaminaba sus aguas. Tal vez alguien como el filósofo irlandés J.W. Dunne diría que se trataba de un experimento por el tiempo y que los indígenas venezolanos pudieron ver el futuro en sus sueños y se percataron de la verdadera naturaleza del petróleo que envilece a los hombres y causa la destrucción, ¡quién sabe, quién lo sabrá!
Lo curioso de la historia es que tal vez por razones etnogeográficas, en esa misma tierra surgió Juan Pablo Pérez Alfonzo, quien escribió Hundiéndonos en el excremento del diablo, y soñó con una unidad de países petroleros para tratar de liberar a su tierra de este estigma, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Entendió que otros pueblos del mundo tenían la misma condena, por lo tanto, la única opción posible, ante tamaña proeza emancipadora, era una unión multicultural y multigeográfica. Posteriormente, Chávez también soñó que la solución al maleficio era compartir las reservas más grandes de petróleo del mundo a través de solidaridad, cultura, participación y justicia y así creó otra alianza llamada Petrocaribe, buscando la transformación de la región latinoamericana y caribeña en un proceso que promueve la erradicación de las desigualdades sociales.
La imagen del niño sirio ahogado en Turquía -Alán Kurdi era su nombre-, con su boca hacia abajo y sus pequeñas piernas encogidas, es una señal que esta maldición ahora ha llegado a Europa. Lo mismo puede ser la historia del hombre ahogado en Venecia al frente de una multitud de turistas que poco hizo para salvarlo mientras otros vociferaban sus cánticos de terror xenofóbicos. Son miles las historias que en lo personal me producen una gran angustia. Son 65 millones de refugiados en el mundo y al menos 13 millones corresponden a esas guerras por petróleo en Yemen, Siria, Libia, Irak y Afganistán. ¡Las políticas de EE.UU. y sus socios han causado un tronar de refugiados! Es momento de que el mundo se despierte con este ruido ensordecedor y tal vez, sólo tal vez, el siguiente paso para despojarnos de esa anatema que llevamos dentro es hacer realidad una causa internacionalista para proteger a los refugiados del mundo que fueron expulsados de sus tierras por la guerra a causa de esa maldición del oro «negro» velando por eliminar los muros, rescatar el derecho internacional, la autodeterminación, la soberanía y la paz de sus pueblos. ¿Quién podrá soñar con esa causa humanitaria internacional?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.