No importa el día del año y si llueve un torrencial, ellos siempre están ahí desde la madrugada hasta que anochece. Poniendo el lomo. Su cuerpo como herramienta de trabajo y modo de sobrevivencia. No importa si piensan o sienten, si se preguntarán la hora (porque para el explotado no hay reloj que se detenga) […]
No importa el día del año y si llueve un torrencial, ellos siempre están ahí desde la madrugada hasta que anochece. Poniendo el lomo. Su cuerpo como herramienta de trabajo y modo de sobrevivencia. No importa si piensan o sienten, si se preguntarán la hora (porque para el explotado no hay reloj que se detenga) o si les duele una muela o tienen ampollas. Si se les acaba de morir un familiar o les nació un hijo. Ellos siempre están ahí. Poniendo el lomo.
Nunca son vistos como personas, al contrario; muchas veces estorban entre los corredores de los mercados populares y nunca falta quien les pegue un grito o haga un gesto despectivo al sentir el olor de sus cuerpos sudorosos por el trabajo. Y quien con estereotipos los vea como ladrones. Raras veces tienen zapatos y si los tienen están rotos y, en tiempo de invierno sus pies cansados son la cuna de tiñas de la temporada. Como rotas están también sus camisas raídas, porque será probablemente la única que tienen para trabajar. Pero, qué más da, son cosas sin importancia en personas sin importancia.
Uno, dos, tres, cuatro quintales al lomo y a caminar corriendo entre los corredores atiborrados de compradores en los mercados populares, y atrás va el dueño de la mercancía que solo falta que tenga un azote para pegarle sobre las piernas para que avance más rápido: como animal de carga.
Se han vuelto imprescindibles sosteniendo sobre sus hombros el clasismo y la explotación de las sociedades que ven al paria como roedor de alcantarilla. Hombres jóvenes de cuerpos acabados por el cansancio físico. Hombres añejos que caminan corriendo por el puro movimiento automático de la rutina. Están acabados, sus sueños rotos y, sus dientes sin lugar a duda se fueron quedando desperdigados por los corredores de los mercados donde cualquiera a cambio de una moneda (o una patada en el culo) los ha explotado. Se les ha ido la vida entre quintales y canastos sobre el lomo. ¿Quién por ellos?
Sin lugar a duda habrán tenido ilusiones, ¿o las tienen, tal vez? Ir a la escuela, ¿graduarse de la universidad?, ¿tener un negocio? ¿escribir un libro?, ¿ser doctores?, ¿maestros? O simplemente tener un techo donde descansar, un par de zapatos, cultivar la tierra, tomar una taza de café caliente y dormir sobre un colchón.
¿Qué sueñan los parias en la alcantarilla?
Muchas veces van caminando corriendo, con las camisas empapadas de líquidos que salen de los bultos que cargan: muchas veces es sangre de res, mariscos, tomates descompuestos, frutas maduras, flores putrefactas, tufos que se revuelven con el sudor y con la ira y que terminan en lágrimas que nadie quiere ver, porque el dolor del paria es invisible para las sociedades que explotan al que menos tiene.
¿Cómo son las noches de los cargadores de bultos? Las pocas horas que duermen, ¿cómo serán? ¿Alquilan un cuarto en cualquier pensión barata? ¿Duermen en los corredores de esos mercados populares a la intemperie? ¿Huelen pegamento o tíner? ¿Se emborrachan con botes de alcohol? ¿Pintarán obras de arte? ¿Cómo son las noches de los cargadores de bultos? ¿Escribirán poesía en hojas sueltas? ¿Dónde se bañan? ¿Tendrán un equipaje?
La mayoría de cargadores de bultos llegan a las urbes desde sus pueblos, por lo general no tienen familia ahí, ¿tendrán equipaje, qué habrá en sus mochilas? Llegan pensando que la capital es el lugar donde encontrarán la oportunidad de desarrollo, la capital es ese lugar lejano donde les han dicho que los sueños se hacen realidad. La mayoría de cargadores de bultos son indígenas que solo hablan sus idiomas maternos y que se han sido obligados a migrar. Eso ayuda a que los exploten más.
Llegan de niños y se pudren de ancianos entre caminando y corriendo, con bultos pesados sobre sus lomos cansados, en los corredores de los mercados populares en una urbe que solo tiene para ofrecerles: desprecio, explotación y discriminación. Y así como llegaron, poniendo el lomo mueren, invisibles como roedores de alcantarilla.
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